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La estepa humeaba ante ellos y los hombres, a su lado, en la trinchera, le miraban fijamente, sin apartar la vista; los comandantes de las brigadas esperaban sus órdenes por radio. Se había apoderado de Nóvikov su pasión profesional de coronel avezado en la guerra, su burda ambición le hacía estremecerse de impaciencia; Guétmanov le instigaba y él temía a los superiores.

Sabía muy bien que las palabras que había dirigido a Lopatin no serían estudiadas en el Estado Mayor General ni entrarían en los manuales de historia, no suscitarían las alabanzas de Stalin y Zhúkov, y tampoco le acercarían a la anhelada Orden de Suvórov.

Existe un derecho superior al de mandar a los hombres a la muerte sin pensar: el derecho a pensárselo dos veces antes de enviar a los hombres a la muerte.

Nóvikov había ejercido esa responsabilidad.

11

En el Kremlin Stalin esperaba los informes del general Yeremenko comandante en jefe del frente de Stalingrado.

Miró el reloj: la preparación de la artillería acababa de terminar, la infantería había avanzado y las unidades móviles estaban preparadas para penetrar en la brecha abierta por la artillería. Los aviones bombardeaban la retaguardia, las carreteras y los aeródromos.

Diez minutos antes había hablado con Vatutin: el avance de las unidades de blindados y de la caballería al norte de Stalingrado había superado cualquier previsión.

Tomó en la mano un lápiz y miró el teléfono, que continuaba mudo. Deseaba trazar sobre el mapa el movimiento apenas iniciado en el flanco sur, pero una sensación de superstición le obligó a apartar el lápiz. Sentía con claridad que Hitler, en esos instantes, estaba pensando en él y que, a su vez, sabía que él, Stalin, estaba pensando en Hitler.

Churchill y Roosevelt confiaban en él, pero Stalin sabía que su confianza no era incondicional. Le sacaba de quicio que, aunque le consultaran de buena gana, siempre se pusieran de acuerdo previamente entre ellos. Sabía que las guerras van y vienen, pero la política permanece. Admiraban su capacidad lógica, sus conocimientos, la lucidez de sus reflexiones, pero veían en él a un político asiático y no a un líder europeo, y eso le disgustaba.

De improviso recordó los ojos penetrantes de Trotski, su despiadada inteligencia, la arrogancia de sus párpados semicerrados, y por primera vez lamentó que no estuviera ya en el reino de los vivos: habría oído hablar de este día. Stalin se sentía feliz, rebosante de fuerza física, no tenía ya en la boca ese repugnante sabor a plomo, tampoco tenía el corazón oprimido. Para él la sensación de vivir se confundía con el bienestar. Tras el estallido de la guerra Stalin había experimentado una sensación de angustia física que no le abandonaba nunca, ni siquiera cuando veía a sus mariscales paralizados por el terror ante el estallido de su ira, o cuando miles de personas en pie le aclamaban en el teatro Bolshói. Tenía la continua sensación de que las personas de su entorno recordaban aún su desconcierto durante el verano de 1941 y se mofaban de el a sus espaldas.

Un día, en presencia de Mólotov, se había cogido la cabeza entre las manos, balbuceando: «Qué hacer…, qué hacer…». Durante una reunión del Consejo del Estado para la Defensa se le quebró la voz y todos bajaron la mirada. Cuántas veces había dado órdenes sin sentido y había advertido que su absurdidad era evidente para todos. El 3 de julio había sorbido nerviosamente agua mineral mientras pronunciaba un discurso por la radio y las ondas habían transmitido su nerviosismo. A finales de julio Zhúkov le había llevado la contraria ásperamente y él, por un instante, se apocó y se limitó a decir: «Haga lo que crea mejor». A veces le entraban ganas de delegar en aquellos que había exterminado en 1937, en Ríkov, Kámenev, Bujarin: que dirijan ellos el ejército, el país.

A veces también le asaltaba un sentimiento extraño y espantoso: tenía la impresión de que los enemigos que debía derrotar en el campo de batalla no eran sólo los enemigos actuales. Detrás de los tanques de Hitler, entre el polvo y el humo, emergían todos aquellos que creía haber castigado, domado y aplacado para siempre. Salían de la tundra, despedazaban el hielo eterno que se había cerrado sobre ellos, cortaban las alambradas. Convoyes cargados de gente resucitada venían de Kolymá, de la región de Komi. Mujeres y niños campesinos se levantaban de la tierra con caras espantadas, tristes, demacradas, y andaban, andaban, buscándolo con ojos mansos y doloridos. Stalin sabía mejor que nadie que no sólo la historia juzga a los vencidos.

En ciertos momentos Beria le resultaba insoportable porque le parecía que comprendía sus pensamientos.

Todas aquellas impresiones desagradables, aquellas debilidades, no duraban demasiado, como máximo algunos días, afloraban sólo a ratos. Pero la sensación de abatimiento no le abandonaba, el ardor de estómago le angustiaba, le dolía la nuca y a veces padecía vértigos preocupantes.

Miró de nuevo el teléfono: era hora de que Yeremenko le anunciara la ofensiva de los tanques.

La hora de su poder había llegado. En aquellos minutos se decidía el destino del Estado fundado por Lenin; a la fuerza centralizada del Partido se le ofrecía la posibilidad de realizarse con la construcción de enormes fábricas, de centrales atómicas y estaciones termonucleares, de aviones a reacción y de turbohélice, de cohetes cósmicos e intercontinentales, de rascacielos, palacios de la ciencia, nuevos canales y mares, de carreteras y ciudades más allá del Círculo Polar. Estaba en juego el destino de países como Francia y Bélgica, ocupados por Hitler, de Italia, de los Estados escandinavos y de los Balcanes; se decidía la sentencia de muerte de Auschwitz y Buchenwald, así como la apertura de los novecientos campos de concentración y de trabajo creados por los nazis.

Se decidía la suerte de los prisioneros de guerra alemanes que serían deportados a Siberia. Se decidía la suerte de los prisioneros de guerra soviéticos en los campos de concentración alemanes, quienes gracias a la voluntad de Stalin compartirían, después de su liberación, el destino de los prisioneros alemanes.

Se decidía la suerte de los calmucos y de los tártaros de Crimea, de los chechenos y los balkares deportados por orden de Stalin a Siberia y Kazajstán, que habían perdido el derecho a recordar su historia, a enseñar a sus hijos en su lengua materna. Se decidía la suerte de Mijoels y su amigo, el actor Zuskin, de los escritores Berguelsón, Márkish, Féfer, Kvitko, Nusinov, cuyas ejecuciones debían preceder al funesto proceso de los médicos judíos con el profesor Vovsi a la cabeza. Se decidía la suene de los judíos salvados por el Ejército Rojo, contra los cuales, en el décimo aniversario de la victoria popular de Stalingrado, Stalin descargaría la espada del aniquilamiento que había arrancado de las manos de Hitler. Se decidía el destino de Polonia, Hungría, Checoslovaquia y Rumania. Se decidía el destino de los campesinos y obreros rusos, la libertad del pensamiento ruso, de la literatura y la ciencia rusas.

Stalin estaba emocionado. En aquella hora la futura potencia del Estado se fundía con su voluntad.

Su grandeza, su genialidad no existían por sí solas, independientemente de la grandeza del Estado y de las fuerzas armadas. Los libros que había escrito, sus trabajos científicos, su filosofía tendrían sentido, se convertirían en objeto de estudio y admiración por parte de millones de personas sólo si el Estado vencía.

Le pusieron en contacto con Yeremenko.

– Bueno, ¿cómo va por ahí? -preguntó Stalin sin saludarle siquiera-, ¿Han salido los tanques?

Yeremenko, al oír la voz rabiosa de Stalin, apagó precipitadamente el cigarrillo.

– No, camarada Stalin. Tolbujin está ultimando la preparación de la artillería. La infantería ha limpiado la primera línea. Los tanques todavía no han penetrado en la brecha.

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