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¿Ha habido casos en estos dos milenios en que la libertad y el humanitarismo se hayan servido del antisemitismo para alcanzar sus fines? Es probable pero no los conozco.

El antisemitismo del día a día es un antisemitismo que no hace correr la sangre. Sólo atestigua que en el mundo existen idiotas, envidiosos y fracasados.

En los países democráticos puede nacer un antisemitismo de tipo social. Se manifiesta en la prensa que representa a estos o aquellos grupos reaccionarios; en las acciones de grupos del mismo tipo, por ejemplo mediante el boicot de la mano de obra o de los productos judíos; en la religión y en la ideología de los reaccionarios.

En los países totalitarios, donde no existe la sociedad civil, el antisemitismo sólo puede ser estatal.

El antisemitismo estatal es el indicador de que el Estado intenta sacar provecho de los idiotas, los reaccionarios, los fracasados, de la ignorancia de los supersticiosos y la rabia de los hambrientos. La primera etapa es la discriminación: el Estado limita las áreas en las que los judíos pueden vivir, la elección de profesión, su acceso a posiciones importantes y el derecho a matricularse en las universidades y obtener títulos académicos, grados, etcétera.

La siguiente etapa es el exterminio. Cuando las fuerzas de la reacción entablan una guerra mortal contra las fuerzas de la libertad, el antisemitismo se convierte en una ideología de Partido y del Estado; eso es lo que ocurrió en el siglo XX con el fascismo.

33

Las unidades recién constituidas avanzaban hacia el frente de Stalingrado en secreto, durante la noche.

En el curso medio del Don, en la zona noroeste de Stalingrado, se estaban concentrando las fuerzas del nuevo frente. Los convoyes descargaban en plena estepa, en las vías férreas recién construidas.

A la primera luz del alba, los ríos de hierro que habían llenado la noche de ruido de repente se aquietaban, y en la estepa quedaba suspendida una ligera bruma polvorienta.

De día, los tubos de los cañones se cubrían con maleza seca y montones de paja, tanto que parecía que no hubiera en el mundo objetos más pacíficos que aquellas piezas de artillería fundidas en la estepa otoñal. Loa aviones, con las alas extendidas, como insectos muertos y secos, yacían en los aeródromos, cubiertos bajo redes de camuflaje.

Cada día los triángulos, los rombos, los círculos se hacían más y más densos, y más densa se volvía la red de cifras sobre aquel mapa que sólo conocían unos pocos hombres. Los ejércitos del recién formado frente suroeste, ahora frente de ataque, tomaban posiciones en la línea de partida y se disponían a avanzar.

Entretanto, en la orilla izquierda del Volga, bordeando el humo y el estruendo de Stalingrado, los cuerpos de tanques y las divisiones de artillería avanzaban a través de las estepas desiertas hacia las apacibles ensenadas. Las tropas que habían cruzado el Volga tomaban posiciones en la estepa calmuca, en el terreno salino situado entre los lagos.

Aquellas fuerzas se estaban concentrando en el flanco derecho de los alemanes. El alto mando soviético estaba preparando el cerco de las divisiones de Paulus.

Durante las noches oscuras, bajo las nubes y estrellas otoñales, buques de vapor, transbordadores y barcazas trasladaban a la orilla derecha, la calmuca, más al sur de Stalingrado, los tanques de Nóvikov.

Miles de hombres vieron los nombres de famosos generales rusos -Kutúzov, Suvórov, Aleksandr Nevskir- escritos con pintura blanca en las torres de los carros.

Millones de hombres vieron la artillería pesada, los morteros y las columnas de camiones Ford y Dodge, enviados por los aliados occidentales, avanzando en dirección a Stalingrado.

Y sin embargo, aunque este movimiento fuera evidente para millones de hombres, la concentración de enormes contingentes militares preparados para lanzar la ofensiva al noroeste y al sur de Stalingrado se hacía con el máximo secretismo.

¿Cómo era posible? Los alemanes también estaban al corriente de aquellas grandes maniobras. De hecho era imposible esconderlo, como es imposible que un hombre eluda el viento al atravesar la estepa.

Los alemanes sabían lo que estaba pasando, pero desconocían que el ataque era inminente. Cualquier teniente alemán, con solamente echar un vistazo al mapa donde estaban marcadas las posiciones aproximadas de las principales concentraciones de las fuerzas rusas, podría haber descifrado el secreto militar mejor guardado de la Unión Soviética, un secreto que sólo Stalin, Zhúkov y Vasilievski conocían.

No obstante, el cerco de las tropas alemanas en Stalingrado constituyó una sorpresa para los tenientes y los mariscales de campo alemanes.

¿Cómo era posible que aquello hubiera sucedido?

Stalingrado continuaba resistiendo. A pesar de los grandes contingentes desplegados, los ataques alemanes no conducían a la victoria decisiva. Algunos regimientos rusos sólo contaban con unas docenas de soldados. Fueron aquellos pocos hombres quienes, soportando todo el peso de la terrible batalla, indujeron los cálculos erróneos de los alemanes.

Los alemanes se negaban a creer que todos sus ataques serían rechazados por un puñado de hombres. Estaban convencidos de que las reservas soviéticas estaban destinadas a sostener y alimentar la defensa de Stalingrado. Los verdaderos estrategas de la ofensiva de Stalingrado fueron los soldados que repelieron los ataques de la división de Paulus a orillas del Volga.

Sin embargo, la implacable astucia de la historia se escondía todavía más profundamente; y en aquella profundidad, la libertad que hacía nacer la victoria, aun siendo el objetivo mismo de la guerra, se convertía con el roce de los dedos astutos de la historia en un medio de conducir la guerra.

34

Una vieja, cuya cara enfurruñada delataba su preocupación, se dirigió hacia su casa con una brazada de hierbas secas. Pasó por delante de un jeep cubierto de polvo y de un tanque del Estado Mayor protegido por una lona. Caminaba, huesuda y taciturna; se habría podido creer que no había nada más banal que aquella viejita que pasaba por delante de un tanque arrimado a su casa. Y sin embargo, no había nada más significativo en los acontecimientos del mundo que el vínculo que existía entre aquella vieja, su hija poco agraciada que había llevado a la vaca a cubierto para ordeñarla, su nieto de cabellos rubios que, metiéndose un dedo en la nariz, vigilaba los chorros que brotaban de las ubres de la vaca, y las tropas acantonadas en la estepa.

Todos aquellos hombres, los oficiales de los Estados Mayores de varios cuerpos y ejércitos, los generales que fumaban bajo los rústicos y ennegrecidos iconos religiosos de una isba, los cocineros de los generales que asaban la carne de carnero en los hornos, las telefonistas que se enrollaban los mechones de pelo con cartuchos o clavos, el chófer que se afeitaba una mejilla en el patio sobre una palangana de hojalata, mirándose en el espejo con el rabillo del ojo mientras con el otro controlaba el cielo (no fuera a ser que llegaran los alemanes): todo aquel mundo de acero, electricidad y gasolina, todo ese mundo de guerra, era parte integrante de la larga serie de pueblos, aldeas y granjas diseminadas por la estepa.

Existía un hilo invisible que unía a la vieja, los jóvenes de hoy en sus tanques y aquellos que en verano habían llegado a pie, extenuados, pidiéndole que les dejara pasar la noche en su casa y que luego, llenos de miedo, no habían logrado conciliar el sueño y salían constantemente para comprobar que todo estuviera tranquilo.

Existía un hilo invisible que unía a aquella vieja en su pueblo de la estepa calmuca con aquella que, en los Urales, había posado un ruidoso samovar de cobre en el Estado Mayor del cuerpo blindado de la reserva; con aquella otra que en junio, cerca de Vorónezh, había instalado a un coronel sobre la paja del suelo y se había santiguado al mirar a través de la pequeña ventana el resplandor rojo de los incendios; pero aquel vínculo era tan familiar que no lo habían notado ni la vieja que acarreaba su carga para encender la estufa, ni el coronel acostado en el suelo.

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