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La pareja de trabajo del alemán con el capote militar era un soldado menudo con una toalla delgada enrollada al cuello y los pies envueltos en bolsas sujetas con cable telefónico.

Las miradas de la gente silenciosa, congregada jumo a Ja entrada, eran tan hostiles que para los alemanes era un alivio descender a la oscuridad del sótano; no se apresuraban en salir, preferían las tinieblas y el hedor al aire libre y la luz del día.

Los alemanes se dirigían de nuevo al sótano con las camillas vacías cuando de pronto oyeron una avalancha de insultos rusos que les eran de sobra conocidos.

Los prisioneros prosiguieron su camino hacia el sótano, sin acelerar el paso, sintiendo con instinto animal que bastaría un gesto apresurado para que el gentío se abalanzara contra ellos.

El alemán con capote de oficial lanzó un grito, y el centinela dijo irritado:

– Eh, chaval, ¿por qué tiras piedras? ¿Serás tú el que saque los cadáveres del sótano si el fritz se va al suelo?

En el sótano los soldados cruzaban algunas palabras:

– De momento la han tomado con el oficial

– ¿Has visto cómo lo mira aquella mujer?

En la oscuridad una voz sugirió:

– Teniente, será mejor que se quede un rato en el sótano. Comienzan con usted y luego irán a por nosotros.

El oficial, con voz soñolienta, susurró;

– No, no, es inútil esconderse, es el día del Juicio Final -y, dirigiéndose a su pareja de trabajo, añadió-: Vamos, vamos.

Salieron del sótano, y esta vez el oficial y su compañero caminaron a un paso más ligero porque llevaban una carga menos pesada. En la camina yacía el cuerpo de una adolescente. El cuerpo muerto se había encogido, secado; sólo sus cabellos rubios enmarañados conservaban el encanto de la leche y el trigo, desparramados alrededor de una horrible cara renegrida, de pajarillo muerto. La muchedumbre lanzo un quejido.

La mujer rechoncha emitió un grito penetrante que rajó aire gélido como la hoja de un cuchillo.

– ¡Hija! ¡Hija mía! ¡Pedazo de mis entrañas! Ese grito, dirigido a un hijo que no era suyo, estremeció a la multitud. La mujer comenzó a poner orden en el cabello de la chica; daba la impresión de que se lo había ondulado hacía poco. Contemplaba aquella cara, con la boca torcida para siempre, aquellos terribles rasgos, y veía en ellos lo que sólo una madre puede ver, la adorable cara de un bebé que otrora le sonreía desde sus pañales.

La mujer se puso en pie. Caminaba hacia el alemán, y todos veían que no apartaba los ojos de él, pero que al mismo tiempo buscaba en el suelo un ladrillo que no estuviera atrapado en el hielo, un ladrillo que su mano enferma, estropeada por el duro trabajo, el hielo, el agua hirviendo y la lejía, pudiera levantar.

El centinela sintió que lo que estaba a punto de suceder era inevitable y supo que nada ni nadie podría detener a la mujer porque era más fuerte que él y su metralleta. Los alemanes no le quitaban los ojos de encima y también los niños, ávidos e impacientes, la miraban fijamente.

La mujer ya no veía nada, salvo la cara del alemán que se cubría la boca con el pañuelo. Sin entender lo que le estaba pasando, portadora de aquella fuerza que había sometido todo alrededor y sometiéndose ella misma a aquella fuerza, buscando a tientas en el bolsillo de su chaquetón un pedazo de pan que el día antes le había dado un soldado ruso, se lo tendió al alemán y dijo:

– Ten, come.

Más tarde no lograba comprender qué le había pasado, por qué lo había hecho. Su vida estaba repleta de momentos de humillación, de impotencia y cólera que la perturbaban y le impedían, por las noches, coger el sueño. Una vez tuvo un altercado con la vecina que la había acusado de robar una botella de aceite; luego el presidente del soviet de distrito la había echado de su despacho, negándose a escuchar sus quejas relativas al apartamento comunal; el do o y la humillación que soportó cuando su hijo, recién casado, había tratado de echarla de la habitación y cuando la nuera embarazada la llamó vieja fulana… Una noche, dando vueltas en la cama, llena de amargura, recordó aquella mañana de invierno junto a la entrada del sótano y pensó: «Era tonta y lo sigo siendo».

50

Al Estado Mayor del cuerpo de tanques de Nóvikov llegaban los informes inquietantes que enviaban los comandantes de brigada. Los exploradores habían descubierto nuevas unidades de tanques y artillería del enemigo que todavía no habían entrado en combate, y eso significaba que el enemigo estaba movilizando sus reservas.

Esas noticias alarmaron a Nóvikov; la vanguardia avanzaba dejando los flancos desprotegidos y, si el enemigo lograba controlar las pocas carreteras transitables durante el invierno, sus tanques se quedarían sin el apoyo de la infantería y sin combustible.

Nóvikov analizaba la situación con Guétmanov, considerando que era de extrema urgencia detener temporalmente el avance de los tanques para permitir que la retaguardia les alcanzara.

Guétmanov deseaba ardientemente que su unidad fuera la primera en penetrar en Ucrania. Al final decidieron que Nóvikov saliera a verificar la situación sobre el terreno mientras Guétmanov se ocupaba de hacer avanzar a la retaguardia.

Antes de partir con destino a las brigadas, Nóvikov telefoneó al segundo jefe del frente y le puso al corriente de la situación. Conocía de antemano cuál sería la respuesta.

El segundo jefe no asumiría ninguna responsabilidad: no detendría el avance ni ordenaría proseguirlo.

El segundo jefe afirmó que pediría urgentemente datos del enemigo en el servicio de inteligencia del frente y le prometió que informaría a Yeremenko sobre la conversación.

Después Nóvikov se puso en contacto con el comandante del cuerpo de fusileros, Mólokov. Éste era un hombre rudo, irascible, siempre receloso de que sus colegas transmitieran al comandante del frente información desfavorable sobre él. Nóvikov y él terminaron discutiendo e incluso se insultaron uno al otro, aunque a decir verdad los improperios no iban dirigidos a ellos personalmente, sino a la creciente brecha que se había abierto entre blindados e infantería.

Luego Nóvikov llamó a su vecino de la izquierda, el comandante de la división de artillería. Éste declaró que sin una orden del cuartel general no se movería ni un palmo. Nóvikov comprendía perfectamente su punto de vista: no quería ser relegado a un papel auxiliar proporcionando apoyo a los tanques; quería tener un papel principal.

Apenas había colgado el teléfono, recibió la visita del jefe del Estado Mayor.

Nóvikov nunca le había visto tan alterado e inquieto.

– Camarada coronel dijo-, he recibido una llamada del jefe del Estado Mayor del Ejército del Aire. Se disponen a transferir nuestro soporte aéreo al flanco izquierdo del frente.

– ¿Es que se han vuelto locos? -gritó Nóvikov.

– Es muy sencillo -observó Neudóbnov-, alguien no quiere que nosotros seamos los primeros en entrar en Ucrania. Son muchos los que aspiran a la Orden de Suvórov o de Bogdán Jmelnitski.

Sin cobertura aérea no nos queda otra opción que detenernos.

– Ahora mismo telefonearé al comandante -dijo Nóvikov.

Pero no logró contactar con Yeremenko, puesto que había salido para el ejército de Tolbujin. El segundo jefe, al que Nóvikov había vuelto a llamar, de nuevo prefirió no tomar ninguna decisión.

Se limitó a manifestar su asombro porque Nóvikov no hubiera partido todavía a inspeccionar las unidades.

Nóvikov replicó al segundo jefe:

– Camarada teniente general, ¿cómo es que, sin previo aviso, se ha decidido quitar toda cobertura aérea al cuerpo que más ha avanzado hacia el oeste?

– El alto mando está más capacitado para decidir cuál es la mejor manera de utilizar la aviación -respondió irritado el adjunto de Yeremenko-. Su cuerpo no es el único que participa en el ataque.

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