Los colegas de Yevguenia la felicitaban, diciéndole: «Por fin se han terminado tus sufrimientos».
Fue a la comisaría. La gente de la cola la saludó, algunos la reconocieron, e incluso le preguntaron: «¿Cómo va…?». Otras voces le propusieron: «No haga cola, pase directamente, su asunto es de un minuto, ¿para qué va a estar esperando dos horas?».
La mesa del despacho y la caja fuerte pintada burdamente de marrón a imitación de madera ya no le parecían tan lúgubres ni burocráticas.
Grishin miró fijamente cómo los dedos apresurados de Zhenia depositaban ante él el papel requerido y asintió imperceptiblemente, satisfecho:
– Bien, entonces deje el pasaporte y los certificados y dentro de tres días vuelva en horario de oficina; podrá retirar sus documentos en recepción.
Su tono de voz era el de costumbre, pero a Zhenia le pareció que sus ojos claros le sonreían amistosamente.
De regreso a casa pensaba que Grishin se había revelado un ser humano como cualquier otro: había sonreído al hacer una buena acción. Resultó que no era un desalmado y comenzó a sentirse incómoda por todo lo malo que había pensado sobre el jefe de la sección de pasaportes.
Tres días más tarde una mano grande femenina con las uñas pintadas de esmalte rojo oscuro le alargó a través de la ventanilla el pasaporte con los papeles cuidadosamente doblados en su interior. Zhenia leyó la resolución escrita con caligrafía bien legible: «Permiso de residencia denegado por no tener relación con la habitación que ocupa».
– Hijo de perra -profirió en voz alta Zhenia sin lograr contenerse-. Te has estado divirtiendo a mi costa, torturador despiadado.
Gritaba agitando en el aire su pasaporte sin sello, volviéndose a la gente de la cola en busca de apoyo, pero vio que le daban la espalda. Por un momento se inflamó en ella un espíritu de insurrección, desesperación y rabia. Así gritaban las mujeres que habían enloquecido de desesperación en las colas de 1937, en espera de tener noticias sobre familiares condenados sin derecho a correspondencia [29], en la sala en penumbra de la cárcel de Butirka, en Matrósskaya Tishiná, en Sokólniki.
Un miliciano apostado en el pasillo cogió a Zhenia por el codo y la empujó hacia la puerta.
– ¡Déjeme, no me toque! -gritó y se zafó de la mano del miliciano, apartándole de un empujón.
– Ciudadana -le dijo con voz ronca-. Basta ya, le van a caer diez años.
Le pareció atisbar en los ojos del miliciano una chispa de compasión, de piedad.
Se dirigió rápidamente a la salida. Por la calle los transeúntes que caminaban empujándola tenían todos sus papeles en regla, sus permisos de residencia, sus cartillas de racionamiento…
Por la noche soñó con un incendio: estaba inclinada sobre un hombre herido con la cara apoyada contra el suelo. Trataba de arrastrarlo y, aunque no podía verle la cara, comprendió que se trataba de
Krímov.
Se despertó extenuada, deprimida.
«Ojalá viniera pronto», pensaba mientras se vestía, y murmuraba:
– Ayúdame, ayúdame.
Y deseaba ardientemente, casi hasta el sufrimiento, ver no tanto a Krímov, al que había salvado por la noche, sino a Nóvikov, tal como lo había visto aquel verano en Stalingrado.
Aquella vida sin derechos, sin permiso de residencia, sin cartilla de racionamiento, con el miedo constante al portero, al administrador de la casa, a la anciana del apartamento, Glafira Dmítrievna, era opresiva, la torturaba de manera insoportable. Zhenia entraba con sigilo en la cocina, cuando todos dormían, y por la mañana se esforzaba en asearse antes de que los otros inquilinos se levantaran. Y cuando los vecinos le hablaban, ponía una voz repulsivamente afable, que no era la suya, como la de una cristiana baptista.
Aquel día Zhenia presentó la dimisión de su puesto de trabajo.
Había oído que, tras la denegación del permiso de residencia, se presentaría un comisario de la policía que le haría firmar un compromiso de salida de Kúibishev antes de tres días. En el texto se leían las siguientes palabras: «Las personas que infrinjan la regulación relativa al régimen de pasaportes están sujetas…». Zhenia no quería «estar sujeta a…». Se había hecho a la idea de que tenía que irse de Kúibishev. Enseguida se sintió más tranquila, y la imagen de Grishin, Glafira Dmítrievna, de sus ojos blandos como olivas podridas, dejó de atormentarla, asustarla. Había renunciado a la ilegalidad, se había sometido a la ley.
Mientras escribía su dimisión y se disponía a llevársela a Rizin, la llamaron por teléfono: era Limónov.
Le preguntó si estaba libre al día siguiente por la tarde porque había llegado de Tashkent una persona que contaba con gracia y donaire la vida de los habitantes de aquel lugar y que le traía saludos de Alekséi Tolstói. Zhenia sintió de nuevo el perfume de una vida diferente.
Y, aunque no tenía intención de hacerlo, Zhenia acabó contándole a Limónov todos sus intentos por conseguir el permiso de residencia.
Él la escuchó sin interrumpirla; luego dijo:
– Vaya historia, es bastante curiosa: le ponen el nombre del padre a una calle y a la hija le deniegan el permiso de residencia. Es verdaderamente interesante.
Se quedó un momento pensativo y después le propuso:
– Bueno, Yevguenia Nikoláyevna. No presente hoy la dimisión, esta tarde voy a una reunión donde estará presente el secretario del obkom y le contaré su caso.
Zhenia le dio las gracias, pero pensó que en cuanto colgara el teléfono se olvidaría de ella. Con todo, no entregó su dimisión a Rizin; sólo le pidió si podía conseguirle un billete de barco a Kazán a través del Estado Mayor.
– Eso es pan comido -le dijo Rizin y levantó las manos-. El problema está en los órganos de la milicia. Pero ¿qué le vamos a hacer? Kúibishev tiene un régimen especial, con instrucciones especiales.
Después le preguntó:
– ¿Está libre esta noche?
– No, estoy ocupada -respondió Yevguenia, enfadada.
Mientras volvía a casa pensó que pronto vería a su madre, a su hermana, a Víktor Pávlovich, a Nadia, y que en Kazán la vida sería más fácil que en Kúibishev. Se sorprendió de haberse sentido tan afligida, de haber pasado tanto miedo al entrar en la comisaría de policía. ¿Que le habían denegado el permiso? Qué más le daba… Y si Nóvikov le enviaba una carta, siempre podía pedirle a los vecinos que se la reenviaran a Kazán.
A la mañana siguiente, poco después de llegar al trabajo, recibió una llamada telefónica. Una voz amable le pidió que pasara por la oficina de pasaportes para recoger su permiso de residencia.
25
Yevguenia trabó amistad con uno de los inquilinos de su apartamento: Sharogorodski. Cuando éste se giraba bruscamente daba la impresión de que su gruesa cabeza gris alabastro iba a separársele del cuello delgado y caería al suelo con estruendo. Zhenia había notado que la tez pálida del anciano se tornasolaba de un suave azul celeste. La combinación de piel azulada y el frío azul cielo de los ojos la fascinaban. El anciano procedía de una familia de alta alcurnia y Zhenia se divertía pensando que si se le pintara un retrato a Sharogorodski debería ser en azul.
La vida de Vladimir Andréyevich Sharogorodski había sido peor antes de la guerra que en la actualidad. La Oficina de Información Soviética le encargaba notas sobre Dmitri Donskói, Suvórov, Ushakov, sobre las tradiciones de la oficialidad rusa, sobre poetas del siglo XIX: Tiútchev, Baratinski…
Vladimir Andréyevich le había contado a Zhenia que por línea materna descendía de una casa principesca de mayor antigüedad que los Romanov.
De joven había trabajado en un zemstvo [30] provincial y había predicado las ideas de Voltaire y Chaadáyev entre los hijos de los terratenientes, los maestros rurales y los curas jóvenes.