Se sentó en el coche con una extraña sensación de vacío y debilidad en las piernas y en las manos, sin un solo pensamiento, sin deseo, reuniendo en sí la saciedad y el vacío total… Le parecía que a su alrededor todo se había vuelto insípido y vacío: el cielo, la vegetación de las estepas, las dunas que el día antes le habían gustado tanto. No tenía ganas de hablar ni de bromear con el conductor, el pensamiento de los suyos, incluso de su madre, que Darenski quería y admiraba, le aburría y le dejaba indiferente…
Las reflexiones sobre la batalla en el desierto, en los confines de la tierra rusa, no le preocupaban, pero se sucedían con indolencia.
De vez en cuando Darenski escupía, movía la cabeza, y con una especie de inexpresivo asombro susurraba: «Pero qué mujer…».
En aquellos momentos se agolpaban en su cabeza pensamientos de arrepentimiento y la constatación de que aquel tipo de caprichos pasajeros no traían nada bueno, y se acordaba de haber leído alguna vez en un escrito de Kuprín, o en alguna novela extranjera, que el amor se parece al carbón: cuando está candente, quema; cuando está frío, ensucia.
Sentía incluso asomar las lágrimas a sus ojos, no es que tuviera deseos de llorar, sino de lloriquear, quejarse a alguien… No era una elección propia, era la voluntad del destino… Luego se durmió. Cuando se despertó, decidió al instante: «Si no me matan, a mi regreso tengo que ver sin falta a Állochka».
70
Tras volver del trabajo, el comandante Yershov se detuvo ante la litera de Mostovskói y le dijo:
– Un americano ha oído por la radio que nuestra resistencia en Stalingrado ha desbaratado la estrategia de los alemanes.
Después, arrugando la frente, añadió:
– Además hay una información de Moscú… algo sobre la liquidación del Komintern.
– ¿Está de broma? ¿Se ha vuelto loco? -preguntó Mostovskói escrutando los ojos inteligentes de Yershov, fríos como el agua turbia de primavera.
– Quizás el americano se haya confundido -respondió Yershov rascándose el pecho con las uñas-. Quizá sea al contrario, que estén ampliando el Komintern.
Durante su vida Mostovskói había conocido varias personas parecidas, personas que se habían convertido en la membrana sensible, los portavoces de ideales, pasiones y pensamientos de toda la sociedad. Parecía que ningún acontecimiento serio en Rusia pudiera pasarles inadvertido. En la comunidad del campo de concentración ese portavoz de pensamientos y aspiraciones era Yershov. Pero el rumor sobre la liquidación del Komintern no presentaba el menor interés para este «director de conciencias» del campo.
El comisario de brigada Ósipov, que había sido responsable de la educación política de una gran unidad militar, se mostró asimismo indiferente a esta noticia.
– ¿Sabe lo que me ha dicho el general Gudz? -dijo Ósipov dirigiéndose a Mostovskói-. Me ha dicho: «Es culpa de su educación internacionalista, camarada comisario, que hayamos conocido la desbandada. Deberíamos educar al pueblo en el espíritu del patriotismo, el espíritu de Rusia».
– ¿Se refiere a Dios, el zar y la patria? -se rió maliciosamente Mostovskói.
– Todo eso son estupideces -dijo Ósipov bostezando nerviosamente-. Aquí la ortodoxia no cuenta, el problema es que los alemanes nos están despellejando vivos, querido camarada Mostovskói.
Un soldado español al que los rusos llamaban Andriushka, que dormía en la tercera fila de literas, había escrito «Stalingrado» en una tablilla de madera: por la noche miraba esa inscripción y por la mañana le daba la vuelta para que el kapo no la viera durante la inspección.
El mayor Kiríllov dijo a Mostovskói:
– Cuando no me enviaban a trabajar solía pasarme días enteros tumbado en la litera. Ahora me lavo la camisa y mastico astillas de pino contra el escorbuto.
Los oficiales de las SS, apodados «los alegres muchachos» porque siempre iban a trabajar cantando, increpaban a los rusos con más crueldad que de costumbre.
Lazos invisibles unían a los habitantes de los barracones del campo de concentración con la ciudad del Volga. Pero nadie estaba interesado en el Komintern.
Fue entonces cuando por primera vez Mostovskói fue abordado por el emigrado Chernetsov.
Cubriéndose con la palma de la mano la cuenca vacía de su ojo, aludió a la radioemisión que había escuchado el americano.
Era tanta su necesidad de hablar del tema que Mostovskói se alegró de que se le presentara aquella ocasión.
– Las fuentes no son fiables -señaló Mostovskói-. Probablemente sólo se trate de un rumor.
Con un tic neurasténico Chernetsov enarcó las cejas en señal de perplejidad, lo cual resaltaba desagradablemente su cuenca vacía.
– ¿Por qué? -preguntó el menchevique tuerto-. ¿Por qué es poco fiable? Los señores bolcheviques han fundado la Tercera Internacional, los señores bolcheviques han fundado la teoría del así llamado socialismo en un solo país. La unión de esos dos términos es la quintaesencia de lo absurdo. Como hielo frito… Gueorgui Valentínovich Plejánov escribió en uno de sus últimos artículos: «El socialismo o existe como sistema mundial, internacional, o no existe en absoluto».
– ¿El así llamado socialismo? -preguntó Mostovskói.
– Sí, sí, el «así llamado». El socialismo soviético.
Chernetsov sonrió y vio que Mostovskói también sonreía. Sonreían porque reconocían su pasado en aquellas palabras rencorosas, en aquellas entonaciones burlonas y odiosas.
La cuchilla afilada de su enemistad juvenil refulgió de nuevo a través de las décadas, y aquel encuentro en un campo de concentración nazi les recordó no sólo su antiguo odio, sino los tiempos de su juventud.
El prisionero extraño y enemigo conocía y amaba lo que Mostovskói durante su juventud habíaconocido y amado. Era Chernetsov, y no Ósipov o Yershov, quien recordaba el Primer Congreso del Partido, los nombres de personas que sólo a ellos les interesaban. Hablaban emocionados sobre las relaciones entre Marx y Bakunin, de qué habían dicho Lenin y Plejánov sobre los moderados y los radicales del periódico Iskra. Con qué afecto Engels, viejo y ciego, daba la bienvenida a los jóvenes socialdemócratas rusos que acudían a visitarle. ¡Qué insoportable había sido Liúbochka Akselrod en Zúrich!
Compartiendo evidentemente los mismos sentimientos que Mostovskói, el tuerto menchevique sonrió mientras decía:
– Los escritores han descrito de manera conmovedora el encuentro entre amigos de juventud. Pero ¿qué hay del encuentro entre enemigos de juventud, de perros viejos, de pelo gris y extenuados como usted y yo?
Mostovskói vio una lágrima corriendo por la mejilla de Chernetsov. Los dos comprendían que la muerte en el campo pronto anularía, cubriría de tierra, todos los acontecimientos de una larga vida: su enemistad, sus convicciones y sus errores.
– Sí -confirmó Mostovskói-, los que luchan contigo en el curso de toda una vida, se convierten a la fuerza en parte de tu propia vida.
– Es extraño -admitió Chernetsov- encontrarse en este pozo de lodo. -Después añadió inesperadamente-: Trigo, cereales, lluvia con sol… ¡Qué maravillosas palabras!
– Este campo es un sitio horrible -dijo Mostovskói; luego rió-. Todo parece bueno en comparación con él, incluso el encuentro con un menchevique.
Chernetsov movió tristemente la cabeza:
– Sí, no debe de ser fácil para usted.
– El hitlerismo… -dijo Mostovskói-. ¡El hitlerismo! Nunca imaginé que pudiera existir semejante infierno.
– No sé de qué se asombra -declaró Chernetsov-. El terror no debería sorprenderle.
Era como si el viento hubiera barrido todo lo bueno y melancólico que había nacido entre los dos, y enseguida se enzarzaron en una discusión violenta y despiadada.
Las difamaciones de Chernetsov eran horribles porque no sólo se alimentaban de mentiras. Las atrocidades que se habían cometido durante la construcción del socialismo, los pequeños y aislados errores, Chernetsov los elevaba a reglas generales. Así el menchevique recriminó a Mostovskói: