Por supuesto le conviene pensar que los hechos de 1937 no fueron más que «excesos» y que los crímenes cometidos durante la colectivización se debieron al «vértigo del éxito», que vuestro gran y querido líder sólo peca de una leve crueldad y ambición. Pero en realidad es todo lo contrario: la monstruosa inhumanidad de Stalin ha hecho de él el continuador de Lenin. De hecho a ustedes les gusta escribir: Stalin es el Lenin de nuestros tiempos. Ustedes creen que la miseria de los pueblos y el hecho de que los obreros estén privados de derechos no son más que elementos transitorios, dificultades del crecimiento. Ustedes son los verdaderos kulaks, los verdaderos monopolistas: el trigo que compráis a un campesino a cinco kopeks el kilo y luego volvéis a venderle a un rublo el kilo es la base de todo el edificio soviético.
– ¡Incluso usted, un emigrado y un menchevique, admite que Stalin es el Lenin de nuestros tiempos! -exclamó Mostovskói-. Somos los herederos de todas las generaciones de revolucionarios rusos desde Pugachev a Razin. Los herederos de Pugachev, Razin, Dobroliúbov y Herzen no sois vosotros, renegados mencheviques que habéis huido al extranjero, sino Stalin.
– ¡Sí, los herederos! -dijo Chernetsov-. ¿Se da cuenta del significado de las elecciones para la Asamblea Constituyente? ¡Después de mil años de esclavitud! Durante todo un milenio Rusia ha sido libre poco más de seis meses. Su Lenin no heredó la libertad rusa: la mató. Cuando pienso en los procesos de 1937 me viene a la mente otro legado completamente diferente: ¿se acuerda usted del coronel Sudeikin, el jefe de la Tercera Sección, que junto con Degáyev quería atemorizar al zar montando falsos complots y, por este medio, usurpar el poder? ¿Y usted piensa que Stalin es el heredero de Herzen?
– ¿Es que estoy hablando con un idiota? -preguntó Mostovskói-. ¿Dice en serio lo de Sudeikin? ¿Y la revolución social más grande de todos los tiempos, la expropiación a los expropiadores, las fábricas sustraídas a los capitalistas y las tierras arrebatadas a los terratenientes? ¿Es que no se ha dado cuenta? ¿Es que es eso herencia de Sudeikin? ¿Y la alfabetización general? ¿Y la industria pesada? ¿Y la irrupción del cuarto estado, obreros y campesinos, en todos los campos de la actividad humana? ¿Dónde está aquí la herencia de Sudeikin? Qué lástima me da.
– Lo sé, lo sé -dijo Chernetsov-, no se pueden discutir los hechos. Se explican. Sus mariscales y escritores, sus doctores en ciencias, artistas y comisarios del pueblo no están al servicio del proletariado. Están al servicio del Estado. Por lo que respecta a los que trabajan en los campos o las fábricas, espero que no se atrevan ustedes a decir que son los amos. ¡Vaya amos están hechos!
Se inclinó de repente hacia Mostovskói y dijo:
– Permítame que le diga que al único que respeto de todos ustedes es a Stalin. Él es un albañil y ustedes, unos señoritos. Stalin entiende cuál es la verdadera base del socialismo en un solo país: el terror, los campos penitenciarios, los procesos de brujas medievales.
Mijaíl Sídorovich replicó a Chernetsov:
– Querido, todas esas calumnias no son nuevas. Pero debo decirle que usted lo dice de una manera especialmente repulsiva. Sólo un hombre que haya vivido en su casa desde niño y que luego lo hayan echado a la calle puede ser tan despreciable. ¿Se da cuenta de qué tipo de hombre es ése? ¡Un lacayo!
Miró fijamente a Chernetsov y dijo:
– No le ocultaré que más bien tenía ganas de recordar lo que nos unía en 1898 y no lo que nos separó en 1903 [66].
– ¿Conversar sobre la época en que todavía no se había echado al lacayo de su casa?
Llegados a ese punto, Mijaíl Sídorovich montó en cólera:
– Sí, sí, ¡así es! ¡Un lacayo al que se ha expulsado, que ha huido! ¡Con guantes de hilo! Nosotros no llevamos guantes, no tenemos nada que ocultar. ¡Nuestras manos están sucias de sangre, de barro! ¿Y entonces? Hemos llegado al movimiento obrero sin los guantes de Plejánov… ¿Qué os han dado vuestros guantes de lacayo? ¿Las monedas de plata de Judas que recibís por vuestros miserables artículos en Sotsialistícheski Véstnik? Aquí, en el campo de concentración, los ingleses, los franceses, los polacos, los noruegos, los holandeses creen en nosotros. ¡La salvación del mundo está en nuestras manos! en la fuerza del Ejército Rojo. ¡Es el ejército de la libertad!
– ¿Y es así como ha sido siempre? -le interrumpió Chernetsov-. ¿Y qué me dice del pacto con Hitler y la invasión de Polonia en 1939? ¿Y de cómo vuestros carros aplastaron a Lituania, Estonia, Letonia? ¿Y la invasión de Finlandia? Vuestro ejército y Stalin han robado a los pueblos pequeños lo que la Revolución les había dado. ¿Y la represión de las sublevaciones campesinas en Asia Central? ¿Y la represión de Kronstadt? ¿Todo eso en nombre de la libertad y la democracia?
Mostovskói levantó las manos a la altura de la cara de Chernetsov:
– Aquí están: ¡sin guantes de lacayo!
– ¿Recuerda a Strelnikov, el jefe de la policía política? También él trabajaba sin guantes.
Escribía falsas confesiones en nombre de los revolucionarios a los que mandaba golpear casi hasta la muerte. ¿De qué os ha servido 1937? ¿Os habéis estado preparando para luchar contra Hitler, tal vez? ¿Quién os lo ha enseñado, Marx o Strelnikov?
– No me sorprenden en absoluto sus palabras nauseabundas -dijo Mostovskói-. No esperaba menos de usted. Pero ¿sabe lo que me sorprende? ¿Por qué los nazis le han hecho prisionero en un campo? ¿Por qué? A nosotros nos odian a muerte. Eso está claro. Pero ¿por qué Hitler le ha metido a usted y a sus amigos en el campo?
Chernetsov sonrió, y su cara adoptó la expresión que tenía al principio de la conversación.
– Ya, como usted ve, aquí me tienen -respondió-. No me sueltan. Intervenga a mi favor, tal vez me liberen. Pero Mostovskói no estaba para bromas.
– Con el odio que usted nos tiene no debería estar preso en un campo de concentración nazi. Y no hablo sólo de usted, sino también de ese tipo -dijo señalando a Ikónnikov-Morzh, que se aproximaba.
La cara y las manos de lkónnikov estaban manchadas de barro. Éste alargó a Mijaíl Sídorovich algunas hojas de papel sucias escritas a mano y dijo:
– Léalas. Quizá mañana estemos muertos.
Mostovskói, escondiendo las hojas bajo el jergón, exclamó furioso:
– Las leeré, pero ¿qué es eso de que mañana estaremos muertos?
– ¿Sabe lo que he oído? Que las fosas que hemos cavado están destinadas a cámaras de gas. Hoy han comenzado a verter hormigón en los cimientos.
– Sí -dijo Chernetsov-. Ese rumor ya corría cuando estábamos instalando la vía férrea.
Miró a su alrededor, y Mostovskói pensó que Chernetsov estaba interesado en comprobar si los compañeros que llegaban del trabajo advertían que estaba hablando en tono desenfadado con un viejo bolchevique. Con toda probabilidad se sentía orgulloso de que le vieran así los italianos, los noruegos, los españoles, los ingleses, pero sobre todo, los prisioneros rusos.
– ¿Y tenemos que continuar trabajando? -preguntó Ikónnikov-Morzh-. ¿Participar en la preparación del horror?
Chernetsov se encogió de hombros.
– ¿Qué cree, que estamos en Inglaterra? Aunque ocho mil personas se negaran a trabajar, no cambiaría nada. Las matarían en menos de una hora.
– No, no puedo -dijo Ikónnikov-Morzh-. No iré, no iré.
– Si no quiere trabajar, acabarán con usted -afirmó Mostovskói.
– Así es -dijo Chernetsov-. Puede creer estas palabras, el camarada aquí presente sabe qué significa incitar a la huelga en un país donde no existe democracia.
La conversación con Mostovskói lo había apesadumbrado. Ahí, en el campo nazi, las palabras que había pronunciado infinidad de veces en su apartamento de París le sonaban falsas, absurdas. Escuchando las conversaciones entre los reclusos a menudo descubría la palabra «Stalingrado». A eso, tanto si le gustaba como si no, estaba ligado el destino del mundo.