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Sacó de la mesa la carta de su madre y la releyó.

«Vitia, estoy segura de que mi carta te llegará, a pesar de que estoy detrás de la línea del frente y detrás de las alambradas del gueto judío… ¿De dónde sacar fuerzas, hijo mío…?»

Y una vez más sintió una cuchilla fría golpearle en la garganta…

20

Liudmila Nikoláyevna sacó del buzón una carta que habían enviado del ejército.

Entró en la habitación a grandes pasos y, acercando el sobre a la luz, rompió el borde de papel burdo.

Por un instante le pareció que caerían del sobre fotografías de Tolia, de Tolia cuando era un bebé diminuto, cuando todavía no era capaz de sostener la cabeza, desnudo sobre una almohada con los pies levantados como un osito, los labios hacia fuera.

De manera incomprensible, sin lograr distinguir bien las palabras, pero absorbiendo, embebiéndose de aquella bella escritura de alguien alfabetizado, aunque con escasa instrucción, de aquellas frases escritas, ella lo comprendió: está vivo, vive.

Leyó que Tolia estaba gravemente herido en el pecho y en un costado, que había perdido mucha sangre y que estaba demasiado débil para escribir por sí mismo, hacía cuatro semanas que tenía fiebre… Pero lágrimas de felicidad le nublaron la vista, tan grande había sido la desesperación que había sentido un momento antes.

Salió a la escalera, leyó las primeras líneas de la carta y, tranquilizada, caminó hasta la leñera. Allí, en la fría penumbra, leyó la parte central y el final de la carta y pensó que era la despedida de Tolia antes de morir.

Liudmila Nikoláyevna se puso a llenar el saco de leña. Y aunque el médico que la trataba en el callejón Gagarinski de Moscú en la policlínica del TseKuBu [17] le había prescrito que no levantara más de tres kilos de peso, y a ser posible que realizara movimientos lentos y suaves, Liudmila Nikoláyevna, gruñendo como una campesina, se cargó a la espalda un saco lleno de troncos húmedos y enseguida subió al segundo piso. Bajó el saco al suelo y la vajilla tintineó sobre la mesa.

Liudmila se puso el abrigo, se ató el pañuelo en la cabeza y salió a la calle.

La gente con la que se cruzaba se volvía a mirarla. Atravesó la calle, el tranvía campaneó bruscamente y la conductora la amenazó con el puño.

Girando a la derecha y tomando el callejón se llegaba a la fábrica donde trabajaba mamá.

Si Tolia muere, su padre no se enterará. ¿A qué campo habrá ido a parar? Tal vez haya muerto hace mucho tiempo…

Liudmila Nikoláyevna se dirigió al instituto a buscar a Víktor Pávlovich. Al pasar por delante de la casita de los Sokolov, entró en el patio y llamó a la ventana, pero la cortina permaneció bajada: Maria Ivánovna no estaba en casa.

– Víktor Pávlovich acaba de irse al despacho -la informó alguien.

Le dio las gracias, aunque no sabía con quién había hablado, si un conocido o un desconocido, si un hombre o una mujer; y entró en la sala del laboratorio donde como siempre, por lo visto, había pocos que se ocuparan del trabajo. Por lo general, parecía que en el laboratorio los hombres charlaban o fumaban leyendo un libro, mientras las mujeres estaban siempre ocupadas en tricotar, sacarse el esmalte de las uñas o hirviendo té en matraces.

Observó los detalles, decenas de detalles, entre ellos el papel con el que un auxiliar de laboratorio se estaba enrollando un cigarrillo.

En el despacho de Víktor Pávlovich fue recibida con alboroto; Sokolov se acercó a ella con presteza, casi corriendo, y, agitando un gran sobre blanco, dijo:

– Nos dan esperanzas, hay un plan, una perspectiva de reevacuación a Moscú, con todos los bártulos, los aparatos, con las familias. No está mal, ¿no? A decir verdad todavía no se han fijado las fechas. Pero es así.

Su cara animada, sus ojos, le parecieron odiosos. ¿Acaso Maria Ivánovna habría corrido hasta su casa con la misma alegría? No, no. Maria lo habría intuido todo inmediatamente, se lo habría leído en la cara.

Si hubiera sabido que iba a ver tal cantidad de caras alegres, ella, por supuesto, no habría ido a buscar a Víktor. También Víktor estaría alegre, y su alegría aquella noche entraría en casa, también Nadia estaría contenta de irse de la odiada Kazán.

¿Acaso toda esta gente valía la sangre joven con la que se había comprado tanta alegría?

Con aire de reproche, Liudmila levantó la mirada hacia su marido. Y sus ojos sombríos escrutaron los ojos de él, ojos que entendían, llenos de angustia.

Cuando se quedaron a solas, él le confesó que en cuanto la había visto entrar había comprendido que había ocurrido una desgracia.

Leyó la carta y dijo repetidamente:

– Qué hacer, Dios mío, qué hacer…

Víktor Pávlovich se puso el abrigo y juntos se dirigieron a la salida.

– Hoy ya no volveré -anunció a Sokolov, que estaba junto al jefe del departamento de personal, un hombre de alta estatura, de cabeza redonda, vestido con una amplia americana moderna, pero estrecha para su ancha espalda.

Shtrum soltó por un segundo la mano de Liudmila y dijo a media voz a Dubenkov:

– Queríamos empezar a redactar las listas para Moscú, pero hoy no puedo, se lo explicaré más tarde.

– No hay de qué preocuparse, Víktor Pávlovich -respondió Dubenkov con voz de bajo-. De momento no hay prisa. Sólo son planes para el futuro. De todas formas puedo hacer el trabajo preparatorio solo.

Sokolov hizo un gesto con la mano, asintió con la cabeza, y Shtrum entendió que había comprendido la nueva desgracia que le había golpeado.

Un viento gélido corría por las calles levantando el polvo y ora parecía que lo envolvía con una cuerda, ora lo empujaba, tirándolo como grano negro inservible. En aquella helada, en el golpeteo huesudo de las ramas, en el azul helado de los carriles del tranvía, había una dureza implacable.

La mujer volvió hacia él la cara, una cara rejuvenecida por el sufrimiento, demacrada, helada, atenta, que casi parecía rogar a Víktor Pávlovich mientras lo miraba.

Una vez habían tenido una gata joven; en su primera gestación no había logrado parir a sus crías y, agonizante, se había arrastrado hasta Shtrum; chillaba mirándolo con sus ojos claros desorbitados. Pero ¿a quién preguntar, a quién rogar en aquel enorme cielo vacío, en aquella polvorienta tierra despiadada?

– Aquí está el hospital donde yo trabajaba -dijo ella.

– Liuda -le dijo de improviso-, entra ahí, probablemente podrán decirte cuál es el hospital de campaña desde el que ha sido enviada la carta. ¿Cómo no se me ha ocurrido antes?

Vio a Liudmila Nikoláyevna subir los peldaños y hablar con el portero.

Shtrum iba hasta la esquina, y luego volvía a la entrada del hospital. Los viandantes pasaban cerca con bolsas de red que contenían tarros de cristal donde flotaban, en un caldo gris, macarrones y patatas oscuras.

– Vida -lo llamó su mujer.

Por su voz comprendió que Liudmila se había rehecho.

– Bueno, ya está. Se encuentra en Sarátov. Resulta que el sustituto del médico principal estuvo allí hace poco. Me ha anotado la calle y el número del edificio.

De repente surgieron infinidad de cosas que hacer, de cuestiones por resolver: cuándo partía el barco, cómo obtener el billete, había que preparar el equipaje, reunir provisiones, pedir prestado dinero, conseguir un certificado para justificar que se trataba de un viaje de trabajo.

Liudmila Nikoláyevna partió sin equipaje, sin provisiones y casi sin dinero; subió a cubierta sin billete, en medio de los habituales apretones y el revuelo que se levanta durante un embarco.

Sólo se llevó consigo el recuerdo de las despedidas de su madre, su marido y Nadia en una oscura noche de otoño. Las olas negras rompían contra el casco del barco; el viento golpeaba bajo, aullaba, arrastraba gotas de agua del río.

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[17] Comisión central para el mejoramiento de la vida de los científicos.

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