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Pero con quien más irritado estaba era con los que no se habían dignado llamar. Durante todo el día estuvo esperando las llamadas de Gurévich, Márkov, Pímenov. Después se enfadó con los técnicos y los electricistas que trabajaban en la instalación de los nuevos aparatos.

«Hijos de perra -pensaba-. ¡Los obreros, esos sí que no tienen nada que temer!»

Le resultaba insoportable pensar en Sokolov. Piotr Lavréntievich había ordenado a Maria Ivánovna que no le llamara. Podía perdonar a todos, también a sus viejos conocidos e incluso a parientes y colegas. ¡Pero a un amigo! Pensar en Sokolov le suscitaba tanta rabia, una ofensa tan aguda, que incluso le costaba respirar. Y al mismo tiempo que pensaba en la traición del amigo, Shtrum,, sin darse cuenta, trataba de justificarlo.

Nervioso, escribió a Shishakov una carta absolutamente inútil donde le pedía que le comunicaran la decisión que había tomado la dirección del instituto, puesto que estaba enfermo y en los días sucesivos no iría a trabajar al laboratorio.

Al día siguiente no recibió ni una sola llamada.

«Bueno, es señal de que me arrestarán», pensaba Shtrum.

Y este pensamiento ya no le atormentaba; por el contrario, se alegraba. Del mismo modo se consuelan las personas enfermas» «Bien, enfermos o no, todos moriremos»,

Víktor Pávlovich dijo a Liudmila;

– La única persona que nos trae noticias es Zhenia. A decir verdad, las suyas son noticias de la sala de recepción del NKVD…

– Ahora estoy convencida -dijo Liudmila Nikoláyevna-de que Sokolov intervino en el Consejo Científico. Si no, no se explica el silencio de Maria Ivánovna. Le da vergüenza llamar después de eso. Aunque podría llamarla yo durante el día, mientras él está en el trabajo.

– ¡Bajo ningún concepto! -gritó Shtrum-. ¿Me oyes, Liuda?

– Pero ¿qué tengo que ver yo con tus relaciones con Sokolov? -objetó Liudmila Nikoláyevna-. Masha es mi amiga.

Evidentemente, no podía explicar a Liudmila por qué no podía llamar a Maria Ivánovna. Le avergonzaba la idea de que Liudmila, de modo involuntario, pudiera convertirse en enlace entre Maria Ivánovna y él.

– Liuda, ahora nuestra relación con la gente sólo puede ser unilateral. Si a un hombre le meten en la cárcel, su mujer sólo puede visitar a las personas que la llamen. No tiene derecho a decir por sí misma: tengo ganas de ir a veros. Sería una humillación para ella y para el marido. Hemos entrado en un nuevo periodo. Ahora no podemos escribir cartas a nadie, sólo responderlas. No podemos llamar a nadie por teléfono, sólo descolgar el auricular cuando nos llaman. No debemos ser los primeros en saludar a nuestros conocidos, porque tal vez ellos no deseen saludarnos. Y aunque me saluden, no tengo ya el derecho a hablar primero. Puede suceder que esa persona quiera saludarme con un movimiento de cabeza, pero no desee hablar conmigo. Si me dirige la palabra, entonces le responderé. Hemos entrado a formar parte de la gran casta de los intocables.

Hizo una pausa.

– Pero por suerte para los intocables hay excepciones a esta ley. Hay una o dos personas (no hablo de nuestros familiares, de tu madre, de Zhenia) que merecen la confianza enorme y sincera de los parias. A ellos se les puede telefonear y escribir sin esperar ninguna señal de autorización. Por ejemplo, Chepizhin…

– Tienes razón, Vitia, todo eso es cierto -dijo Liudmila Nikoláyevna, y sus palabras le sorprendieron. Hacía mucho tiempo que su mujer no le daba la razón en algo-. Pero yo también tengo una amiga: ¡María Ivánovna!

– ¡Liuda! -gritó-. ¡Liuda! ¿Sabes que María Ivánovna ha prometido a Sokolov que no volverá a vernos? Intenta llamarla. ¡Venga, llama, llama!

Descolgó el auricular y se lo tendió a Liudmila Nikoláyevna.

En aquel instante, en un rincón de su conciencia, esperaba que Liudmila llamara…, al menos ella oiría la voz de María Ivánovna.

– ¡Ah! ¿Así están las cosas? -observó Liudmila Nikoláyevna, y colgó el auricular.

– Pero ¿por qué no vuelve Zhenia? -preguntó Shtrum-. Estamos unidos por la desgracia. Nunca he sentido tanta ternura hacia ella como ahora.

Cuando llegó Nadia, Shtrum le dijo:

– Nadia, he hablado con tu madre, ella te lo explicará todo con detalle. Ahora que me he convertido en un espantajo no puedes ir a ver a los Postóyev, los Gurévich y los demás. Para toda esta gente, tú antes que nada eres mi hija.: ¡Mi hija! ¿Comprendes quién eres? ¡Un miembro de mi familia! Te lo pido encarecidamente…

Sabía de antemano lo que ella diría, cómo protestaría y se indignaría. Nadia levantó la mano para interrumpirle.

– Bah, eso ya lo comprendí cuando vi que no ibas al consejo de los impíos.

Fuera de sus casillas, miró a su hija. Después le dijo en tono irónico:

– Espero que esto no influya en tu teniente.

– Por supuesto que no influirá.

– ¿Cómo?

Ella se encogió de hombros.

– Nada. Ya veo que comprendes…

Shtrum miró a su mujer y a su hija, les tendió los brazos y se fue a su habitación.

En su gesto había tanta confusión, tanta culpa, debilidad agradecimiento, amor, que las dos permanecieron mucho rato una al lado de la otra sin articular palabra, sin atreverse a mirarse.

29

Por primera vez desde el inicio de la guerra, Darenski seguía la vía de la ofensiva: iba tras las unidades de tanques que huían hacia el oeste.

En la nieve, en el campo, a lo largo de las carreteras había varios tanques alemanes y camiones italianos de hocico romo inmovilizados; los cuerpos de los alemanes y de los rumanos yacían inertes.

La muerte y el frío habían conservado, para la posterior contemplación del cuadro, la derrota de las tropas enemigas. Caos, confusión, sufrimiento: todo había dejado su impronta, se había congelado en la nieve que preservaba, en una inmovilidad helada, la desesperación última, las convulsiones de las máquinas y los hombres que vagaban por las carreteras.

Incluso el fuego y el humo de los obuses, la llama negra de las hogueras imprimía en la nieve manchas rojizas oscuras, capas de hielo de un marrón amarillento.

Las tropas soviéticas marchaban hacia el oeste y columnas de prisioneros se dirigían hacia el este.

Los rumanos llevaban capotes verdes y gorros altos de piel de cordero. Parecía que sufrieran menos que los alemanes a causa del frío. Mirándoles, Darenski no tenía la impresión de que fueran los soldados de un ejército vencido: veía ante él a miles y miles de campesinos hambrientos y cansados, tocados con gorros teatrales. Se burlaban de los rumanos, pero no les miraban con odio, sino con un desprecio compasivo. Después Darenski notó que miraban con menos malicia todavía a los italianos.

Otro sentimiento les suscitaban los húngaros, los finlandeses y, en especial, los alemanes.

Era horrible ver pasar a los prisioneros alemanes. Marchaban con la cabeza y las espaldas envueltas en trozos de mantas. En los pies llevaban pedazos de tela de saco y trapos atados por debajo de las botas con alambres y cuerdas.

Muchos tenían las orejas, la nariz, las mejillas cubiertas de manchas negras de gangrena helada. El tintineo de las escudillas atadas a sus cinturones recordaba las cadenas de los presos.

Darenski contemplaba los cadáveres que exhibían con una falta de pudor involuntaria sus vientres hundidos y sus órganos sexuales, miraba las caras de los escoltas, enrojecidas por el viento gélido de la estepa.

Mientras observaba los tanques y los camiones alemanes retorcidos en medio de la estepa cubierta de nieve, los cadáveres congelados, los prisioneros que se arrastraban, bajo escolta, hacia el este, Darenski experimentó una extraña amalgama de sentimientos. Era la represalia.

Recordó los relatos acerca de los alemanes que se burlaban de la miseria de las isbas rusas, que miraban con un asombro lleno de repugnancia las rudimentarias cunas de los niños, las estufas, las ollas, las imágenes en las paredes, las tinas, los gallos de barro pintado: el mundo querido y maravilloso donde habían nacido y crecido los niños que huían de los tanques alemanes.

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