Semiónov ya conocía de vista a todos los vecinos y conocía también a la viejecita que le había negado la entrada en su casa el primer día. Sabía que por la noche las chicas iban al cine en la estación, que todos los sábados, también en la estación, tocaba una orquesta y había baile. Le interesaba mucho saber qué tipo de películas proyectaban los alemanes, pero a la tía Jristia sólo pasaba a verla gente mayor que nunca iba al cine. Y no tenía a nadie a quien preguntarle.
Una vecina llegó con una carta de su hija, que había sido reclutada para trabajar en Alemania. Semiónov no lograba comprender algunos pasajes de la carta y tuvieron que explicárselos. La muchacha escribía: «Han venido Grisha y Vania; han hecho añicos los cristales». Grisha y Vania prestaban servicio en la aviación. Significaba que en la ciudad alemana se había producido una incursión soviética.
En otro pasaje, escribía: «Llovió a cántaros, como en Bájmach». Y esto también significaba que había habido una incursión, porque al inicio de la guerra la estación de Bájmach había sido bombardeada.
Aquella misma noche se acercó a ver a Jristia un viejo alto y delgado. Miró fijamente a Semiónov y le preguntó en un ruso perfecto sin acento ucraniano:
– ¿De dónde eres, héroe?
– Soy un prisionero -respondió Semiónov.
– Todos somos prisioneros.
En tiempos del zar Nicolás II había prestado servicio en el ejército como artillero y recordaba con una precisión pasmosa las diversas órdenes de mando. Se puso a enumerarlas para Semiónov. Para dar las órdenes ponía una voz ronca, de ruso, y para anunciar su ejecución, una voz joven, vibrante, con acento ucraniano. Obviamente había memorizado la entonación de su superior y la que él tenía hacía muchos años.
Después despotricó contra los alemanes. Explicó a Semiónov que al principio la gente esperaba que los alemanes eliminaran los koljoses, pero éstos comprendieron que el sistema tenía sus ventajas. Habían formado grupos de cinco y diez personas que no se diferenciaban demasiado de las escuadras y las brigadas. La tía Jristia, con voz triste y lánguida, repitió:
– ¡Ay, los koljoses, los koljoses!
– ¿Qué hay de malo? -preguntó Semiónov-. Nosotros tenemos koljoses en todas partes.
– Tú calla -instó la vieja mujer-. ¿Recuerdas en qué condiciones saliste del convoy? En 1930 toda Ucrania era un convoy. Cuando se acabaron las ortigas, comimos tierra. Se llevaron el pan, hasta el último grano de maíz. Mi marido murió. ¡Qué sufrimiento! Yo me hinché; perdí la voz y no podía caminar.
Semiónov se quedó estupefacto al saber que la vieja Jristia había pasado hambre como él. Había creído que el hambre y la muerte nada podían hacer contra la dueña de la jara.
– ¿Erais kulaks? -le preguntó.
– Qué íbamos a ser kulaks. Todo el pueblo se moría, peor que en la guerra.
– ¿Eres del campo? -preguntó el viejo.
– No, moscovita -respondió Semiónov-. Como mi padre.
– Eso es -dijo el viejo en tono jactancioso-. Si hubieras estado aquí durante la colectivización habrías estirado la pata. ¿Sabes por qué estoy vivo? Porque conozco la naturaleza. ¿Piensas que hablo de bellotas, hojas de tilo y ortigas? No, eso se acabó enseguida. Conozco cincuenta y seis plantas comestibles. Así es como sobreviví. La primavera acababa de comenzar, no había ni una hoja en los árboles y yo ya estaba desenterrando raíces. Yo, hermano, lo sé todo sobre las raíces, las cortezas y las flores, y conozco todas las hierbas. Las vacas, las ovejas o los caballos se morirán de hambre, pero yo no, yo soy más herbívoro que ellos.
– ¿De Moscú? -volvió a preguntar Jristia muy despacio-. No sabía que eras de Moscú.
El vecino se fue, Semiónov se echó a dormir, y entretanto Jristia, sentada con la cara entre las manos, miraba el cielo negro de la noche.
Aquel año de hacía tanto tiempo la cosecha había sido buena. El trigo se alzaba como una pared compacta, alta; las espigas llegaban al hombro de su Vasili, mientras que ella podría haberse escondido por completo entre ellas.
Sobre el pueblo flotaba un gemido suave y lánguido; los niños, verdaderos esqueletos vivientes, se arrastraban por la tierra y emitían un quejido apenas perceptible; los hombres, con los pies hinchados, vagaban por los patios, exhaustos por el hambre, sin apenas fuerzas para respirar. Las mujeres buscaban algo para comer, pero todo se había acabado: ortigas, bellotas, hojas de tilo, pieles de oveja sin curtir, huesos viejos, pezuñas, cuernos… Y los individuos llegados de la ciudad iban de casa en casa, sorteando a muertos y moribundos, buscando en los sótanos; cavaban agujeros en los graneros; aguijoneaban el suelo con varillas de hierro buscando el grano que habían ocultado los kulaks.
Un día bochornoso de verano, Vasili Chuniak se apagó, dejó de respirar. En ese momento volvieron a entrar en la jata los jóvenes que venían de la ciudad, y uno de ojos azules y un acento parecido al de Semiónov se acercó al cuerpo sin vida y dijo:
– Son testarudos estos kulaks. Prefieren morir antes que rendirse.
Jristia suspiró, se persignó y comenzó a prepararse la cama.
52
Víktor estaba convencido de que su trabajo sólo sería apreciado por un reducido círculo de físicos teóricos, pero los hechos desmintieron sus previsiones. En los últimos tiempos había recibido llamadas telefónicas no sólo de sus colegas físicos, sino también de matemáticos y químicos. Algunos incluso le habían pedido que aclarara algún paso de sus complejas deducciones matemáticas.
En el instituto se habían presentado algunos delegados de la universidad con la petición de que diera una conferencia a los estudiantes de matemáticas y física de los cursos superiores. La Academia ya había requerido su presencia en dos ocasiones. Márkov y Savostiánov le habían contado que su trabajo se discutía en muchos laboratorios del instituto.
En la tienda especial, Liudmila Nikoláyevna había oído a ¡a mujer de un colega preguntar a otra: «¿Detrás de quién va en la cola?». Y cuando ésta respondió: «Detrás de la mujer de Shtrum», la otra comentó curiosa: «¿El famoso Shtrum?». Víktor Pávlovich trataba de disimular hasta qué punto le satisfacía aquella fama repentina, pero no era indiferente a la gloria. El Consejo Científico del instituto lo nominó para el premio Stalin. Shtrum no asistió a la sesión pero aquella noche no apartó los ojos del teléfono en espera de la llamada de Sokolov. Sin embargo, el primero en telefonearle después de la reunión fue Savostiánov.
Por lo general irónico, incluso cínico, Savostiánov le habló en un tono totalmente diferente:
– ¡Es un triunfo, un verdadero triunfo! -repetía.
Le resumió la intervención del académico Prásolov. El viejo había afirmado que, desde los tiempos de su difunto amigo Lébedev, que había estudiado la presión de la luz, las paredes del instituto no habían sido testigos de un trabajo tan relevante.
El profesor Svechín había expuesto el sistema matemático desarrollado por Shtrum, demostrando que el mismo método ofrecía elementos innovadores. Además había proclamado que sólo el pueblo soviético era capaz, en tiempo de guerra, de consagrar con tanta abnegación las propias fuerzas al servicio del pueblo.
Muchos otros tomaron la palabra, entre ellos Márkov, pero el discurso más brillante y eficaz lo había pronunciado Gurévich.
– Ha estado soberbio -dijo Savostiánov-. Ha sabido encontrar las palabras necesarias, se ha expresado sin reservas. Ha dicho que tu trabajo es una obra clásica; la ha situado al mismo nivel que los estudios de los fundadores de la física atómica, Planck, Bohr y Fermi.
«Caramba», pensó Shtrum.
Poco después le llamó Sokolov.
– Hoy es imposible comunicar con usted. Llevo veinte minutos llamándole y siempre está ocupado -dijo.
Piotr Lavréntievich también estaba excitado y contento.