– He olvidado preguntar a Savostiánov sobre la votación -dijo Víktor.
Sokolov contestó que el profesor Gavronov, un especialista en historia de la física, había votado contra él. Según éste, la obra de Shtrum carecía de verdaderos fundamentos científicos, dejaba entrever influencias de la concepción idealista de los físicos occidentales y, desde el punto de vista práctico, no ofrecía ninguna perspectiva.
– Es incluso mejor que Gavronov se haya opuesto -comentó Víktor.
– Sí, tal vez -coincidió Sokolov.
Gavronov era un hombre extraño. Se le apodaba en broma «La hermandad eslava» porque se empecinaba en demostrar con obstinación fanática que todos los grandes logros en el campo de la física estaban relacionados con descubrimientos de científicos rusos, anteponiendo nombres prácticamente desconocidos como Petrov, Úmov y Yákovlev a los de Faraday, Maxwell y Einstein.
– ¿Ve, Víktor Pávlovich? -bromeó Sokolov-. Moscú ha reconocido la importancia de su trabajo. Pronto lo celebraremos en su casa.
María Ivánovna cogió el auricular y dijo:
– Felicidades; salude a Liudmila Nikoláyevna de mi parte, me siento tan feliz por los dos…
– No es nada -dijo Víktor-. Vanidad de vanidades.
Pero aquella vanidad de vanidades le alegraba y le emocionaba.
Por la noche, cuando Liudmila Nikoláyevna ya se estaba quedando dormida, llamó Márkov.
Este, que siempre estaba al corriente de los pormenores del mundo oficial, le dio una versión diferente a la de Savostiánov y Sokolov sobre la sesión del Consejo Científico. Después de la intervención de Gurévich, Kovchenko había afirmado entre las risas generales: «En el Instituto de Matemáticas tocan las campanas para celebrar el trabajo de Víktor Pávlovich. Todavía no ha empezado la procesión, pero ya se han alzado los gonfalones».
El suspicaz Márkov había detectado cierta hostilidad en la broma de Kovchenko. Las últimas observaciones concernían a Shishakov. Alekséi Alekséyevich no había expresado su opinión sobre la obra de Shtrum. Mientras escuchaba a los oradores se limitaba a asentir, pero no estaba claro si era en señal de aprobación o como para decir: «Vaya, así que ahora es tu turno, ¿en?».
Ciertamente, Shishakov parecía más partidario de que el premio recayera en el joven profesor Molokanov, que había consagrado su investigación al análisis radiográfico del acero. Su estudio tenía una aplicación práctica inmediata en las pocas fábricas que producían metal de alta calidad.
Después Márkov le contó que, al término de la reunión, Shishakov se había acercado a Gavronov y había hablado con él.
– Viacheslav Ivánovich -dijo Shtrum-, usted debería trabajar en el cuerpo diplomático.
Márkov, que no tenía sentido del humor, le respondió:
– No, yo soy físico experimental.
Shtrum entró en la habitación de Liudmila y anunció:
– Me han propuesto para el premio Stalin. Se dicen muchas cosas agradables de mí.
Le explicó las intervenciones de los participantes en la sesión.
– Por supuesto todos estos reconocimientos oficiales son una memez. Pero ya sabes, mi eterno complejo de inferioridad me da náuseas. Entro en la sala de conferencias y, aunque queden asientos libres en la primera fila, no me decido a sentarme allí. En lugar de eso me escondo en alguna esquina apartada. En cambio Shishakov y Postóyev se dirigen a la mesa de la presidencia sin titubear. ¿Comprendes?, me importa un bledo ese sillón, pero me gustaría poder sentir que me lo merezco.
– Qué contento estaría Tolia -observó Liudmila Nikoláyevna.
– Y yo nunca podré contárselo a mi madre -dijo Víktor.
– Vitia, ya es medianoche y Nadia todavía no ha vuelto a casa. Ayer llegó a las once -dijo la mujer.
– ¿Cómo?
– Ella dice que va a casa de una amiga, pero no estoy tranquila. Dice que el padre de Maika tiene un salvoconducto para circular en coche por la noche y que la acompaña hasta la esquina de casa.
– Entonces, ¿de qué te preocupas? -preguntó Víktor pávlovich, y pensó: «Dios mío, estamos hablando de un verdadero éxito, el premio Stalin, ¿a qué viene interrumpir la conversación con problemas domésticos?».
Guardó silencio y emitió un leve suspiro.
Dos días después de la reunión del Consejo Científico, Shtrum telefoneó a casa de Shishakov. Quería preguntarle si podían contratar al joven físico Landesman. La dirección y el departamento de personal le seguían dando largas Además quería pedirle que se agilizara el regreso de Anna Naumovna Weisspapier desde Kazán. Ahora que el instituto estaba contratando a gente nueva, era ridículo dejar a personal cualificado en Kazán.
Hacia mucho tiempo que quería hablar de este tema con Shishakov, pero creía que Alekséi Alekséyevich no tenía buena predisposición hacia él y que le respondería: «Diríjase a mi adjunto». Por eso había estado aplazando la conversación.
Pero ahora se encontraba en la cresta de la ola del éxito. Diez días antes no se habría atrevido a solicitar una entrevista a Shishakov en las horas de visita, pero hoy le parecía natural y sencillo llamarle a su casa.
Una voz de mujer preguntó:
– ¿De parte de quién?
Shtrum respondió. Le satisfizo oír su propia voz, el tono tranquilo y distendido con el que se había presentado.
La mujer se demoró unos segundos en responder y luego dijo amablemente:
– Un momento.
Y unos instantes después respondió con la misma amabilidad:
– Por favor, tenga la bondad de llamar mañana a las diez al instituto.
– Gracias, perdone las molestias.
Sintió que por todo su cuerpo, por toda su piel, se extendía una vergüenza espantosa.
Humillado, aventuraba tristemente que aquel sentimiento no le abandonaría ni siquiera en sueños y que al despertar se preguntaría: «¿Por qué siento esta náusea?», y acto seguido se acordaría:
«¡Ah, sí!, aquella maldita llamada telefónica».
Volvió a la habitación de Liudmila y le contó su intento fallido de hablar con Shishakov.
– Sí, sí, has apostado por el caballo perdedor, como decía tu madre de mí.
Víktor empezó a maldecir a la mujer que se había puesto al aparato.
– ¡Al diablo con esa pelandusca! No soporto eso de preguntar quién llama para responder luego que el señor está ocupado.
Por lo general Liudmila Nikoláyevna compartía la indignación que él sentía en tales casos; por eso habla ido a explicárselo.
– ¿Te acuerdas? -dijo Shtrum-, yo creía que Shishakov se mostraba tan distante porque no podía sacar ningún provecho de mi trabajo. Ahora se ha dado cuenta de que hay una manera: desacreditándome. Sabe que Sadko no me ama [106].
– ¡Señor, que suspicaz eres! -exclamo Liudmila Nikoláyevna-. ¿Que hora es?
– Las nueve y cuarto.
– Ya ves, y Nadia aun no ha llegado.
– Señor -replico Shtrum-. ¡Que suspicaz eres!
– A propósito -repuso Liudmila Nikoláyevna-, hoy en la tienda especial he oído decir que habían propuesto a Svechín para el premio.
– ¡Esta sí que es buena! ¡Y él no me ha dicho nada! ¿Y por qué méritos?
– Por su teoría de la difusión, creo.
– No lo entiendo. Esa teoría fue publicada antes de la guerra.
– ¿Y qué? El pasado también cuenta. Le darán el premio a él y no a ti. Ya lo verás. Haces todo lo posible por que sea así.
– Eres estúpida, Liudmila. Es Sadko quien no me ve con buenos ojos.
– Te falta tu madre. Ella siempre te bailaba el agua en todo.
– No me explico tu rabia. Si al menos en aquellos días hubieras mostrado por mi madre una pizca del afecto que yo siempre he mostrado por Aleksandra Vladímirovna…
– Anna Semiónovna nunca quiso a Tolia -sentenció Liudmila Nikoláyevna.
– Mentira, mentira -la defendió Shtrum.
Y su mujer le pareció extraña. Le asustaba su injusta tozudez.