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– Bien dicho -corroboró Morózov, que no había oído el último comentario-. Intenta tener piedad con individuos como éstos a tu alrededor. A ellos no les importan sus hombres y en eso reside toda su fuerza.

Nóvikov estaba plenamente de acuerdo con lo que decía Morózov. Durante su vida militar había visto muchos incidentes de ese tipo.

Sin embargo, de repente dijo:

– ¡Tener piedad de los hombres! ¿Cómo cree que puede tener piedad de sus hombres? Si eso es lo que quiere, es mejor que no haga la guerra.

Los jóvenes reclutas que había visto aquel día le habían contrariado profundamente y deseaba hablar de ellos. Pero en lugar de expresar lo que había de bueno en su corazón, Nóvikov repitió con una rabia y una grosería repentinas, que a él mismo le resultaron incomprensibles:

– ¿Cómo va a tener piedad de sus hombres? En la guerra uno no se preocupa de si mismo ni de los demás. Lo que a mí me perturba es que nos envían a novatos que apenas han salido del cascarón, y hay que depositar en sus manos un material precioso. Habría que preguntarse si es de los hombres por los que hay que velar.

Neudóbnov deslizaba la mirada de un interlocutor a otro. Había mandado a la muerte a no pocos hombres de valor, similares a los que estaban sentados a la mesa. A Nóvikov se le pasó por la cabeza que tal vez la desgracia que aguardaba a aquel hombre en el frente no era menor de la que esperaba en primera línea a Morózov, a él misino, a Nóvikov, a Maguid, a Lopatin y a aquellos chicos procedentes del campo que había visto descansando en la calle.

Neudóbnov dijo en tono edificante:

– Eso no es lo que dice el camarada Stalin. El camarada Stalin dice que no hay nada más valioso que los hombres, nuestras tropas. Nuestro capital más valioso son los hombres y hay que cuidarlos como los ojos de la cara.

Nóvikov se dio cuenta de que el resto de los invitados acogía con simpatía las palabras de Neudóbnov y pensó: «¡Qué extraño! Ahora todos me considerarán un bruto y a Neudóbnov un hombre que cuida a sus hombres. Es una lástima que Guétmanov no esté aquí: él es todavía más santo».

Interrumpió a Neudóbnov en un tono extremadamente colérico y violento:

– No nos faltan hombres, tenemos más que suficientes. Lo que no tenemos es material. Cualquier idiota puede traer al mundo a un hombre. Otra cosa es fabricar un tanque o un avión. Si te apiadas de los hombres, no asumas la responsabilidad de mando.

36

El general Yeremenko, comandante en jefe del frente de Stalingrado, había emplazado a Nóvikov, Guétmanov y Neudóbnov.

El día antes Yeremenko había inspeccionado las brigadas, pero no había pasado por el Estado Mayor.

Los tres comandantes convocados estaban sentados y miraban con el rabillo del ojo a Yeremenko mientras se hacían cabalas sobre cuál era el motivo de aquella reunión. -Yeremenko captó la mirada de Guétmanov hacia el catre con la almohada arrugada.

– Me duele mucho la pierna -dijo, y soltó una imprecación, contra el objeto de su dolor.

Todos le miraron fijamente sin decir nada.

– En general, vuestro cuerpo parece bien preparado. Por lo visto habéis aprovechado bien el tiempo.

Mientras pronunciaba estas palabras miró de reojo a Nóvikov, que contrariamente a sus expectativas no irradiaba alegría al oír la aprobación del general.

Yeremenko manifestó cierta sorpresa de que el comandante del cuerpo blindado mostrara una actitud indiferente ante los elogios de un comandante que tenía fama de ser parco en alabanzas.

– Camarada general -dijo Nóvikov-, le he hecho ya un informe sobre las unidades de nuestra aviación de asalto que han bombardeado durante dos días la 137ª Brigada de Tanques concentrada en el sector de los profundos cauces fluviales secos de la estepa, y que formaba parte de la reserva del cuerpo.

Yeremenko, entrecerrando los ojos, se preguntó si Nóvikov quería cubrirse las espaldas, o desacreditar al jefe de la aviación.

Nóvikov frunció el ceño y añadió:

– Por suerte no han alcanzado sus objetivos. Todavía no han aprendido a bombardear.

– No importa -dijo Yeremenko-. Los necesitará más adelante; sabrán reparar su falta.

Guétmanov intervino en el diálogo:

– Por supuesto, camarada general. No tenemos intención, de disputar con la aviación de Stalin.

– Claro, claro, camarada Guétmanov -asintió Yeremenko, y le preguntó-: Bueno, ¿ha visto a Jruschov?

– Nikita Serguéyevich me ha ordenado que le visite mañana.

– ¿Lo conoció en Kiev?

– Sí. Trabajé con él casi dos años.

– Dime, camarada general -preguntó de repente Yeremenko volviéndose a Neudóbnov-, ¿no te vi una vez en casa de Titsián Petróvich?

– Así es -dijo Neudóbnov-. Titsián Petróvich le había invitado a usted junto al mariscal Vóronov.

– Sí, lo recuerdo.

– Yo, camarada general, estuve destinado por un tiempo en el Comisariado del Pueblo a petición de Titsián Petróvich. Por eso estaba en su casa.

– Ya decía que tu cara me resultaba familiar -dijo Yeremenko, y deseando dar muestras de su simpatía a Neudóbnov, añadió-: ¿No te aburres en la estepa, camarada general? Espero que estés bien instalado.

Sin esperar respuesta. Yeremenko inclinó la cabeza en señal de satisfacción.

Cuando los tres hombres abandonaban la habitación Yeremenko llamó a Nóvikov.

– Coronel, venga aquí un momento.

Nóvikov que estaba ya en la puerta, volvió al interior y Yeremenko, poniéndose en pie, levantó de detrás de la mesa su cuerpo robusto de campesino y dijo con voz áspera:

– Ahí los tienes. Uno ha trabajado con Jruschov, el otro con Titsián Pctróvich, y tú, hijo de perra, no olvides que serás tú el que guiará el cuerpo de tanques hacia la brecha abierta.

37

Una fría y oscura mañana Krímov fue dado de alta del hospital. Sin pasar por su alojamiento, se dirigió a ver al jefe del servicio político del frente, el general Toschéyev, para informarle de su viaje a Stalingrado.

Krímov tuvo suerte. Toschéyev se encontraba desde la mañana en su despacho, una casa revestida de tablas grises, y recibió a Nikolái Grigórievich sin dilación.

El jefe del servicio político, cuyo aspecto exterior se correspondía con su apellido [93], no dejaba de mirar de reojo su uniforme nuevo, que se había enfundado tras su reciente promoción a general, y de estirar hacia arriba la nariz, incómodo por el olor a fenol que desprendía su visitante.

– En cuanto a la casa 6/1, no pude concluir la misión a causa de la herida -dijo Krímov-. Ahora puedo volver allí.

Toschéyev miró a Krímov con aire irritado y descontento.

– No hace falta, hágame un informe detallado.

No formuló ni una pregunta y no criticó ni aprobó el informe de Krímov.

Como siempre el uniforme de general y las condecoraciones desentonaban con el telón de fondo de aquella humilde isba campesina. Pero aquello no era lo único que desentonaba. Nikolái Grigórievich no lograba comprender por qué su superior parecía tan abatido e insatisfecho.

Se acercó a la sección administrativa del servicio político para recoger los talones de comida, registrar su cartilla de raciones y despachar diversas formalidades relacionadas con su regreso a la misión y los días pasados en el hospital.

Mientras esperaba a que prepararan los documentos, sentado sobre un taburete, observaba las caras de los empleados y las empleadas de la oficina. Nadie parecía interesarse por él. Su visita a Stalingrado, su herida, todo lo que había visto y soportado no tenía sentido, no significaba nada. El personal de la sección estaba atareado con sus asuntos. Las máquinas de escribir crepitaban, los papeles susurraban, los ojos de los colaboradores se deslizaban hacia Krímov para sumergirse de nuevo en los expedientes abiertos y las hojas esparcidas por las mesas.

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[93] Juego de palabras con el adjetivo toschi, que significa “flaco, demacrado”.

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