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Trabajó como agente en una empresa de provincias. Con la familia, y en las relaciones sociales se comportaba con moderada brutalidad y cautela. En todas las calles de la vida se cruzaba con una muchedumbre ruidosa, gesticulante, hostil. Adondequiera que fuera se veía rechazado por personas enérgicas y perspicaces, de ojos brillantes y oscuros, hábiles y experimentadas, que le dirigían miradas condescendientes…

En Berlín, después de terminar sus estudios en el instituto, no logró encontrar trabajo. Los directores de oficina y los propietarios de las empresas de la capital le decían que, por desgracia, no había puestos vacantes, pero Eichmann no tardaba en enterarse por otras vías de que el puesto al que aspiraba se lo habían dado a cualquier depravado de nacionalidad indefinida, polaca o italiana. Intentó matricularse en la universidad, pero la injusticia allí reinante se lo impidió. Se percató de que los examinadores perdían el interés en el momento en que posaban la mirada en su cara redonda de ojos claros, sus rubios cabellos de erizo, su nariz corta y recta. Le parecía, en cambio, que sentían predilección por aquellos de cara alargada, ojos oscuros, espalda curvada y estrecha; en definitiva, por los degenerados. No era el único, sin embargo, al que habían enviado de vuelta a la provincia. Era el destino de muchos. La raza de hombres que reinaba en Berlín procedía de todos los extractos sociales, pero sobre todo proliferaba en la clase intelectual, cosmopolita, despojada de rasgos nacionales e incapaz de distinguir entre un alemán y un italiano, un alemán o un polaco.

Se trataba de una raza particular, extraña, que aplastaba con indiferencia burlona a todos aquellos que intentaban rivalizar con ella en el plano cultural e intelectual. Era tremenda la sensación de potencia intelectual viva, superior, no agresiva que ésta irradiaba; aquella potencia se manifestaba en sus gustos exóticos de esa gente, en su modo de vida donde la observancia de la moda se mezclaba con la negligencia e indiferencia hacia ella, en su amor hacia los animales asociado a un estilo de vida completamente urbano, en el talento para la especulación abstracta unido a la pasión por todo lo burdo en la vida y el arte…Estas mismas personas eran las responsables de los avances que se producían en Alemania en el ámbito de la química de los colorantes, la síntesis del nitrógeno, la investigación de los rayos gamma, la producción de acero de alta calidad. Sólo para verlos a ellos llegaban a Alemania desde el extranjero científicos, pintores, filósofos e ingenieros. Pero precisamente aquella gente era la que menos se parecía a los alemanes; habían viajado por todo el mundo, sus amistades no eran alemanas, sus orígenes alemanes eran inciertos.

¿Qué oportunidad se le presentaba en tales condiciones al empleado de una empresa de provincias que intentaba labrarse una vida mejor? Se podía considerar afortunado por no pasar hambre.

Y helo aquí ahora, saliendo de su despacho después de haber guardado en la caja fuerte los documentos cuyo contenido sólo conocen tres personas en el mundo: Hirler, Himmler y Kaltenbrunner. Un gran coche negro le aguarda en la puerta. Los centinelas le saludan, el ayudante le abre con brío la portezuela: el Obersturmbannführer Eichmann parte. El chófer pisa el acelerador y la potente limusina de la Gestapo, saludada con respeto por la policía que se apresura a poner el disco del semáforo en verde, atraviesa las calles de Berlín y toma la autopista. Lluvia, niebla, señales de tráfico, curvas suaves en la autopista…

Smolevichi está lleno de casas apacibles con jardín, y la hierba crece en las aceras. En las calles de los modestos barrios de Berdíchev corretean entre el polvo gallinas sucias con sus patas color azufre marcadas con tinta roja y lila. En Kiev, en el barrio de Podol y la avenida Vasilkovskaya, hay edificios altos con las ventanas sucias y escaleras cuyos peldaños han sido desgastados por millones de botas de niños y chancletas de ancianos.

En los patios de Odessa se alzan plátanos con los troncos desconchados; se secan camisas y calzoncillos, sábanas de colores; peroles de mermelada de frutos del bosque humean en los braseros; recién nacidos de piel oscura que todavía no han visto el sol lloran en sus cunas.

En Varsovia, en un edificio de seis pisos delgado y de espaldas estrechas, viven costureras, encuadernadores, preceptores, cantantes de cabaré, estudiantes, relojeros.

En Stalindorf, por la noche se enciende el fuego en las isbas, el viento que sopla de Perekop huele a sal y a polvo caliente, las vacas sacuden sus pesadas cabezas y mugen…

En Budapest, en Fástov, en Viena, en Melitópol, en Amsterdam, en palacetes de relucientes ventanas acristaladas, en casuchas envueltas en el humo de las fábricas vivían personas que pertenecían a la nación judía.

Las alambradas del campo, los muros de las cámaras de gas, la arcilla de un foso antitanque unían ahora a millones de personas de edades, profesiones y lenguas diferentes, con intereses materiales y espirituales dispares, creyentes fanáticos y fanáticos ateos, trabajadores, parásitos, médicos y comerciantes, sabios e idiotas, ladrones, idealistas, contempladores, buenos, santos y crápulas. Todos estaban destinados al exterminio.

La limusina de la Gestapo engullía kilómetros y giraba por las auopistas otoñales.

31

Eichmann entró en la oficina para su encuentro nocturno con Liss y comenzó a bombardearle a preguntas antes incluso de sentarse en el sillón.

– Tengo poco tiempo. Mañana como muy tarde debo estar en Varsovia.

Ya había visto al comandante del campo y había hablado con el jefe de obra.

– ¿Qué tal funcionan las fábricas? ¿Qué impresión le ha causado Foss? ¿Cree que los químicos están a la altura? -le preguntó a toda prisa.

Sus grandes dedos blancos con sus correspondientes grandes uñas rosadas removían los papeles sobre la mesa y de vez en cuando el Obersturmbannführer tomaba notas con una estilográfica. Liss tenía la sensación de que para Eichmann aquella empresa no tenía nada de especial, aunque ésta despertaba un secreto sobresalto de espanto hasta en los corazones más duros.

Liss había bebido mucho durante los últimos días. Le costaba respirar y por las noches sentía latir su corazón. Así y todo le parecía que el alcohol tenía un efecto menos nocivo en su salud que la tensión nerviosa a la que estaba sometido constantemente.

Soñaba con volver a su investigación sobre los líderes que se habían mostrado hostiles al nacionalsocialismo y encontrar la solución de problemas crueles y complejos, pero que podían ser resueltos sin derramamiento de sangre. Entonces dejaría de beber y fumaría sólo dos o tres cigarrillos al día. Hacía poco tiempo que había mandado llamar a su despacho a un viejo bolchevique ruso con quien había jugado una partida de ajedrez político. Al volver a su casa había dormido sin tomar somníferos y no se había despertado hasta las nueve de la mañana.

La inspección nocturna del Obersturmbannführer y Liss a la cámara de gas les tenía reservada una pequeña sorpresa. Los ingenieros habían colocado en medio de la cámara una mesita con vino y entremeses, y Reineke invitó a los dos dirigentes a tomar una copa.

Aquella encantadora idea hizo reír a Eichmann, que afirmó:

– Con mucho gusto tomaré un tentempié. Entregó la gorra al guardia y se sentó a la mesa. De repente su enorme cara adquirió una expresión de bondadosa concentración, la misma que adoptan millones de hombres amantes de la buena comida cuando se sientan a una mesa servida.

Reineke, de pie, sirvió el vino, y todos alzaron su copa con la mano, esperando a que Eichmann propusiera un brindis.

En aquel silencio de hormigón, en aquellas copas llenas, había tanta tensión que Liss pensó que su corazón no iba a poder resistirlo. Deseaba que un brindis grandilocuente por el triunfo del ideal alemán ayudara a descargar la atmósfera. Pero la tensión, en lugar de mitigarse, seguía creciendo mientras el Obersturmbannführer masticaba un bocadillo.

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