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Rodímtsev, con los ojos entornados, miró la cara rociada y empolvada de Krímov; asintió satisfecho y dijo:

– Lo has afeitado a conciencia. Venga, ahora me toca a mí.

Los grandes ojos oscuros del violinista refulgieron de felicidad. Admirando la cabeza de Rodímtsev sacudió la toalla blanca y propuso:

– Quizá podríamos recortar las patillas un poco, camarada general.

13

Después del incendio de los depósitos de petróleo el general Yeremenko se dispuso a reunirse con Chuikov en Stalingrado. Aquel peligroso viaje no tenía ninguna utilidad práctica. Sin embargo, era tal su necesidad espiritual y humana de ir allí que Yeremenko permaneció tres días enteros en espera de emprender la travesía.

Las paredes claras de su refugio en Krasni Sad transmitían tranquilidad y las sombras que proyectaban los manzanos durante los paseos matutinos del comandante del frente eran muy agradables.

El estruendo lejano y el fuego de Stalingrado se fundían con el rumor del follaje y el lamento de los juncos; en esta unión había algo indescriptiblemente opresivo, tanto que en el transcurso de sus paseos matutinos, Yeremenko refunfuñaba y blasfemaba.

Por la mañana Yeremenko comunicó a Zajárov su decisión de ir a Stalingrado y le ordenó que le reemplazara al mando.

Bromeó con la camarera que ponía el mantel para el desayuno, dio autorización al subjefe del Estado Mayor para ir dos días a Sarátov y atendió a la petición del general Trufánov -comandante de uno de los ejércitos de la estepa- prometiéndole que bombardearía una potente posición de la artillería rumana.

– Está bien, está bien, te daré los bombarderos de largo alcance -le dijo.

Los ayudantes de campo conjeturaban sobre los motivos del buen humor del comandante. ¿Había recibido buenas noticias por parte de Chuikov? ¿Una conversación telefónica favorable con la sección militar? ¿Una carta de casa?

Sin embargo, las noticias de este tipo, por lo general, no pasaban desapercibidas; en cualquier caso, Moscú no había telefoneado al comandante, y las noticias de Chuikov eran todo menos alegres.

Después del desayuno, Yeremenko se puso el chaquetón guateado y salió a dar un paseo. A una decena de pasos lo seguía el ayudante de campo Parjómenko. El general caminaba despacio, como de costumbre, deteniéndose de vez en cuando a rascarse el muslo y mirar hacia el Volga.

Yeremenko se acercó a un batallón de trabajadores que cavaban un foso. Eran hombres de edad avanzada con las nucas ennegrecidas por el sol. Sus rostros eran sombríos y tristes. Trabajaban en silencio y lanzaban miradas de enojo a aquel hombre corpulento tocado con una gorra verde que, ocioso, estaba en el borde del foso.

– Vamos a ver, compañeros, decidme -preguntó Yeremenko-, ¿quién es el que trabaja menos de aquí?

A los hombres la pregunta les pareció oportuna; estaban hartos de remover las palas. Los militares miraron de reojo, todos a la vez, a un tipo con el bolsillo del revés que volcaba sobre la palma de su mano polvo de tabaco y migas de pan.

– Puede que sea él -dijeron dos soldados mirando al resto de los compañeros en busca de su aprobación.

– Así que… -replicó Yeremenko, serio- es él. Él es el más holgazán.

El soldado suspiró con dignidad, miró de refilón con ojos mansos y tristes a Yeremenko, y, convencido, por lo visto, de que quien había formulado la pregunta se interesaba en la respuesta sin un objetivo determinado, que la había hecho al tuntún, no intervino en la conversación.

Yeremenko preguntó:

– ¿Y quién es el que trabaja mejor?

Todos señalaron a un hombre canoso; su pelo, ralo, no le protegía la cabeza del sol, del mismo modo que la hierba marchita no protege la tierra de los rayos solares.

– Tróshnikov, ese de ahí -dijo uno-, se esfuerza mucho.

– Está acostumbrado a trabajar, no puede evitarlo -añadieron los demás, casi como si le estuvieran justificando.

Yeremenko metió una mano en el bolsillo, sacó un reloj de oro que destelló al sol e, inclinándose con torpeza, se lo extendió a Tróshnikov.

Éste, sin comprender, miraba a Yeremenko.

– Cógelo, es una recompensa -dijo el general.

Continuó mirando a Tróshnikov y dijo:

– Parjómenko, tome nota.

Y continuó con su paseo. A su espalda oyó las voces excitadas de los terraplenadores que comenzaron a exclamar y a reírse por la extraordinaria suerte del laborioso Tróshnikov.

Dos días tuvo que esperar el comandante para hacer la travesía. Los contactos con la orilla derecha, durante esas jornadas, quedaron prácticamente interrumpidos. Las lanchas que lograban abrirse paso hacia Chuikov recibían cincuenta o sesenta impactos de bala a los pocos minutos de trayecto y llegaban a la orilla agujereadas y cubiertas de sangre.

Yeremenko montaba en cólera, se enfurecía.

Las autoridades del paso 62 [11], escuchando el fuego alemán, no temían tanto a las bombas y las granadas como a la ira del comandante. Yeremenko consideraba a los mayores y la pasividad de los capitanes culpables de las tropelías de la aviación, los cañones y los morteros alemanes.

Por la noche Yeremenko salió del refugio y se detuvo en una pequeña colina polvorienta cerca del agua.

El mapa de guerra desplegado ante el comandante del frente en el refugio de Krasni Sad aquí tronaba, humeaba, respiraba vida y muerte. Y le parecía avistar el punteado de las explosiones en primera línea que su mano había trazado sobre el mapa, creía reconocer las flechas de la ofensiva de Paulus hacia el Volga, los centros de resistencia que había marcado con lápices de color y las concentraciones de las piezas de artillería. Al mirar el mapa extendido sobre la mesa, se sentía capaz de doblar, de desplazar la línea del frente, de poder hacer rugir la artillería pesada de la orilla izquierda. Se sentía el amo, el artífice.

Sin embargo, en aquel instante se adueñó de él un sentimiento muy diferente. El resplandor del fuego sobre Stalingrado, el lento rugido en el cielo, todo aquello le impresionaba por la grandeza de su fuerza y pasión, sobre la que no tenía control.

Entre el fragor de las explosiones y el fuego, un sonido prolongado, apenas perceptible, llegó desde la zona de las fábricas: «a-a-a-a-ah…».

En aquel grito ininterrumpido proferido por la infantería al lanzarse al contraataque había algo no sólo terrible, sino triste y melancólico.

«A-a-a-a-ah…» El grito se extendía a través del Volga…

El «hurra» de la guerra, al atravesar las frías aguas nocturnas bajo las estrellas del cielo otoñal, casi perdía el ímpetu de la pasión, se transformaba y revelaba una esencia totalmente diferente. Ya no era fervor, ya no era gallardía, sino la tristeza del alma, como si se despidiera de todo lo amado, como si invitase a todos los seres queridos a despertarse y levantar la cabeza de la almohada para oír, por última vez, la voz del padre, el marido, el hijo, el hermano…

Al general la congoja de los soldados le oprimió el corazón.

La guerra, con la que Yeremenko estaba habituado a encontrarse, de repente le hizo replegarse en sí mismo; permanecía inmóvil sobre arenas movedizas, como un soldado solo, trastornado por la inmensidad del fuego y el estruendo; estaba allí como estaban miles y decenas de miles de soldados en la orilla y sentía que aquella guerra del pueblo era mayor que su técnica, su poder, su voluntad. Tal vez este sentimiento fuera el más alto al que estaba destinado a elevarse el general en la comprensión de la guerra.

Al amanecer, Yeremenko cruzó a la orilla derecha. Chuikov, al que habían avisado por teléfono, se había acercado al agua y observaba la lancha blindada avanzar impetuosamente.

Yeremenko bajó despacio haciendo combar la pasarela colocada en la orilla y, pisando con torpeza el terreno pedregoso, se acercó a Chuikov.

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[11] El paso 62 era un grupo de amarraderos situado detrás de las fábricas Octubre Rojo y Barricada, lugar de desembarco de tropas y material debajo de una empalizada saliente. Aquel emplazamiento era razonablemente seguro mientras los alemanes no se hicieran con el control de los alrededores de las fábricas. (William Craig, La batalla por Stalingrado, Barcelona, Planeta, p. 174.)

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