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Nóvikov, a su vez, le contó cómo había retrasado durante algunos minutos, en el inicio de la ofensiva, el avance de los tanques. Pero evitó mencionar que se había equivocado al juzgar la conducta de los comandantes de brigada. Hablaron de los alemanes; Nóvikov dijo que pensaba que el verano de 1941 le había endurecido para toda la vida, pero cuando le enviaron los primeros prisioneros, había ordenado que les alimentaran algo más decentemente y que transportaran a los heridos y aquellos con síntomas de congelación en camión hasta la retaguardia. Darenski observó:

– Tu comisario y yo hemos puesto como un trapo a los calmucos. ¡Hemos hecho bien! Es una lástima que no esté aquí tu Neudóbnov. Me hubiera gustado decirle unas cuantas palabras, ya lo creo.

– ¿Acaso no había gente de Kursk o de Oriol que se entendía con los alemanes? -preguntó Nóvikov-. Mira el general Vlásov; que yo sepa no es calmuco. Mi Basángov es un buen soldado. Pero Neudóbnov es un chequista, el comisario me ha hablado largo y tendido de él. No es un soldado. Nosotros los rusos venceremos, llegaremos a Berlín. Lo sé; los alemanes no nos pararán.

– Estoy al corriente de Neudóbnov, Yezhov y todo eso -dijo Darenski-, pero ahora hay una sola Rusia: la Rusia soviética. Y sé que aunque me rompieran todos los dientes, mi amor por Rusia no cambiaría. La amaré hasta el último aliento. Sin embargo, no haré de adjunto de una puta como ésa. No, camarada, ¿estamos de broma?

Nóvikov llenó los vasos de vodka y le animó:

– Venga, de un trago.

Luego añadió:

– ¿Quién sabe lo que pasará? Algún día estaré entre los malos.

Cambiando de tema dijo de improviso:

– El otro día pasó algo horrible:-le desgajaron la cabeza a un tanguista, pero él, muerto, continuaba apretando el acelerador y el tanque avanzaba. ¡Adelante, siempre adelante! Darenski repitió:

– Tu comisario y yo hemos maldecido a los calmucos, y ahora no se me va de la cabeza un viejo calmuco, ¿Cuántos años tiene Neudóbnov? ¿Y si fuéramos a hacerle una visita a donde está acantonado?

Nóvikov, con la lengua pastosa, dijo arrastrando las palabras:

– Tengo una gran alegría. La más grande de las alegrías. Sacó una fotografía de su bolsillo y se la tendió a Darenski. Este la observó durante un buen rato en silencio, y dijo:

– Una belleza, nada que objetar.

– ¿Una belleza? La belleza por sí sola no es nada, ¿comprendes? No se ama como yo la amo sólo por la belleza.

En la puerta apareció Veishkov, se quedó allí mirando fijamente con expresión interrogativa al comandante del cuerpo.

– Lárgate de aquí-ordenó despacio Nóvikov.

– Eh, ¿por qué le tratas así? Él sólo quería saber si necesitabas algo -dijo Darenski.

– Bueno, bueno, seré malo, seré un grosero, pero no hace falta que nadie me dé lecciones. Y además, teniente coronel, ¿por qué me tuteas? ¿Acaso es eso lo que dice el reglamento?

– ¡Así que ésas tenemos! -exclamó Darenski.

– Déjalo, no entiendes los chistes -dijo Nóvikov, y pensó que era una suerte que Zhenia no le viera borracho.

– No comprendo las bromas estúpidas -respondió Darenski.

Discutieron durante un largo rato y se reconciliaron sólo cuando Nóvikov le propuso acercarse hasta donde estaba Neudóbnov y molerle a palos. Al final no fueron a ninguna parte, pero continuaron bebiendo.

31

Aleksandra Vladímirovna recibió el mismo día tres cartas: dos de sus hijas y una tercera de su nieta Vera.

Todavía no había abierto los sobres, pero por la caligrafía ya había reconocido de quién eran. Sabía que las cartas no eran portadoras de buenas noticias.

La experiencia le había enseñado que los hijos no escriben a las madres para compartir alegrías.

Las tres le pedían que fuera a verlas: Liudmila a Moscú, Zhenia a Kúibishev y Vera a Leninsk. Y aquellas invitaciones confirmaron a Aleksandra Vladímirovna que la vida no era fácil para sus hijas y su nieta.

Vera escribía que los disgustos en el Partido y en el trabajo habían extenuado a su padre. Unos días antes había regresado a Leninsk desde Kúibishev, adonde había acudido por una convocatoria del Comisariado del Pueblo. Vera decía que ese viaje había agotado a su padre más que el trabajo que había desempeñado en la central eléctrica de Stalingrado durante la guerra. El caso de Stepán Fiódorovich no se había solucionado en Kúibishev; le habían ordenado que volviera a trabajar en la reconstrucción de la central eléctrica, pero le habían advertido que no sabían si le mantendrían el empleo en el Comisariado.

Vera había decidido trasladarse con su padre de Leninsk a Stalingrado; ahora los alemanes ya no disparaban, pero el centro de la ciudad todavía no había sido liberado. Las personas que habían visitado la ciudad decían que de la casa donde había vivido Aleksandra Vladímirovna sólo quedaba en pie un esqueleto de hormigón con el techo hundido. En cambio, el apartamento que Spiridónov ocupaba en la central eléctrica por su condición de director permanecía intacto; sólo se había desprendido el estucado y habían salido volando los cristales de las ventanas. En él se alojaban Stepán Fiódorovich, y Vera con su hijo.

Vera escribía acerca de su hijo, y a Aleksandra Vladímirovna le causaba un efecto extraño ver que su nieta Vera, casi una adolescente todavía, le contaba como una adulta, como toda una mujer, los cólicos de su niño, así como sus erupciones, su sueño inquieto, las alteraciones de su metabolismo. Todo lo que Vera debería haber escrito a su marido, a su madre, se lo escribía a su abuela. No tenía marido, no tema madre.

Vera escribía acerca de Andréyev, de su nuera Natasha, de la tía Zhenia, con la que Stepán Fiódorovich se había encontrado en Kúibishev. No hablaba de ella misma, como si su vida no le interesara a Aleksandra Vladímirovna.

En el margen de la última hoja decía: «Abuela, nuestro apartamento en la central eléctrica es grande, hay sitio para todo el mundo. Te lo ruego, ven». Y en aquel inesperado lamento se expresaba todo lo que Vera no había escrito abiertamente en su carta.

La carta de Liudmila Nikoláyevna era breve. Escribía: «No le encuentro sentido a la vida. Tolia no está, y Vitia y Nadia no me necesitan, podrían vivir perfectamente sin mí».

Liudmila Nikoláyevna nunca antes le había escrito una carta así a su madre. Aleksandra Vladímirovna comprendió que las cosas no iban bien entre Liudmila y su marido. Después de invitar a la madre a Moscú, añadía: «Vitia siempre tiene problemas, y él te cuenta a ti sus sufrimientos de mejor gana que a mí».

Más adelante había una frase parecida: «Nadia se ha encerrado en sí misma, no me confía nada de su vida. Así es ahora el estilo de vida en nuestra familia…».

La carta de Zhenia era incomprensible. Estaba plagada de alusiones a ciertas dificultades y desgracias. Pedía a su madre que fuera a verla a Kúibishev, pero al mismo tiempo la informaba de que debía ir urgentemente a Moscú. Le hablaba de Limónov, que profería panegíricos en honor suyo. Le escribía que le hubiera gustado que fuera a hacerle una visita; era un hombre inteligente, interesante; pero en la misma carta le comunicaba que Limónov había partido para Samarcanda. Era del todo incomprensible cómo se las iba a arreglar entonces Aleksandra Vladímirovna para verle en Kúibishev.

Sólo una cosa estaba clara, y mientras la madre leía la carta, pensaba: «Mi pobre hija».

Las cartas turbaron mucho su ánimo. En las tres se interesaban por su salud, y preguntaban si su habitación estaba bien caldeada.

Esa preocupación enterneció a Aleksandra Vladímirovna, aunque comprendía que las jóvenes no pensaban en si Aleksandra Vladímirovna tenía necesidad de ellas.

Eran ellas quienes la necesitaban.

Aunque también podría haber sucedido de modo diferente. ¿Por qué no había pedido ayuda a las hijas y por qué las hijas se la pedían ahora a ella? ¿Acaso no era ella la que vivía completamente sola, la que era vieja, no tenía hogar, había perdido a un hijo, a una hija, y no sabía nada de Seriozha?

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