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Se habían humanizado, pero de manera desagradable. El conductor del coche, que llevaba una chaqueta elegante de piel blanca, respondió en voz baja cuando Mijáilov le pidió que fuera más despacio:

– A sus órdenes, camarada coronel.

Se moría de ganas de contar a sus colegas chóferes que había transportado a Paulus; se imaginaba ya de regreso en casa después de la guerra, jactándose: «Cuando transporté al mariscal de campo Paulus…».

Ponía todo su empeño en conducir el coche de manera que Paulus pensara: «He aquí un chófer soviético, un profesional de primera clase».

A ojos de un soldado del frente parecía inverosímil la estrecha mezcla entre rusos y alemanes.- Escuadras de exultantes fusileros registraban los sótanos, descendían por las bocas de las alcantarillas expulsando a los alemanes a la superficie helada.

Por descampados y calles, a fuerza de empujones y gritos, los soldados de infantería reagrupaban los rangos del ejército alemán a su manera, metiendo en el mismo saco a soldados de diferentes especialidades, que marchaban en una sola columna.

Los alemanes avanzaban, esforzándose por no tropezar, mirando de reojo a los soldados rusos que abrazaban sus fusiles. Su sumisión no obedecía sólo al miedo a que los rusos pudieran apretar el gatillo en cualquier momento. Una aureola de poder rodeaba a los vencedores, y se sometían con una especie de pasión hipnótica y melancólica.

El coche conducía al mariscal de campo hacia el sur, y las columnas de prisioneros marchaban en sentido contrario. Un potente altavoz rugía:

Partí ayer con destino a países lejanos,

En la puerta mi amada agitaba el pañuelo…

Dos hombres transportaban a un herido cuyos brazos, sucios y pálidos, rodeaban sus cuellos. Las cabezas de los hombres que le sostenían estaban muy próximas y formaban un marco que encuadraba su cara mortalmente pálida, de ojos ardientes.

Cuatro soldados arrastraban fuera de un bunker a un herido extendido sobre una manta.

Sobre la nieve habían comenzado a formarse cuatro montones de armas de un negro azulado. Como si fueran almiares de paja de acero que acabara de ser trillada.

Con una salva de honor depositaban en la tumba el féretro de un soldado del Ejército Rojo, y a pocos pasos de distancia yacían amontonados los cuerpos de alemanes muertos que habían sacado del sótano del hospital.

Los soldados rumanos, con gorros de boyardos blancos y negros, marchaban, riéndose a carcajadas, agitando los brazos y burlándose de los alemanes, vivos o muertos.

Afluían prisioneros de Tsaritsa, de la Casa de los Especialistas. Tenían un modo de andar muy particular, el que adoptan los seres humanos y los animales que han perdido la libertad. Los heridos leves y los que habían sufrido la congelación de alguno de sus miembros se apoyaban en bastones, en trozos de tablas quemadas. Caminaban sin detenerse. Parecía que todos tuvieran la misma tez gris azulada, unos únicos ojos, la misma expresión de sufrimiento y angustia.

Era sorprendente constatar cuántos hombres había de pequeña estatura, narigudos, de frente baja, labios leporinos, cabecita de gorrión. ¡Qué cantidad de arios había allí, con la piel oscura cubierta de granos, abscesos y pecas!

Eran feos y débiles; así los habían traído al mundo sus madres y así los amaban. Era como si hubieran desaparecido, no ya los hombres, sino la nación, que marchaba con el mentón rígido, la boca arrogante, el pelo rubio, blancos de piel, con el pecho de granito.

Qué extraordinario parecido guardaban con aquella muchedumbre triste e infeliz de hombres feos, nacidos de madres rusas, que los alemanes empujaban a golpes de varillas y bastones en los campos de prisioneros de guerra occidentales, en otoño de 1941. De vez en cuando, de los búnkeres y los sótanos llegaba el sonido de un disparo, y la multitud que iba hacia el Volga helado, como un solo hombre, comprendía el significado de aquellos disparos.

El teniente coronel Mijáilov seguía observando al mariscal de campo que estaba sentado a su lado. El conductor, en cambio, le miraba de reojo por el retrovisor. Mijáilov veía la mejilla larga y hundida de Paulus, el conductor le veía la frente, los ojos, los labios fruncidos en su mutismo.

Pasaban por delante de armas con cañones apuntando al cielo, de tanques en cuyas corazas lucían cruces, camiones cuyos toldos chasqueaban, al viento, carros blindados y piezas autopropulsadas.

El cuerpo de hierro del 6° Ejército, sus músculos, estaban atrapados en el hielo de la tierra. Delante de él desfilaban lentamente los hombres, y daba la impresión de que también ellos estuvieran a punto de inmovilizarse, congelarse, abandonarse al hielo.

Mijáilov, el conductor y el soldado de escolta estaban a la espera de que Paulus dijera algo, llamara a alguien, mirara alrededor. Pero el mariscal de campo seguía callado y nada permitía entender adonde miraban sus ojos, ni lo que éstos comunicaban a las profundidades donde vive el corazón del hombre.

¿Temía Paulus que le vieran sus soldados o, por el contrario, era lo que deseaba?

De repente Paulus se volvió hacia Mijáilov y preguntó:

– Sagen Sie bitte, was ist es, «majorka»? [119]

Pero aquella inesperada pregunta no ayudó a Mijáilov a comprender cuáles eran los pensamientos de Paulus. Al mariscal de campo le preocupaba si comería sopa cada día, si dormiría en una habitación caldeada y si tendría qué fumar.

49

Del sótano de una casa de dos plantas, donde otrora estuvo ubicado el cuartel general de la Gestapo, los prisioneros de guerra alemanes sacaban a la calle cuerpos inertes de rusos.

Algunas mujeres, viejos y niños estaban quietos, a pesar del frío, al lado del centinela y observaban a los alemanes depositar los cadáveres sobre la tierra helada.

La mayoría de los alemanes realizaba su trabajo con opresión de total indiferencia, arrastrando los pies al caminar y respirando, resignados a su suerte, el hedor de los muertos.

Sólo uno de ellos, un joven con capote de oficial, se había cubierto nariz y boca con un pañuelo sucio y sacudía la cabeza convulsivamente como un caballo acribillado por tábanos.

Sus ojos expresaban un sufrimiento que rayaba la locura.

Los prisioneros posaban las camillas en el suelo y, antes de descargar los cadáveres, se quedaban plantados delante de ellos, absortos; a algunos cuerpos se les había desgajado un brazo o una pierna y los alemanes trataban de adivinar a qué cadáver pertenecía una u otra extremidad, y las ponían junto al cuerpo. La mayoría de los muertos estaban semidesnudos, en ropa interior; algunos llevaban pantalones militares. Uno estaba completamente desnudo con la boca desencajada en su último grito, el vientre hundido, unido a la columna vertebral, pelos rojizos en los genitales y piernas lastimosamente delgadas.

Era imposible imaginar que aquellos cadáveres, con la boca y los ojos hundidos, hubieran sido hasta hace poco seres vivos con nombres y direcciones, hombres íjue decían: «Bésame, amor mío, querida, y sobre todo no me olvides», que soñaban con una jarra de cerveza, que fumaban cigarrillos.

Por lo visto sólo el oficial que se tapaba la boca con un pañuelo parecía darse cuenta.

Pero era él precisamente el que irritaba en especial a las mujeres que se agolpaban junto a la entrada del sótano; no le quitaban el ojo de encima, sin prestar atención al resto de los prisioneros, dos de los cuales llevaban capotes que presentaban rastros visibles de los emblemas de las SS que les habían arrancado.

– Ah, vuelves la cara -susurró mirando al oficial una mujer rechoncha, que llevaba a un niño de la mano.

El alemán con el capote de oficial sintió el peso de la mirada lenta y penetrante que le clavaba la mujer rusa. Rezumaba un sentimiento de odio que buscaba y no encontraba un chivo expiatorio, al igual que la energía eléctrica se concentra en una nube de tormenta que, suspendida sobre el bosque, escoge a ciegas el tronco del árbol que reducirá a cenizas.

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[119] «Dígame, por favor, ¿qué es majorka?»

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