Un joven inglés le hizo el signo de la victoria y añadió:
– Rezaré por vosotros. Stalingrado ha detenido la avalancha.
Chernetsov, al oír esas palabras, sintió una feliz emoción y, dirigiéndose a Mostovskói, dijo:
– ¿Sabe? Heine decía que sólo los idiotas demuestran su propia debilidad ante el enemigo. Bueno, seré un idiota, tiene razón: veo claramente el gran significado de la lucha que mantiene el Ejército Rojo. Para un socialista ruso es duro comprenderlo, y al comprenderlo, estar orgulloso y sufrir, y al mismo tiempo, odiaros.
Miró a Mostovskói. Por un momento pareció como si el ojo sano de Chernetsov también estuviera inyectado en sangre.
– Pero ¿no entiende, incluso aquí, que un hombre no puede vivir sin democracia ni libertad? – preguntó Chernetsov.
– Basta, basta ya de crisis nerviosas.
Miró alrededor, y Chernetsov pensó que Mostovskói se preocupaba de que los que llegaban del trabajo lo vieran charlando amistosamente con un emigrado menchevique. Con toda probabilidad se avergonzaba incluso ante los extranjeros. Pero sobre todo ante los prisioneros rusos.
La órbita vacía y sangrienta miraba fijamente a Mostovskói.
Ikónnikov sacudió el pie descalzo del sacerdote que se sentaba en la litera de la segunda fila.
– Que dois-je faire, mio padre? Nous travaillons dans une Vernichtungslager.
Los ojos de antracita de Guardi escrutaron las caras de los allí presentes.
– Tout le monde travaille lábas. Et moi je travaille lábas. Nous sommes des esclaves -dijo lentamente-. Dieu nous pardonnera.
– C'est son métier -añadió Mostovskói.
– Mais ce n'est pas votre métier -contestó Guardi en tono de reproche.
Ikónnikov-Morzh dijo a toda prisa:
– Sí, eso es lo que dice Mijaíl Sídorovich, pero yo no quiero la absolución de mis pecados. No diga que son culpables los que te obligan, que tú eres un esclavo, y que no eres culpable porque no eres libre. ¡Yo soy libre! Soy yo el que está construyendo un Vernichtungslager, yo el que responde ante la gente que morirá en las cámaras de gas. Yo puedo decir: «¡No!». ¿Qué poder puede prohibírmelo si encuentro dentro de mí la fuerza para no tener miedo a la muerte? ¡Yo diré «no»! Je dirai non, mio padre, je dirai non.
Guardi puso su mano sobre la cabeza gris de Ikónnikov.
– Dones-moi votre main -dijo.
– Bien. Ahora el pastor amonestará a su oveja extraviada por su orgullo -dijo Chernetsov.
Mostovskói asintió.
Pero Guardi no amonestó a Ikónnikov: se llevó a los labios la mano sucia de Ikónnikov y la besó.
71
Al día siguiente Chernetsov estaba hablando con uno de sus pocos conocidos soviéticos, el soldado del Ejército Rojo Pavliukov que trabajaba como enfermero en el Revier.
Pavliukov se estaba quejando de que pronto tendría que dejar su puesto actual para ir a cavar fosas.
– Es por culpa de los miembros del Partido -aseguró-, no soportan que tenga un buen puesto porque he sabido sobornar a la gente acertada. Pero ellos saben guardarse las espaldas: siempre acaban trabajando en la cocina, en el Waschraum, como barrenderos. ¿Recuerda lo que pasaba antes de la guerra? el comité de distrito es mío. El sindicato es mío. ¿No es cierto? Aquí es lo mismo. Ponen a sus hombres en la cocina para tener raciones de comida más abundantes. Mantienen a un viejo bolchevique como si estuviera en una casa de reposo, mientras que vosotros ya os podéis estar muriendo como perros que no os mirarán siquiera. ¿Es justo? Después de todo nosotros también hemos trabajado duro por el poder soviético.
Chernetsov, confuso, admitió que hacía veinte años que no vivía en Rusia. Había notado que palabras como «emigrado» y «extranjero», alejaban al instante a los detenidos soviéticos. Pero la respuesta de Chernetsov no puso en alerta a Pavliukov.
Se sentaron sobre un montón de tablas. Pavliukov, que tenía el aspecto de un verdadero hijo del pueblo, con su nariz y frente ancha -como observó Chernetsov-, miró al centinela que se estaba dirigiendo a la torre de hormigón, y dijo:
– No tengo otra elección. Me uniré al ejército de voluntarios. De lo contrario será mi fin.
– ¿Para salvar el pellejo? -preguntó Chernetsov.
– Yo no soy un kulak -dijo Pavliukov-, y nunca he sido enviado a las talas forestales para cortar árboles, pero tengo mis reservas contra los comunistas. No te dejan vivir a tu manera. No, eso no lo siembres; con ésa no te cases; éste no es tu trabajo. El hombre acaba pareciéndose a un loro. Desde niño he querido abrir una tienda propia, una donde se pudiera comprar todo lo que uno quisiera. Y al lado de la tienda, un pequeño restaurante donde, después de las compras, poder tomar una copita, meterte algo caliente en el cuerpo, o si te apetece, una cerveza. ¿Sabe? Lo habría hecho a buen precio. Habría servido platos sencillos. ¡Patatas al horno! ¡Tocino con ajo! ¡Col en salmuera! ¿Sabe lo que le serviría a la gente con el vodka? ¡Huesos de tuétano! Los tendría todo el rato cociéndose en la olla. Así, tú pagas por el vodka, y yo te ofrezco un trozo de pan negro, un hueso, y sal, por supuesto. Y por todas partes, sillones de piel para evitar piojos. Te sientas ahí, tranquilamente, y nosotros te servirnos. Pero si le hubiera contado a alguien esa idea, me habrían enviado a Siberia. No veo dónde está el davo para el pueblo. Los precios serían la mitad que los del Estado. Pavliukov miró de reojo a su interlocutor.
– En nuestro barracón se han inscrito cuarenta tipos como voluntarios.
– ¿Por qué motivo?
– Por un plato de sopa, por un abrigo, para no trabajar hasta que te reviente el cráneo.
– ¿Y qué más?
– Algunos empujados por razones ideológicas.
– ¿Cuáles?
– Bueno, diferentes… La gente asesinada en los campos. La pobreza en los pueblos. Ya no soportan el comunismo.
– ¡Eso es despreciable! -exclamó Chernetsov.
El soviético lanzó una mirada de curiosidad al emigrado, y éste advirtió en su curiosidad una sorpresa burlona.
– Es vergonzoso, bajo, inmoral -dijo Chernetsov-. No es momento de ajustar cuentas; así no es como se arreglan las cosas. Es algo inmoral para uno mismo y para su país.
Se levantó y se sacudió el trasero.
– Nadie puede acusarme de sentir simpatía hacia los bolcheviques -dijo-. Pero, créame, no es momento para ajustar cuentas. No se una a Vlásov -comenzó a tartamudear en su excitación, y añadió-: Escuche, camarada. No vaya.
Después de pronunciar la palabra «camarada», como en los tiempos de su juventud, no pudo ocultar su emoción: -Dios mío -balbuceó-, si hubiera podido…
… El tren se alejó del andén. El aire, cargado de polvo, estaba impregnado de olores dispares: lilas, humo de la locomotora y de la cocina del restaurante de la estación, el hedor del basurero de la ciudad.
El farol continuaba alejándose, cada vez más distante, hasta que pareció inmovilizarse entre otras luces verdes y rojas.
El estudiante permaneció un instante en el andén antes de salir por la puerta lateral de la estación. Mientras ella se despedía de él, le había rodeado el cuello con sus brazos y le había besado en la frente, los cabellos, se sentía confusa, al igual que él, por la violencia repentina de sus sentimientos… Salía de la estación y la felicidad que había nacido en su interior le hacía girar la cabeza; parecía que aquél era el inicio de algo que llenaría toda su vida…
Había recordado aquel instante la tarde que finalmente abandonó Rusia, de camino a Slavuta. Se acordó más tarde, en un hospital de París, después de la operación en que le extrajeron el ojo afectado de glaucoma, y lo recordaba también cuando penetraba en el porche, siempre en penumbra, del banco donde trabajaba.
El poeta Jodásevich, que también había abandonado Rusia para instalarse en París, había escrito:
Va un peregrino, apoyado en un báculo:
quién sabe por qué me acuerdo de ti.
Va una carroza con las ruedas rojas:
quién sabe por qué me acuerdo de ti.
Se enciende una luz en el pasillo de noche:
quién sabe por qué me acuerdo de ti.
Siempre, en todas partes, por tierra y por mar,
o incluso en el cielo, me acordaré de ti…