Entretanto los condenados iban al encuentro de la muerte.
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Sofía Ósipovna avanzaba con paso pesado, cadencioso, y el niño se aferraba a su mano. Con la otra mano, el pequeño palpaba en el interior de su bolsillo la caja de cerillas donde guardaba entre algodones sucios una crisálida marrón oscura que hacía poco, en el vagón, había salido del capullo. A su lado caminaba balbuceando el mecánico Lazar Yankélevicn y su mujer, Deborah Samuílovna, llevando a un bebé en brazos. A su espalda Rebekka Bujman susurraba: «¡Dios mío, Dios mío, Dios mío!». La quinta de la fila era la bibliotecaria Musia Borísovna. Tenía los cabellos bien peinados y su cuello de encaje parecía blanco. Durante el viaje había intercambiado varias veces su ración de pan por media taza de agua caliente. La tal Musia Borísovna siempre estaba dispuesta a darlo todo; en su vagón la tenían por una santa, y las viejas, que de hombres y santos entienden, iban a besarle el vestido. La fila de delante estaba compuesta por cuatro personas. Durante la selección el oficial había apartado de repente a dos miembros de la familia Slepoi, padre e hijo, que, al ser preguntados por su profesión, habían gritado: Zahnarzt [103], Y el oficial asintió con la cabeza. Los Slepoi habían acertado, se habían ganado la vida. De los cuatro que habían quedado en la fila, tres caminaban balanceando los brazos, aquellos brazos que habían sido considerados inútiles; el cuarto andaba con paso seguro, el cuello de la chaqueta levantado, las manos en los bolsillos y la cabeza alta echada hacia atrás. Cuatro o cinco filas delante de ellos sobresalía la cabeza de un anciano tocado con una gorra de invierno del Ejército Rojo.
Justo detrás de Sofía Ósipovna marchaba Musia Vinokur, que había cumplido catorce años en el vagón de mercancías.
¡La muerte! Se había vuelto familiar y sociable, visitaba a la gente sin formalidades, en los patios, en los talleres; iba al encuentro de un ama de casa en el mercado y se la llevaba junto a su saco de patatas; se entrometía en los juegos de los niños más pequeños; echaba una ojeada en un local donde los modistos, canturreando, se afanaban en terminar de coser el abrigo de la esposa del comisario; hacía cola para comprar el pan; se sentaba junto a una viejita que zurcía unas medias…
La muerte hacía su trabajo y la gente, el suyo. A veces permitía acabar el cigarrillo, engullir la comida; otras veces sorprendía al hombre de manera grosera, entraba como ama y señora, dando palmadas en la espalda y con una risa estúpida.
Parecía que la gente, al fin, había comprendido la muerte, como si se les hubiera revelado lo prosaica, lo infantil y lo sencilla que era. Era tan fácil como cruzar un minúsculo arroyo sobre el cual se hubiera colocado una tabla de madera que comunicara una orilla, la del humo de las isbas, con la otra, de prados vacíos. Cinco, seis pasos, ¡eso era todo! ¿De qué tener miedo? Y he aquí que por el puente pasó un ternero, golpeando con los cascos, y pasaron corriendo unos niños, golpeando con los talones desnudos. Sofía Ósipovna escuchó la música. Había oído aquella pieza por primera vez cuando era niña, luego en su época de estudiante, después ya como joven doctora. Al oírla siempre la asaltaba el vivo presentimiento del futuro.
Sin embargo la música la había engañado. Sofía Ósipovna no tenía futuro, sólo una vida pasada.
Y el sentimiento de su vida pasada, particular, intransferible, por un instante ofuscó el presente inminente: su vida estaba al borde del abismo.
Era el más terrible de los sentimientos. Algo inefable, que no se puede compartir siquiera con la persona más cercana, la mujer, la madre, el hermano, el hijo, el amigo o el padre; es un secreto del alma, y el alma, aunque lo desee fervientemente, no puede desvelar su secreto. El hombre lleva consigo el sentido de su vida y no puede compartirlo con nadie. El milagro del individuo particular, en cuya conciencia e inconciencia acumula todo lo que ha habido de bueno, malo, divertido, agradable, vergonzoso, triste, tímido, tierno, sorprendente, desde la infancia hasta la vejez, está fusionado en ese sentimiento único, mudo, secreto de su vida única.
Cuando la música sonó de nuevo, David sintió el deseo de sacar la caja de cerillas del bolsillo, abrirla un instante, para que la crisálida no cogiera frío, y enseñársela a los músicos. Pero después de dar unos pasos no volvió a pensar en las personas que estaban sobre la tarima. Sólo habían quedado la música y el resplandor en el cielo. Aquella melodía triste y potente llenaba su corazón hasta el borde, como si fuera una tacita, del deseo de volver a ver a su madre, a esa madre que no era ni fuerte ni tranquila, que se avergonzaba de haber sido abandonada por el marido. Había cosido una camisita para David, y los vecinos del pasillo se reían de que el niño llevara una camisa de percal con florecitas y las mangas mal cosidas. Su madre era su único baluarte, su esperanza. Confiaba en ella sin reservas, ciegamente. Pero, tal vez, la música había obrado de tal manera que había dejado de tener confianza en su madre. La amaba, pero ella era débil e indefensa como los que ahora caminaban a su lado. La música, aletargada, suave, parecía compuesta de minúsculas olas; las había visto entre delirios, cuando le subía la fiebre y él se deslizaba desde la almohada caliente hasta la arena templada y húmeda.
La orquesta ululó; una garganta reseca se abrió, enorme, en un lamento.
La pared oscura que se levantaba del agua cuando enfermaba de anginas ahora se cernía sobre él e invadía todo el cielo.
Todo, todo lo que había aterrorizado a su corazoncito, se unió, se fusionó en uno. El miedo que se apoderaba de él cuando contemplaba la ilustración de la cabritilla que no veía la sombra del lobo entre los troncos de abetos; las cabezas de ojos azules de los terneros muertos en el mercado; la abuela muerta; aquella niña estrangulada por su madre, Rebekka Bujman; su primer miedo inconsciente que le hizo gritar y llamar desesperadamente a su madre durante la noche. La muerte se cernía sobre él, tan inmensa como el cielo, y el pequeño David caminaba hacia ella con sus pequeñas piernecitas. A su alrededor sólo quedaba la música, detrás de la cual no podía esconderse, a la que no podía aferrarse, contra la que no podía golpearse la cabeza.
La crisálida no tiene alas ni patas ni antenas, ni ojos siquiera; está en la cajita, estúpida, confiada, y espera.
¡Basta con ser judío, y ya está!
Tenía hipo, jadeaba. Si hubiera podido se habría estrangulado con sus propias manos. La música cesó. Sus pequeñas piernas y decenas de otras piernas se apresuraban, corrían. No le quedaban pensamientos, no podía gritar ni llorar. Sus dedos, bañados en sudor, apretaban en el bolsillo la cajita de cerillas, pero ya no se acordaba de la crisálida. Sólo era consciente de sus pequeñas piernas andando, andando, apresurándose, corriendo. Si el terror que le atenazaba se hubiera prolongado algunos minutos más, habría caído al suelo con el corazón roto.
Cuando cesó la música, Sofia Ósipovna se secó las lágrimas y dijo:
– Muy bien. Eso es todo.
Luego miró la cara del niño; incluso ahora, tan asustada, se distinguía por su expresión particular.
– ¿Qué tienes? ¿Qué te sucede? -gritó Sofia Ósipovna, tirándole bruscamente de la mano-. ¿Qué te pasa? Vamos al baño, eso es todo.
Cuando antes les habían preguntado si había algún médico entre ellos, Sofía Ósipovna no contestó, oponiéndose a una fuerza que le resultó repugnante.
A su lado caminaba la mujer del mecánico con su hijo en brazos, y aquel desafortunado bebé de cabeza grande miraba alrededor con ojos mansos y pensativos. Había sido esa mujer, Deborah, quien una noche había robado a otra un puñado de azúcar para su bebé. La víctima estaba demasiado débil para oponer resistencia, pero el viejo Lapidus, a cuyo lado nadie quería sentarse porque siempre se orinaba encima, salió en su defensa.