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A aquel acontecimiento en apariencia insignificante estaba ligada la primera punzada de angustia que había sentido Paulus.

Schmidt leyó el plan de operaciones en voz alta, enderezó ligeramente la espalda y levantó la barbilla, señal de que se daba cuenta del carácter oficial del momento, si bien el comandante y él mantenían unas relaciones excelentes.

E inesperadamente, en voz baja y en un tono que poco tenía que ver con el de un militar y menos aún con el de un general, Paulus pronunció unas palabras extrañas que dejaron a Schmidt contrariado:

– Confío en el éxito. Pero ¿sabe una cosa? Nuestra lucha en esta ciudad es absurda e innecesaria.

– Es una afirmación un tanto inesperada viniendo del comandante de las tropas de Stalingrado -dijo Schmidt.

– ¿La considera inesperada? Stalingrado ha dejado de ser el centro de las comunicaciones o de la industria pesada. ¿Qué hacemos aquí ahora? Podemos cubrir el flanco nordeste del ejército del Cáucaso a lo largo de la línea Astraján-Kalach. Para eso, Stalingrado no nos hace ninguna falta. Estoy seguro de la victoria, Schmidt, tomaremos la fábrica de tractores. Pero eso no nos ayudará a cubrir nuestro flanco. Von Weichs no tiene duda de que los rusos van a atacar. Una jugada de farol no les va a detener.

– El curso de los acontecimientos puede cambiar de sentido -repuso Schmidt-, pero el Führer nunca se ha batido en retirada sin lograr su objetivo.

Paulus creía que era una lástima que las victorias más brillantes no hubieran dado los frutos esperados por no haber sido llevadas con decisión y obstinación hasta el final. Pero al mismo tiempo creía que la verdadera fuerza de un comandante se demostraba en la capacidad de abandonar un objetivo cuando éste había perdido su sentido.

Miró los ojos insistentes y perspicaces del general Schmidt, y dijo:

– No se espera de nosotros que impongamos nuestra voluntad en una gran estrategia.

Cogió de la mesa la orden de ataque y la firmó. -Haga sólo cuatro copias; es estrictamente confidencial -dijo Schmidt.

14

Después de la visita al Estado Mayor del ejército de la estepa, Darenski se dirigió a una unidad desplegada en el flanco sureste del frente de Stalingrado, entre las áridas arenas del mar Caspio. Las estepas, con sus pequeños ríos y sus lagos, eran una especie de tierra prometida: por allí crecía la hierba, algún árbol ocasional, relinchaban los caballos.

Miles de hombres acostumbrados al aire húmedo, al rocío matutino y al susurro del heno estaban instalados en la desierta llanura de arena. Una arena que les azotaba la piel, se les metía por las orejas, rechinaba cuando masticaban el pan y el mijo; había arena en la sal, en los obturadores de los fusiles, en los mecanismos de los relojes, en los sueños de los soldados… Para un cuerpo humano, para la garganta, la nariz, las pantorrillas, la vida es dura aquí. En estas latitudes, el cuerpo vive como un carro que se desviara de una carretera y fuera obligado a rodar por un camino intransitable.

Darenski pasó el día recorriendo las posiciones de la artillería. Habló con los hombres, tomó notas, hizo esquemas, revisó las armas de la dotación y los depósitos de municiones. Al anochecer estaba agotado; la cabeza le zumbaba y le dolían las piernas, poco acostumbradas a andar por aquellas áridas arenas movedizas.

Hacía tiempo que se había dado cuenta de que, cuando el ejército se bate en retirada, los generales se muestran particularmente atentos con las necesidades de sus subordinados, mientras que los comandantes y los miembros del Consejo Militar dan amplias muestras de autocrítica, escepticismo y modestia.

Nunca un ejército parece disponer de tantos hombres inteligentes y comprensivos como durante una retirada desesperada, cuando el enemigo avanza y el cuartel general busca a los culpables del fracaso para desatar su ira contra ellos.

Pero allí, en el desierto, los hombres se hallaban bajo el influjo de una soñolienta apatía. Los comandantes del Estado Mayor y los soldados de la unidad se comportaban como si estuvieran convencidos de que en aquel mundo no hubiera nada que mereciera su interés, que todo daba igual porque mañana, pasado mañana y al cabo de un año sería exactamente igual; sólo habría arena.

A Darenski le invitó a pasar la noche en su casa el jefe del Estado Mayor del regimiento de artillería, el teniente coronel Bova. Pese a su épico nombre [79], Bova era un hombre encorvado, calvo y sordo de un oído. En cierta ocasión lo llamaron del Estado Mayor de la artillería y dejó sorprendidos a todos por su prodigiosa memoria. Daba la impresión de que su cabeza calva, asentada sobre unos hombros estrechos y encorvados, no pudiera contener otra cosa que cifras, números de baterías y divisiones, nombres de poblaciones, apellidos de comandantes, indicaciones de niveles.

Bova vivía en un cuchitril hecho de tablas con las paredes revestidas de arcilla y estiércol, y el suelo cubierto de papeles alquitranados rotos. Su casucha no se diferenciaba en nada de las otras chabolas de los oficiales diseminadas por la planicie de arena.

– ¡Hola! -dijo Bova, estrechando enérgicamente la mano a Darenski-. Bonito, ¿verdad? -y señaló las paredes-. Aquí invernaremos, en esta perrera embadurnada de mierda.

– ¡Sí, las viviendas dejan bastante que desear! -dijo Darenski, sorprendido por la transformación que había sufrido el apacible Bova.

El anfitrión le ofreció asiento en una caja vacía de conservas americanas, le sirvió vodka en un vaso tallado cuyo borde estaba manchado de polvos dentífricos secos y le ofreció un tomate verde macerado sobre un trozo de periódico húmedo.

– Siéntase como en casa, camarada teniente coronel. Aquí tiene, ¡vino y fruta! -exclamó.

Darenski se mojó los labios con cautela, como hacen todos los que no están habituados a beber, posó el vaso bastante lejos de él y comenzó a interrogar a Bova sobre la situación del ejército. Pero Bova no tenía ganas de hablar de trabajo.

– Camarada teniente coronel -dijo-, trabajo he tenido más que suficiente; no me he tomado un respiro ni cuando estábamos en Ucrania, con todas esas mujeres espléndidas, y no digamos en Kubán, Dios mío… Y se entregaban de buena gana, créame, bastaba con que les guiñaras un ojo. Pero yo, tonto de mí, todo el rato con el culo pegado a la silla en la sección de operaciones; me di cuenta demasiado tarde, cuando ya estaba en el desierto.

Darenski, en un principio molesto porque Bova no deseaba discutir sobre el promedio de densidad de tropas por kilómetro de frente, o sobre la superioridad de los morteros respecto a la artillería en zonas desérticas, acabó interesán dose por el nuevo giro que había tomado la conversación

– ¡Ya lo creo! -dijo-. En Ucrania hay mujeres magnífi cas. En 1941, cuando nuestro Estado Mayor se instaló en Kiev, solía visitar a una auténtica belleza, la mujer de un funcionario de la fiscalía. En cuanto a Kubán, no pienso rebatírselo. Por lo que a estas cuestiones se refiere, puede situarse entre los primeros puestos, con un porcentaje de bellezas tan elevado que es digno de mención.

Las palabras de Darenski causaron una gran impresión en Bova, que blasfemó y gritó con voz lastimera:

– ¡Y ahora las calmucas!

– No diga eso -le interrumpió Darenski y pronunció un discurso armonioso sobre el atractivo de aquellas mujeres de tez morena y pómulos salientes que olían a ajenjo y al humo de la estepa. Se acordó de Alla Serguéyevna, del Estado Mayor del ejército de la estepa, y concluyó su perorata-: Usted está equivocado. En todas partes hay mujeres. Puede que no haya agua en el desierto, pero mujeres siempre hay.

Bova no le respondió. En aquel momento Darenski se dio cuenta de que se había quedado dormido. Sólo entonces comprendió que su anfitrión estaba borracho como una cuba. Roncaba tanto que sus resoplidos parecían los gemidos de un moribundo, y la cabeza le colgaba de la cama.

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[79] Existe un relato épico del folclore ruso cuyo héroe se llama Bova.

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