Los problemas que le había creado el 6° Ejército le inquietaban y le impedían ser él mismo. La principal desgracia no consistía en la pérdida de Stalingrado ni en las divisiones cercadas, sino en el hecho de que Stalin le había vencido. Bueno, pronto lo arreglaría.
Hitler siempre había tenido pensamientos ordinarios y debilidades encantadoras, pero como era grande y omnipotente, todo eso conmovía y suscitaba admiración en el pueblo. El encarnaba el ímpetu nacional alemán. Pero tan pronto como la potencia de la nueva Alemania y de sus fuerzas armadas había comenzado a vacilar, también su sabiduría se había ofuscado y había perdido su genialidad. No envidiaba a Napoleón. No soportaba a los hombres cuya grandeza no desaparecía en la soledad, en la impotencia, en la miseria; a los hombres que en un sótano oscuro, en un desván, conservaban la fuerza.
No había podido, durante aquel paseo solitario por el bosque, sacudirse de encima el peso de la cotidianidad y encontrar en el fondo de su alma una solución sincera y superior, inaccesible para las ratas de oficina del Estado Mayor General y de la dirección del Partido.
La sensación de haberse vuelto un hombre corriente venía acompañada de una insoportable sensación de opresión. No era un hombre como los demás lo que hacía falta para fundar la nueva Alemania, para avivar la guerra y los hornos de Auschwitz, para crear la Gestapo. El fundador y Führer de la nueva Alemania debía sobresalir entre la humanidad. Sus sentimientos, sus pensamientos, su vida cotidiana sólo podían existir por encima del resto de los seres humanos.
Los tanques rusos le habían devuelto al punto de partida. Sus pensamientos, sus decisiones, su odio no estaban hoy dirigidos contra Dios y el destino del mundo. Los carros rusos le habían vuelto a situar entre los hombres.
La soledad en el bosque, que inicialmente le había calmado, ahora le parecía espantosa. Solo, sin guardaespaldas, sin los habituales ayudantes de campo, se sentía como el niño del cuento que se pierde en la oscuridad del bosque encantado. Del mismo modo vagaba Pulgarcito; así se había perdido la cabritilla en el bosque, sin saber que en la oscuridad acechaba el lobo.
De las oscuras tinieblas de las décadas transcurridas emergieron sus miedos infantiles, el recuerdo de la ilustración de un libro de cuentos: una cabritilla en un claro iluminado por el sol, y entre la espesura húmeda y oscura del bosque, los ojos rojos y los dientes blancos del lobo.
De repente Hitler sintió deseos de, gritar como cuando era niño; deseaba llamar a su madre, cerrar los ojos, correr.
Pero en el bosque, entre los árboles, se ocultaba el regimiento de su guardia personal, miles de hombres fuertes, entrenados, despiertos, con reflejos inmediatos. La misión de su vida consistía en evitar que el mínimo soplo de aire llegara a mover un pelo de su cabeza, que no lo tocara siquiera. El zumbido discreto del teléfono transmitía a todos los sectores y zonas los movimientos del Führer, que había decidido pascar solo por el bosque.
Dio media vuelta y, reprimiendo el deseo de salir corriendo, se dirigió hacia los edificios verde oscuro de su cuartel general.
Los guardias vieron que el Führer apretaba el paso, sin duda para tratar asuntos urgentes que requerían su presencia en el Estado Mayor. ¿Cómo podían imaginar que pocos minutos antes del crepúsculo el caudillo de Alemania había escapado del lobo del cuento?
Detrás de los árboles brillaban las luces de los edificios del Estado Mayor. Por primera vez, al pensar en el fuego de los hornos crematorios sintió un horror humano.
18
Una extraña inquietud se apoderó de los hombres que se encontraban en los refugios y en el puesto de mando del 62° Ejército: tenían ganas de tocarse la cara, palpar sus uniformes, mover los dedos de los pies encerrados en las botas. Los alemanes no disparaban. Se había hecho el silencio.
Aquel silencio daba vértigo. Los hombres tenían la impresión de haberse vaciado, de que se les había entumecido el corazón; que los brazos, las piernas se movían como miembros extraños. Causaba una impresión inverosímil, inconcebible, comer las gachas en silencio, y en silencio escribir una carta, despertarse por la noche en medio de la calma. El silencio tenía voz propia, había hecho nacer una infinidad de sonidos que parecían nuevos y extraños: el tintineo del cuchillo, el susurro de la página de un libro, el crujido de la tarima, las pisadas de los pies desnudos, el chirrido de la pluma, el tictac del reloj de pesas en la pared del refugio.
El jefe del Estado Mayor del ejército Krilov entró en el refugio del comandante. Chuikov estaba sentado en el catre y frente a él, detrás de una pequeña mesa, se hallaba Gurov. Krilov quería anunciar rápidamente las últimas novedades: el frente de Stalingrado había pasado al ataque, el cerco sobre las tropas de Paulus se decidiría en las próximas horas. Miró a Chuikov y Gúrov y tomó asiento, en silencio, en el catre. Krilov debió de ver algo muy importante en los rostros de sus camaradas para no hacerles partícipes de esa información, que tenía una importancia capital.
Los tres hombres permanecían callados. El silencio daba vida a nuevos ruidos hasta ese instante borrados en Stalingrado. El silencio estaba a punto de generar nuevos pensamientos, pasiones, inquietudes que habían sido acallados durante los días de combate.
Pero en esos instantes no tenían todavía nuevos pensamientos: sus emociones, ambiciones, ofensas, odio no se habían liberado del peso aplastante de Stalingrado. No pensaban que de ahora en adelante sus nombres estarían ligados a una página gloriosa de la historia militar de Rusia.
Aquellos instantes de silencio fueron los mejores de su vida, instantes regidos exclusivamente por sentimientos humanos, y ninguno de los allí presentes pudo explicarse el motivo de tanta felicidad y de tanta tristeza, del amor y la paz que les había invadido.
¿Es necesario continuar hablando de los generales de Stalingrado después del éxito del ataque defensivo? ¿Es necesario contar las pasiones mezquinas que se adueñaron de algunos jefes de la defensa en Stalingrado? ¿De cómo bebían y discutían sin interrupción a propósito de una gloria indivisible? ¿De cómo Chuikov, borracho, se lanzó contra Rodímtsev con la intención de estrangularlo sólo porque, en el mitin celebrado para conmemorar la victoria de Stalingrado, Nikita Jruschov abrazó y besó a Rodímtsev sin dignarse mirar siquiera a Chuikov?
¿Es necesario explicar que Chuikov y su Estado Mayor fueron los primeros en abandonar la santa tierra de Stalingrado para asistir a las celebraciones del vigésimo aniversario de la Cheká-OGPU? ¿Y que al día siguiente él y sus camaradas, borrachos como una cuba, estuvieron a punto de ahogarse en el Volga y fueron sacados del agua por los soldados? ¿Es necesario hablar de los insultos, los reproches, las sospechas, la envidia?
La verdad es sólo una. No hay dos verdades. Sin verdad, o bien con fragmentos, con una pequeña parte de la verdad, con una verdad cortada y podada, es difícil vivir. Una verdad parcial no es una verdad. Dejemos que en esta maravillosa y silenciosa noche reine en el alma la verdad, sin máscaras. Restituyamos a los hombres, por esta noche, la bondad, la grandeza de sus duras jornadas de trabajo…
Chuikov salió del refugio y subió despacio a la cima de la pendiente del Volga. Los escalones de madera crujían bajo sus pies. Estaba oscuro. £1 este y el oeste callaban. Las siluetas de los bloques de las fábricas, las ruinas de los edificios de la ciudad, las trincheras, los refugios se habían fundido en la tranquila y silenciosa tiniebla de la tierra, del cielo, del Volga.
Así se manifestaba la victoria del pueblo. No con la marcha ceremonial del ejército bajo el estruendo de la orquesta, ni tampoco en los fuegos artificiales o en las salvas de la artillería, sino en la húmeda quietud nocturna que envolvía a la tierra, la ciudad, el Volga…