Usted incitó a la traición a Grékov, un patriota, intentando convencerle de que se pasara al bando enemigo. Usted ha traicionado la confianza de sus superiores, la confianza del Partido que le envió en misión a aquella casa en calidad de comisario militar. Pero ¿cómo se comportó una vez allí? ¡Como un agente enemigo!
Al alba Nikolái Grigórievich fue golpeado de nuevo y tuvo la impresión de sumergirse en una tibia leche negra. De nuevo, el hombre con las charreteras estrechas asintió mientras secaba la aguja de la jeringuilla, y el juez instructor repitió:
– Bien, puesto que la medicina lo permite…
Estaban sentados el uno frente al otro. Krímov miró la cara extenuada de su interlocutor, y se asombró de su propia ausencia de rencor: ¿es posible que hubiera querido coger a aquel hombre de la corbata y estrangularlo? Ahora en Nikolái Grigórievich había surgido un sentimiento de intimidad con el juez instructor. La mesa ya no los separaba, sino que estaban sentados como dos camaradas dos hombres afligidos.
De repente a Krímov le vino a la cabeza aquel hombre al que habían fusilado mal y que, en una noche de otoño había regresado de la estepa a la sección especial del frente con la ropa interior ensangrentada.
«Ése es mi destino -pensó-. Yo tampoco sé adonde ir. Ya es demasiado tarde.»
Luego pidió ir al lavabo-
A su regreso había aparecido el capitán del día antes. Levantó la cortina de camuflaje apagó la lámpara y se encendió un cigarrillo.
Y Nikolái Grigórievich volvió a ver la luz del día, desapacible, como si no la proyectara el sol o el cielo, sino el ladrillo gris de la prisión interior.
44
Los catres estaban vacíos: sus vecinos habían sido trasladados o estaban siendo sometidos a interrogatorio.
Él yacía hecho añicos, inconsciente, cubierto de escupitajos por la vida, con un dolor insoportable en el lumbago y los riñones magullados.
En aquellas horas de amargura en que su vida se quebraba comprendió el valor del amor de una mujer. ¡Una mujer! Sólo ella puede querer a un hombre pisoteado por botas de hierro. Allí está él, cubierto de escupitajos, y ella le lava los pies, le desenreda el pelo, acaricia sus ojos que se han vuelto apáticos. Cuanto más le han destruido el alma, cuanto más repugnante se ha convertido y más despreciable es para el mundo, más querido es para ella. Ella corre detrás del camión, hace cola en Kuznetski Most, en la valla del campo; hace de todo para mandarle bombones, cebollas; en el hornillo de petróleo cocina galletas; daría años enteros de su vida sólo por verle media hora…
No todas las mujeres con las que te acuestas pueden ser tu mujer.
Su desesperación era tan lacerante que tuvo deseos de provocar la misma desesperación en otra persona.
Compuso mentalmente las líneas de una carta-. «Después de enterarte de lo ocurrido, te has alegrado no porque me hayan aplastado sino porque has llegado a tiempo de escaparte de mí, y bendices ese instinto de roedor que te ha permitido abandonar el barco antes de que se fuera a pique…, estoy solo…».
Le relampagueó la imagen del teléfono sobre la mesa del juez instructor…, aquel robusto animal que le golpea en los costados, bajo las costillas…, el capitán que levanta la cortina, apaga la luz…, y las hojas del expediente susurran, susurran, y aquel susurro le adormece…
De repente le pareció que un punzón curvo calentado al rojo vivo le perforaba el cráneo, y tuvo la impresión de que su cerebro desprendía un hedor a chamuscado: Yevguenia Nikoláyevna le había denunciado!
«¡De mármol! ¡De mármol!» Aquellas palabras que le habían dicho una mañana en Známenka, en el despacho del presidente del Consejo Militar Revolucionario de la República… El hombre de barba puntiaguda y lentes de resplandecientes cristales había leído el artículo de Krímov y le hablaba en voz baja y afectuosa. Ahora se acordaba: por la noche le había contado a Zhenia que el Comité Central le había llamado al Komintern para confiarle el encargo de la redacción de obras para la editorial Politizdat. Porque hubo un tiempo en el que había sido un ser humano. Y le había explicado que Trotski, después de leer su artículo «Revolución o reforma: China y la India», había dicho: «Es puro mármol».
Esas palabras habían sido dichas en una conversación intima y nunca se las había repetido a nadie excepto a Zhenia. Por tanto el juez instructor tenía que haberlas oído de sus labios. Ella le había denunciado.
Ahora ya no sentía las setenta horas pasadas en vela, no podía dormir más. ¿La habían obligado? Pero ¿había alguna diferencia? «Cantaradas, Mijaíl Sídorovich, ¡soy un hombre muerto! Me han matado. No con la bala de una pistola, ni con la fuerza de los puños, ni con la tortura del sueño. Me ha matado Zhenia. Confesaré lo que queréis, lo reconoceré todo. Con una sola condición: confirmadme que ha sido ella quien me ha denunciado.»
Se deslizó de la cama y comenzó a golpear con el puño contra la puerta, gritando:
– Que me lleven ante el juez instructor, lo firmaré todo.
El oficial de servicio se acercó y dijo:
– Deje de montar escándalo, prestará declaración cuando le llamen.
No podía estar solo. Se sentía mejor, más ligero, cuando le pegaban, cuando perdía el conocimiento… Puesto que la medicina lo permite…
Volvió cojeando hasta el catre, y justo cuando parecía que ya no podría soportar más tiempo ese tormento en el alma, cuando parecía que el cerebro le estaba a punto de estallar y que mil agujas se le clavaban en el corazón, en la garganta, en los ojos, lo comprendió: ¡Zhénechka no había podido traicionarle! Tuvo un acceso de tos y le recorrió un temblor.
– Perdóname, perdóname. No era mi destino vivir feliz contigo; yo soy el culpable de todo esto, no tú.
Y de pronto le invadió un sentimiento maravilloso. Probablemente era la primera persona que experimentaba esa sensación en aquel edificio desde el momento en que Dzerzhinskí había puesto un pie dentro.
Se despertó y enfrente estaba Katsenelenbogen, sentado pesadamente con el pelo despeinado a lo Beethoven.
Krímov le dirigió una sonrisa, y la frente baja y carnosa de su compañero se frunció. Krímov comprendió que Katsenelenbogen había interpretado su sonrisa como un signo de locura,
– Veo que le han zurrado de lo lindo -observó Katsenelenbogen, señalando la guerrera manchada de sangre de Krímov.
– Sí, me han dado fuerte -confirmó él, torciendo la boca-. Y usted, ¿cómo está?
– Me han dado un paseo hasta el hospital. Nuestros vecinos se han ido: a Dreling la OSO le ha metido diez años más, con los que suma treinta, y Bogoleyev ha sido transferido a otra celda.
– Ah… -dijo Krímov.
– Venga, desahóguese.
– Creo que bajo el comunismo -dijo Krímov- el MGB recogerá en secreto todo lo bueno de las personas, cada palabra amable que hayan pronunciado. Los agentes rastrearán escuchas telefónicas, examinarán cartas, conversaciones íntimas, en busca de palabras dichas con fidelidad, honestidad y bondad, para informar a la Lubianka y recogerlas en un expediente. ¡Sólo las cosas buenas! En estos lugares reforzarán la fe en el hombre, en lugar de destruirla, como hacen ahora. La primera piedra la he puesto yo… Creo que a pesar de las denuncias y las mentiras he vencido, creo, creo…
Katsenelenbogen, que le escuchaba con aire distraído, dijo:
– Es verdad, así será. Sólo cabe añadir que una vez compuesto ese maravilloso expediente, a uno le traerán aquí, a 'a casa grande, e igualmente le liquidarán-.
Muró con ojos escrutadores a Krímov, sin lograr entender por qué en su cara terrosa, amarillenta, con los ojos hundidos e inflamados, y rastros negros de sangre en la barbilla, lucía una sonrisa de felicidad y calma.