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– Por supuesto -confirmó el capitán-.

Entretanto sus subordinados pegan alguna que otra cabezada.

Del mismo modo que un obrero que al comenzar su turno echa una ojeada a la máquina e intercambia unas palabras apresuradas con el compañero al que sustituye, así actuó el juez instructor, que miró a Krímov, el escritorio, y luego dijo:

– Muy bien, camarada capitán.

Echó una ojeada al reloj, sacó la carpeta del cajón, desató los lazos, hojeó algunos papeles y, rebosante de ardor y energía, declaró:

– Venga, Krímov, continuemos.

Y se pusieron manos a la obra.

El juez instructor se interesaba hoy por la guerra. Y una vez más demostró estar al corriente de infinidad de cosas: conocía los destinos de Krímov, sabía el numero de los regimientos y los ejércitos, el nombre de las personas que habían combatido junto a él, le recordaba las palabras pronunciadas en la sección política, su observación a propósito de la nota llena de faltas de un general.

Todo el trabajo realizado en el frente, sus discursos pronunciados bajo el fuego alemán, la fe que había compartido con los soldados en los duros días de la retirada las privaciones, el frío…, todo, de repente, había dejado de existir.

No era más que un charlatán deplorable, un hombre de dos caras que había desmoralizado a sus camaradas, les había contagiado su incredulidad y su desesperación, ¿Cómo no iban a suponer que los servicios de inteligencia le habían ayudado a cruzar la línea del frente para que pudiera seguir con sus actividades de espía y saboteador?

En los primeros minutos del nuevo interrogatorio, a Krímov se le contagiaron las fuerzas renovadas del descansado juez instructor.

– Como quiera -declaró-, pero nunca confesaré que soy un espía.

El juez instructor miró por la ventana: estaba oscureciendo y apenas distinguía los papeles sobre la mesa.

Encendió la lámpara de sobremesa y bajó la cortina azul.

Del otro lado de la puerta llegó un aullido bestial y lúgubre, pero de pronto se interrumpió y de nuevo se hizo el silencio.

– Continuemos, Krímov -dijo el juez instructor mientras se sentaba de nuevo a la mesa. Preguntó a Krímov si sabía por qué nunca le habían ascendido, y recibió una respuesta confusa.

– El hecho es, Krímov, que usted ha servido en el frente como comisario de batallón cuando debería haber sido miembro del Consejo Militar del ejército o incluso del frente.

Por un instante miró fijamente a Krímov sin decir nada, y tal vez escrutándolo por primera vez como un verdadero juez instructor, luego pronunció con voz solemne:

– El propio Trotski afirmó de sus artículos: «Es puro mármol». Si ese reptil hubiera usurpado el poder, le habría Sentado a usted en lo más alto. No es para tomarlo a broma: «puro mármol».

«Bueno, hasta ahora sólo eran cartas menores -pensó Krímov-. Ahora sacará el as.»

Está bien, está bien, se lo diría todo: cuándo, dónde, en qué ocasión… Pero también al camarada Stalin se le podrían plantear las mismas preguntas. Krímov nunca había tenido ninguna relación con el trotskismo, siempre había votado contra las resoluciones trotskistas, ni una sola vez a favor.

Pero lo más importante era poder quitarse los zapatos, tumbarse, poner los pies descalzos en alto, dormir y rascarse durante el sueño.

El juez instructor arremetió de nuevo, con voz baja y afectuosa:

– ¿Por qué no quiere usted ayudarnos? ¿Cree que todo consiste en que haya cometido o no crímenes antes de la guerra, o en que reanudara sus contactos o fijara encuentros durante el cerco? El problema es más serio, más profundo. Tiene que ver con la nueva orientación del Partido. Ayude al Partido en esta nueva etapa de lucha. Para hacerlo es necesario que se deshaga de las valoraciones del pasado. Este es un deber que sólo los bolcheviques son capaces de afrontar. Por este motivo hablo con usted.

– De acuerdo, muy bien -dijo despacio, soñoliento, Krímov-, puedo admitir que me haya convertido en portavoz involuntario de las opiniones hostiles al Partido. Tal vez mi internacionalismo entrara en contradicción con la noción del Estado socialista soberano. Puede que, a causa de mi carácter, después de 1937 haya sido ajeno a la nueva orientación del Partido, a los nuevos hombres. Estoy dispuesto a admitirlo. Pero por lo que respecta al espionaje, al sabotaje…

– ¿A qué viene ese «pero»? Ve, iba por buen camino, estaba a punto de reconocer su hostilidad hacía la causa del Partido. ¿Es posible que la forma tenga tanta importancia? ¿Por qué ese «pero» si usted ya ha admitido lo más importante?

– No, nunca admitiré que soy un espía.

– Por lo tanto se niega a ayudar al Partido. Habla, y cuando estamos a punto de llegar al fondo de la cuestión, ¿quiere enterrar la cabeza como un avestruz? ¡Usted es una mierda, una mierda de perro!

Krímov pegó un salto, cogió al juez instructor por la corbata, luego dio un puñetazo contra la mesa y dentro del teléfono algo resonó. Gritó con voz penetrante, casi aullando:

– Tú, hijo de puta, canalla, ¿dónde estabas cuando yo guiaba a los hombres al combate en Ucrania y en los bosques de Briansk? ¿Dónde estabas tú cuando yo me batía en pleno invierno en Vorónezh? Tú, miserable, ¿has estado en Stalingrado? ¿Y soy yo el que no ha hecho nada por el Partido? ¿Acaso eres tú, hocico de policía, el que ha defendido la patria soviética estando aquí en la Lubianka? ¿No he sido yo el que ha luchado por nuestra causa en Stalingrado? ¿Fuiste tú el que estuvo a punto de ser ejecutado en Shanghai? ¿Fue a ti, basura, o a mí a quien uno de los soldados de Kolchak le disparó en el hombro izquierdo?

Después le pegaron, pero no de modo primitivo, golpeándole en la cara, como hacían en la sección especial del frente, sino con refinamiento y método científico, teniendo en cuenta nociones de fisiología, y anatomía.

Le golpeaban dos jóvenes vestidos con uniformes visiblemente nuevos, y él gritaba:

– Vosotros, sinvergüenzas, mereceríais ir al batallón disciplinario… Habría que mandaros a primera línea… desertores…

Ellos hacían su trabajo, sin rabia, sin perder los estribos. Parecía que no le pegaban muy fuerte, pero los golpes eran tremendos, como un insulto repugnante dejado caer con frialdad.

Comenzó a manar sangre de la boca de Krímov, a pesar de que no había recibido ni un solo golpe en los dientes, y aquella sangre no procedía de la nariz, ni de la mandíbula, ni de un mordiscoen la lengua, como en Ájtuba… Aquélla era sangre profunda, que salía de los pulmones. Ya no recordaba dónde estaba, no recordaba con quién estaba… Encima de él apareció de nuevo la cara del juez instructor.

Señaló con el dedo el retrato de Gorki que colgaba en la pared sobre el escritorio y preguntó:

– ¿Qué dijo el gran escritor proletario Maksim Gorki?

Y en tono pedagógico y persuasivo se respondió a sí mismo:

– Si el enemigo no se rinde, hay que aniquilarlo.

Después vio la lámpara en el techo y a un hombre con charreteras estrechas.

– Muy bien, puesto que la medicina lo permite -dijo el juez instructor-, se acabó el descanso. Krímov se encontró enseguida sentado de nuevo ante la mesa escuchando argumentos persuasivos:

– Podemos seguir así una semana, un mes, un año… Simplifiquemos las cosas: aunque usted no sea culpable de nada, firmará lo que yo le diga. Después no volverán a pegarle. ¿Está claro? Tal vez la OSO le condene, pero no le golpearán más. ¡Que no es poco! ¿Cree que me gusta que le peguen? Le dejaremos dormir. ¿Queda claro?

Pasaban las horas y la conversación continuaba. Parecía que ya nada podía desconcertar a Krímov, sacarle de su sopor.

Sin embargo, al escuchar el nuevo discurso del juez instructor, entreabrió sorprendido la boca y levantó la cabeza.

– Todo esto pertenece al pasado, podemos olvidarlo -dijo el juez instructor, señalando la carpeta de Krímov-; pero lo que no podemos olvidar es que usted ha traicionado a la patria durante la batalla de Stalingrado. Tenemos testigos, documentos que le imputan. Usted ha trabajado con el fin de socavar la conciencia política de la casa 6/1.

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