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– Vendré a verte de nuevo… Te ordenaré las ideas; de ahora en adelante yo seré tu maestro.

A la mañana siguiente, Abarchuk se encontró al enfermero Triufelev en la plaza del campo. Arrastraba un trineo con un bidón de leche amarrado con cuerdas. Era extraño ver a alguien en el Polo Ártico con la cara bañada en sudor.

– Tu amigo no beberá más leche -dijo-. Se ha colgado durante la noche.

Siempre es agradable sorprender al interlocutor con una noticia inesperada, y el enfermero miró a Abarchuk con aire triunfante.

– ¿Ha dejado alguna nota? -preguntó Abarchuk aspirando una bocanada de aire gélido.

Estaba seguro de que Magar habría dejado una nota y que la escena de ayer era totalmente fortuita.

– ¿Una nota para qué? ¿Para que acabe en manos del óper?

Aquélla fue la peor noche de su vida. Estaba tumbado inmóvil, apretando los dientes, los ojos completamente abiertos y fijos contra la pared de enfrente, cubierta de las manchas oscuras de las chinches aplastadas.

Se dirigía a su hijo, a aquel que un día le había negado su apellido, le invocaba: «Tú eres lo único que me queda, eres mi única esperanza. ¿Lo entiendes? Mi amigo, mi maestro quería matar en mí la voluntad y la razón, y él mismo se ha matado. Tolia, Tolia, eres lo único que me queda en el mundo, ¿puedes verme? ¿Puedes oírme? ¿Sabrás algún día que tu padre no se doblegó, que no sucumbió a la duda?».

Entretanto, a su alrededor, el campo dormía en un sueño profundo, ruidoso, desagradable. El aire, que se había vuelto pesado y sofocante, estaba atravesado por ronquidos, gemidos, gritos y el sonido de dientes rechinando.

De repente, Abarchuk se levantó sobre el catre: le pareció ver que se movía una sombra, rápida y silenciosa.

42

A finales del verano de 1942 el Ejército del Grupo del Cáucaso comandado por Kleist se había apoderado de la explotación petrolera soviética cerca de Maikop. Los ejércitos alemanes habían llegado a Cabo Norte y Creta, al norte de Finlandia y a las costas del Canal de la Mancha. El Zorro del desierto, el mariscal Erwin Rommel, se encontraba a ochenta kilómetros de Alejandría. Los cazadores habían alzado la bandera con la esvástica sobre la cima del Elbrus. Manstein había recibido la orden de mover sus gigantescos cañones y los lanzacohetes de la nueva artillería hacia la ciudadela del bolchevismo, Leningrado. Mussolini elaboraba el plan de ataque contra el Cairo y se entrenaba en montar un semental árabe. Dietl, el soldado de las nieves, había llegado a latitudes septentrionales nunca antes alcanzadas por ningún conquistador europeo. París, Viena, Praga, Bruselas se convirtieron en ciudades de provincia alemanas.

Había llegado el momento para el nacionalsocialismo de realizar sus más crueles designios contra la vida humana y la libertad. Los líderes del fascismo mienten cuando afirman que la tensión de la lucha les obliga a ser tan crueles. Al contrario, el peligro los reconduce a la cordura; la falta de confianza en sus fuerzas les obliga a moderarse.

El día en que el fascismo esté convencido de su triunfo definitivo, el mundo se atragantará en sangre. Cuando el fascismo no encuentre más resistencia armada, nada contendrá ya a los verdugos de los niños, las mujeres y los viejos. Porque el ser humano es el gran enemigo del fascismo.

En otoño de 1942 el gobierno del Reich adoptó una serie de leyes particularmente crueles e inhumanas.

En particular, el 12 de septiembre de 1942, cuando el nacionalsocialismo estaba en el apogeo de sus éxitos militares, los judíos de Europa fueron sustraídos a la jurisdicción de los tribunales ordinarios y transferidos a la Gestapo.

Adolf Hitler y los dirigentes del Partido tomaron la decisión de aniquilar a la nación judía.

43

A veces Sofía Ósipovna Levinton pensaba en su vida anterior: cinco años de estudios en la Universidad de Zúrich, las vacaciones de verano que había pasado en París e Italia, los conciertos en el conservatorio, las expediciones a las regiones montañosas del Asia Central, sus treinta y dos años de trabajo como doctora, sus platos preferidos, sus amistades cuyas vidas, hechas de días duros y días felices, se habían trenzado con la suya, las habituales conversaciones telefónicas, las palabras ucranianas de siempre: «Hola…, qué tal…», las partidas de cartas, los objetos que se habían quedado en su habitación de Moscú.

Recordaba los meses pasados en Stalingrado: Aleksandra Vladímirovna, Zhenia, Seriozha, Vera, Marusia. Cuanto más cerca de ella estaban las personas, más lejos parecían irse.

Una tarde, Sofía Ósipovna, encerrada en un vagón de mercancías varado en una vía muerta de un nudo ferroviario que estaba a escasa distancia de Kiev, buscaba piojos en el cuello de su chaqueta mientras a su lado dos ancianas hablaban en yiddish, rápido y en voz baja. De improviso comprendió con una claridad insólita que todo aquello le estaba pasando a ella: a la pequeña Sóniechka de la infancia, a la Sonka de los años de juventud, a Sofía, a la mayor Sofía Ósipovna Levinton, médico militar.

El cambio principal que se producía en las personas consistía en el debilitamiento de su sentido de la individualidad mientras que, cada vez con mayor intensidad, advertían el sentido de la fatalidad.

«¿Quién soy en realidad? ¿Quién es la auténtica Sofía? -se preguntaba-. ¿Es la enclenque mocosa que tenía miedo de papá y la abuela, o la corpulenta, la irascible Sonia con los galones en el cuello, o la de hoy, la sucia y piojosa Sofía?»

El deseo de la felicidad se había evaporado, pero en su lugar habían aparecido infinidad de aspiraciones y proyectos: desembarazarse de los piojos… levantarse hasta la rendija y respirar un poco de aire puro… poder orinar… lavarse al menos un pie… y además el deseo, el deseo vivo en todo el cuerpo, de beber.

La habían arrojado en aquel vagón y, mientras miraba en la penumbra, que en un primer momento le había parecido oscuridad total, había oído una risa en voz baja.

– ¿Es que hay locos que ríen aquí dentro? -preguntó.

– No -respondió una voz de hombre-, estamos contándonos chistes.

Alguien musitó melancólicamente:

– Una judía más en nuestro desventurado convoy.

De pie al lado de la puerta, Sofía Osipovna entornaba los ojos para acostumbrarse a la oscuridad y respondía a las preguntas que le hacían.

Además de los llantos, los gemidos, el hedor, la envolvió una atmósfera de palabras y entonaciones olvidadas desde la infancia…

Sofía Ósipovna quiso adentrarse más en el vagón, pero no pudo avanzar. Notó una pierna delgadita con pantalones cortos y se disculpó:

– Perdóname, pequeño, ¿te he hecho daño?

Pero el muchacho no respondió. Entonces dijo dirigiéndose a la oscuridad:

– ¿La mamá de este niño mudo podría decirle que se moviera? No puedo quedarme todo el rato de pie.

Desde un rincón se oyó una voz de hombre teatral, histérica:

– Tendría que haber enviado un telegrama de antemano, entonces le habríamos reservado una habitación con baño.

– Imbécil -profirió Sofía Osipovna.

Una mujer cuya cara ya podía distinguir en la penumbra dijo:

– Siéntese a mi lado, aquí hay sitio de sobra.

Sofía Osipovna sintió que se apoderaba de sus dedos un temblor rápido, ligero.

Era el mundo de su infancia, el mundo de los shtetl, y pudo constatar cómo había cambiado todo.

En el vagón había trabajadores de cooperativas, radio-técnicos, estudiantes de una escuela de magisterio, profesores de un instituto profesional, un ingeniero de una fábrica de conservas, un zootécnico, una chica veterinaria. Antes en los shtetl no se conocían aquellas profesiones. Pero Sofía Ósipovna no había cambiado, seguía siendo la misma niña que tenía miedo de papá y la abuela. ¿Era posible que aquel mundo, en el fondo, tampoco hubiera cambiado? Por otra parte, ¿qué importancia tenía? Viejo o nuevo, el mundo del shtetl rodaba hacia el abismo.

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