– Es así, Víktor Pávlovich; en este mundo no hay paz para la buena gente.
Una vez se hubo puesto el abrigo, Víktor Pávlovich subió de nuevo las escaleras y se detuvo ante el tablero del periódico mural. Leyó el artículo y, azorado, miró a su alrededor; le pareció que le iban a arrestar al instante, pero el vestíbulo estaba desierto y tranquilo.
La relación de desequilibrio entre la fragilidad del cuerpo humano y la potencia colosal del Estado se le apareció en su concreta e imponente realidad; tuvo la sensación de que el Estado le escrutaba el rostro con unos ojos enormes, claros. De un momento a otro se abalanzaría sobre su cuerpo, y él, castañeteando los dientes, emitiría un gemido, un grito, y desaparecería para siempre.
La calle estaba atestada, pero a Shtrum le parecía que una franja de tierra de nadie le separaba de los transeúntes.
En el trolebús un hombre tocado con un gorro militar de invierno le decía a su compañero de viaje, con voz excitada:
– ¿Has oído el boletín «Última hora»?
Desde los asientos de delante, alguien gritó:
– ¡Stalingrado! Los alemanes han sido aplastados.
Una mujer entrada en años miró a Shtrum como si le reprochara su silencio.
Shtrum estaba pensando en Sokolov con ternura: «Los hombres están llenos de defectos; él los tiene y yo también».
Pero tras considerar que equipararse a los demás en sus debilidades y defectos nunca es del todo sincero, enseguida rectificó: «Sus opiniones dependen del amor que profesa al Estado, del éxito de su vida. Se arrima al sol que más calienta; ahora que la victoria está cercana no pronunciará ni una sola palabra de crítica. Yo soy diferente, tanto si le va bien al Estado como si le va mal, tanto si me golpea como si me acaricia, mi actitud hacia él no cambia».
Cuando llegara a casa le contaría a Liudmila Nikoláyevna lo del artículo. Esta vez sí que le habían tomado en seno. Le diría: «Ahí tienes mi premio Stalin, Liúdochka. Sólo se escriben artículos de ese tipo cuando se quiere encarcelar a alguien».
«Nuestros destinos están unidos -pensó-. Si te invitaran a la Sorbona para impartir un ciclo de conferencias, ella vendría conmigo; y si me mandaran a un campo de Kolymá, también me seguiría.
«Bien, no puedes decir que no te lo has ganado, y a pulso además», le diría Liudmila Nikoláyevna.
Y él le replicaría con acritud: «No necesito críticas sino comprensión. Críticas tengo más que suficientes en el instituto».
Fue Nadia la que le abrió la puerta. En la penumbra del pasillo, ella le abrazó, apretándose contra su pecho.
– Tengo frío, estoy empapado; deja que me quite el abrigo. ¿Qué ha pasado? -preguntó.
– ¿Es que no te has enterado? ¡Stalingrado! Una inmensa victoria. Los alemanes están acorralados, ¡Venga, entra enseguida!
Le ayudó a quitarse el abrigo y le arrastró hacia la habitación tirándole del brazo.
– Por aquí, por aquí. Mamá está en la habitación de Tolia.
Abrió la puerta. Liudmila Nikoláyevna estaba sentada en el escritorio de Tolia. Volvió lentamente la cabeza hacia él y le sonrió con aire triste y solemne.
Aquella noche Shtrum no le contó a Liudmila lo que había ocurrido en el instituto.
Estaban sentados ante el escritorio de Tolia. Liudmila Nikoláyevna dibujaba en un folio la posición de los alemanes cercados en Stalingrado mientras le explicaba a Nadia su propio plan de operaciones militares.
Durante la noche, en su cuarto, Shtrum no dejó de pensar: «¡Dios mío! ¿Y si escribiera una carta de arrepentimiento? Todo el mundo lo hace en esta clase de situaciones».
22
Transcurrieron varios días desde la aparición del artículo en el periódico mural. El trabajo en el laboratorio seguía su curso habitual.
Shtrum tenía momentos bajos, luego recuperaba la energía se mostraba activo, iba de aquí para allá en el laboratorio tamborileando los dedos ágiles, bien en el alféizar de la ventana, bien en las cajas metálicas, sus melodías preferidas.
Decía en tono de broma que, evidentemente, en el instituto se había propagado una epidemia de miopía, porque los conocidos que se encontraban cara a cara con él pasaban de largo, abstraídos, sin saludarle siquiera. Gurévich, pese a que le había visto desde lejos, había adoptado un aire pensativo, había cruzado la calle y se había detenido a contemplar un cartel. Shtrum, siguiendo su recorrido, se había vuelto para mirarle; en el mismo instante también Gurévich había levantado la mirada y sus ojos se habían encontrado. Gurévich hizo un gesto de sorpresa y alegría, y comenzó a enviarle señas de saludo. Pero no había nada de divertido en todo aquello.
Svechín, al encontrarse con Shtrum, le había saludado y había ralentizado el paso con buenas formas, pero por la expresión de su cara se diría que se había topado con el embajador de una potencia enemiga.
Víktor Pávlovich llevaba la cuenta de quién le había dado la espalda, quién le saludaba con un movimiento de cabeza, quién le estrechaba la mano.
Cuando llegaba a casa, lo primero que preguntaba a su mujer era:
– ¿Ha llamado alguien?
Liudmila Nikoláyevna respondía como siempre:
– Nadie, excepto Maria Ivánovna.
Y sabiendo de antemano qué pregunta venía a continuación después de esas palabras, añadía:
– De Madiárov todavía no hay ninguna noticia.
– Ya lo ves -le decía él-, los que telefoneaban cada día ahora lo hacen de vez en cuando; y los que lo hacían ocasionalmente han dejado de hacerlo del todo.
Le parecía que también en casa le trataban de manera diferente. Una vez Nadia había pasado delante de él, que estaba bebiendo un té, sin saludarlo.
Shtrum le había gritado en tono airado:
– ¿Ya no se dice ni buenos días? ¿Qué soy? ¿Un objeto inanimado?
Evidentemente su cara era tan patética, tan dolorosa que Nidia, comprendiendo su estado de ánimo, en vez de responderle con una grosería se apresuró a decir:
– Perdóname, querido papá. Aquel mismo día él decidió indagar:
– Oye, Nadia, ¿sigues viendo a tu gran estratega? Nadia se limitó a encogerse de hombros, sin articular palabra.
– Quiero advertirte de una cosa -dijo-. Que no se te pase por la cabeza hablar con él de política. Sólo me falta que me pillen por alguna indiscreción tuya.
Nadia, en lugar de responder con una insolencia, observó:
– Puedes estar tranquilo, papá.
Por la mañana, al acercarse al instituto, Shtrum comenzaba a mirar alrededor y luego aminoraba el paso, y de nuevo lo aceleraba. Una vez se había convencido de que el pasillo estaba vacío, caminaba a toda prisa, con la cabeza gacha, y si en alguna parte se abría una puerta, a Víktor Pávlovich se le encogía el corazón.
Al entrar en el laboratorio, su respiración era pesada, como la de un soldado que acaba de llegar a su trinchera después de atravesar un campo bajo fuego enemigo. Un día, Savostiánov pasó a ver a
Shtrum y le dijo:
– Víktor Pávlovich, por lo que más quiera, se lo rogamos todos: escriba una carta, arrepiéntase, le aseguro que eso le ayudará. Reflexione; lo está echando todo a perder y justo cuando tiene por delante un trabajo importante, más que importante, grandioso; las fuerzas vivas de nuestra ciencia le miran con esperanza. Escriba una carta, reconozca sus errores.
– Pero ¿de qué debo arrepentirme? ¿De qué errores? -preguntó Shtrum.
– Qué más da, lo hace todo el mundo: escritores, científicos, dirigentes del Partido; incluso nuestro querido músico Shostakóvich reconoce sus errores, escribe cartas de arrepentimiento y, después, continúa trabajando como si nada.
– Pero ¿de qué debería arrepentirme? ¿Ante quién?
– Escriba a la dirección, escriba al Comité Central. No importa, a cualquier parte. Lo principal es que se arrepienta. Algo así como: «Reconozco mi culpa, he tergiversado ciertas cosas, soy plenamente consciente y prometo enmendarme». Más o menos en estos términos; pero usted ya sabe de qué le hablo, es ya un cliché. Lo importante es que esos escritos ayudan, siempre ayudan.