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Aquel primer día la comunicación telefónica funcionaba.
La larga inactividad y el aislamiento de la vida de la casa 6/1 pesaban en la joven radiotelegrafista con una tristeza insoportable. Sin embargo, aquel primer día la preparó para entender cuál era la vida que le esperaba.
Supo que los puestos de observación que transmitían los datos a la artillería de la orilla izquierda del Volga estaban situados en las ruinas del primer piso, y que el superior del primer piso era un teniente que llevaba una guerrera sucia y unas gafas que le resbalaban continuamente por su nariz respingona.
Comprendía que aquel viejo enfadado que soltaba tacos había sido trasladado desde la milicia; estaba orgulloso de ser jefe de pieza. Entre un muro alto y una montaña de cascotes estaban dispuestos los zapadores a las órdenes de un hombre que caminaba gruñendo y torciendo el gesto, como si le dolieran los juanetes de los pies.
El jefe del único cañón era un hombre calvo con una camiseta de marinero a rayas. Se llamaba Koloméitsev. Katia había oído a Grékov gritar:
– ¡Koloméitsev! ¡Despierta! ¡Has vuelto a perder una oportunidad!
La infantería y las ametralladoras estaban al cargo de un suboficial de barba clara. Su cara enmarcada por una barba acentuaba su juventud pero el suboficial debía de hacerse ilusiones de que la barba le daba el aspecto de un hombre maduro, al menos en la treintena.
Por la tarde le dieron de comer pan y salchichón de cordero. Después se acordó de que en el bolsillo de su chaqueta tenía un caramelo y se lo introdujo furtivamente en la boca. Luego le entraron ganas de dormir, a pesar de que los disparos resonaban cerca. Se quedó dormida todavía chupando el caramelo, pero el sufrimiento y la angustia no la abandonaron. De repente llegó a sus oídos una voz lánguida. Sin abrir los ojos, escuchó:
Pero como un vino, la pena de los días idos
acrecienta su fuerza a medida que envejece… [60] Junto al pozo de piedra iluminado por una luz ámbar vespertina se hallaba un chico sucio, con los cabellos desgreñados, que tenía ante sí un libro. Sobre los ladrillos rojos estaban sentados cinco o seis hombres. Grékov estaba tumbado sobre su abrigo con la barbilla apoyada sobre los puños. Un joven de aspecto georgiano escuchaba con incredulidad, como si dijera: «Déjalo, a mí no me comprarás con estas tonterías».
Una explosión cercana levantó una nube de polvo de cascotes, como si se hubiera arremolinado una niebla de fábula; los hombres sentados sobre aquellos montones sangrientos de ladrillo y sus armas en medio de aquella neblina rojiza parecían venir del día terrible del que habla el Cantar de las huestes de Ígor [61]. Inesperadamente, el corazón de la chica se estremeció ante la absurda certeza de una felicidad futura.
Al día siguiente tuvo lugar un acontecimiento que aterrorizó a todos los habitantes de la casa, aunque ya estaban curados de espanto.
El «inquilino» de mayor rango del primer piso, el teniente Batrakov, tenía bajo su mando a un observador y un calculador. Katia los veía varias veces al día: el triste Lampásov, el ingenioso y cándido Bunchuk y el extraño suboficial gafudo que sonreía continuamente ante sus propios pensamientos.
En los momentos de silencio, sus voces se oían a través de un boquete en el techo.
Lampásov había criado pollos antes de la guerra y le describía a Bunchuk la inteligencia y las pérfidas costumbres de sus gallinas. Bunchuk, pegado al visor, hablaba como cantando y arrastrando las palabras: «Sí, hay una columna de vehículos de fritzes que viene desde Kalach… Un tanque en el medio… Algunos fritzes más a pie, todo un batallón… Y tres cocinas de campaña, como ayer, echan humo y los fritzes van con cacerolas…». Algunas de sus observaciones no tenían importancia estratégica, sólo presentaban un interés costumbrista. Canturreaba: «El comandante de los fritzes pasea un perro, el perro husmea un poste, probablemente quiere orinar… Lo está haciendo… y el oficial espera». Y luego: «Ahora veo a dos chicas hablando con varios fritzes… les ofrecen cigarrillos a las chicas… Una chica coge uno, lo enciende, la otra sacude la cabeza, parece que diga: “yo no fumo…”».
De repente Bunchuk, con el mismo tono cantarín, anunció: «La plaza está llena de soldados… Hay una orquesta… Hay una tarima en el medio… no, una pila de madera…». Luego guardó silencio un buen rato y, cuando volvió a hablar, su voz cantarina estaba llena de desesperación: «Ay, camarada teniente, veo que conducen a una mujer de unos cuarenta años que grita algo… La orquesta suena… Atan a la mujer a un poste… a su lado hay un niño, también lo atan. Camarada teniente, no puedo soportar ver esto… Dos fritzes están vaciando bidones de gasolina…».
Batrakov transmitió por teléfono lo que estaba sucediendo al otro lado del Volga.
Se acercó al visor y con sus maneras de lugareño de Kaluga, imitando la voz de Bunchuk, vociferó: «Ay, todo está cubierto de humo y la orquesta toca…».
– ¡Fuego! -gritó después con una voz terrible, y se giró en dirección a la orilla izquierda del Volga.
Ni el menor ruido al otro lado del Volga…
Unos minutos más tarde el lugar de la ejecución cayó bajo el fuego concentrado de la artillería pesada del regimiento. La plaza quedó envuelta en polvo y humo.
Unas horas más tarde supieron por el explorador Klímov que los alemanes se disponían a quemar a una mujer y un niño gitanos sospechosos de espionaje. El día antes Klímov había dejado algo de ropa sucia a una vieja que vivía en una cueva con su nieta y una cabra; le prometió que volvería más tarde para recoger la ropa limpia. Ahora tenía la intención de preguntarle qué había pasado con los dos gitanos, si habían sido quemados por los alemanes o abatidos por los obuses soviéticos. Klímov se arrastró entre las ruinas por senderos que sólo él conocía, pero en el lugar donde se encontraba la cueva, de noche, un bombardeo soviético había destruido todo: no había ni rastro de la abuela, la nieta, la cabra, ni de sus camisas y calzoncillos. Sólo descubrió, entre los troncos partidos y los trozos de estucado, un gatito sucio. El pequeño felino se hallaba en un estado deplorable, pero no pedía nada, no se quejaba, tal vez pensaba que la vida sobre la tierra consistía en eso: estruendo, hambre, fuego.
Klímov no se explicaba por qué, de repente, se metió el gatito en el bolsillo.
A Katia le sorprendían las relaciones que había entre los hombres de la casa 6/1. En lugar de dar su informe en posición de firmes, como exige el reglamento, Klímov se había sentado al lado de Grékov y hablaban como dos viejos amigos. Klímov encendió su cigarrillo con el de Grékov.
Cuando acabó su relato, Klímov se acercó a Katia y dijo:
– Así es, señorita. En este mundo pasan cosas terribles. Al sentir su mirada dura y penetrante, Katia suspiró y se ruborizó.
Sacó del bolsillo el gatito y lo puso sobre un ladrillo al lado de Katia.
Aquel día una decena de hombres se le acercaron para hablarle de temas felinos, sin embargo nadie hablaba del caso de la gitana, a pesar de que todos estaban impresionados. Los que deseaban mantener con ella una conversación sensible, con el corazón en la mano, adoptaban en cambio un tono burlón, grosero. Los que sencillamente querían pasar la noche con ella se le dirigían ceremoniosamente, con delicadeza almibarada.
El gatito no dejaba de temblar, con todo el cuerpo: evidentemente, estaba conmocionado por la explosión.
El viejo operador de mortero dijo frunciendo el ceño:
– Mátalo y asunto resuelto. De él sólo sacarás pulgas. El segundo operador de mortero, el voluntario Chentsov, apuesto y con la tez morena, aconsejó a Katia: