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– Tire esa porquería, señorita. Si al menos fuera siberiano…

El lúgubre Liájov, un zapador de labios finos y cara de perro, era el único que se interesaba realmente por el gato, indiferente a los encantos de la radiotelegrafista.

– Una vez, cuando estábamos en las estepas -dijo a Katia-, algo me golpeó de repente. Pensé que era una bala perdida, pero era una liebre. Se quedó conmigo hasta la noche y, cuando todo se hubo calmado, se fue.

A continuación añadió:

– Usted es una señorita, pero al menos comprende: aquello es un 108 milímetros, ése es el sonido de un Vaniusha, aquello es un avión de reconocimiento sobrevolando el Volga. Mientras que la liebre, la estúpida, no entendía nada. No podía distinguir un mortero de un obús. Si los alemanes lanzan una bengala, la liebre se sobresalta. Pero ¿cómo haces para explicárselo? Eso es lo que me da pena de esos animales.

Katia, dándose cuenta de que su interlocutor hablaba en serio, le respondió con la misma seriedad:

– No estoy de acuerdo del todo. Los perros, por ejemplo, entienden de aviación. Cuando estábamos acantonados en un pueblo, había un perro bastardo que se llamaba Kerzon, y si nuestros IL estaban volando, él se quedaba tumbado, sin levantar la cabeza siquiera. Pero en cuanto oía el ruido de los Junkers, Kerzon buscaba refugio. Nunca se equivocaba.

El aire se estremeció atravesado por un penetrante aullido: un Vaniusha alemán. Se oyó un estruendo metálico, y un humo negro se mezcló con el polvo sangriento de ladrillos y una lluvia estruendosa de cascotes. Un minuto después, cuando el polvo se posó en el suelo, la radiotelegrafista y Liájov retomaron la conversación como si fueran otras personas y no ellos los que acababan de caer al suelo. A Katia se le había contagiado la seguridad que irradiaban los hombres de la casa cercada. Parecía que estuvieran convencidos de que en aquella casa todo era frágil, quebradizo, también el hierro y la piedra; todo menos ellos.

Por encima de sus cabezas se oyó una ráfaga de ametralladora, y justo después una segunda.

Liájov dijo:

– Esta primavera estábamos en los alrededores de Sviatogorsk y de pronto empezamos a oír silbidos por encima de nuestras cabezas, pero no las detonaciones. No comprendíamos nada. Después resultó que eran estorninos que habían aprendido a hacer el silbido de las balas… También nuestro comandante, que era teniente mayor, cayó en el error.

– En casa me imaginaba que la guerra eran gatos corriendo, gritos de niños, todo alrededor en llamas… Al llegar a Stalingrado vi que realmente era así.

El siguiente hombre en acercarse a la radiotelegrafista fue el barbudo Zúbarev.

– Y bien -preguntó con interés-, ¿cómo está nuestro jovencito con bigotes? -Levantó un extremo del trapo que cubría al gatito-. ¡Oh, pobre animal! ¡Qué débil está! -dijo mientras los ojos le brillaban con insolencia.

Por la noche, después de un breve combate, los alemanes lograron avanzar una corta distancia hacia un ala de la casa 6/1; ahora las ametralladoras cubrían el camino que unía la casa con la defensa soviética. La conexión telefónica con el puesto de mando del regimiento de fusileros quedó interrumpida. Grékov ordenó que se abriera un paso que conectara el sótano con un túnel subterráneo de la fábrica cercano a la casa.

– Tenemos explosivos -comunicó a Grékov el sargento Antsíferov, un hombre corpulento que sostenía en la mano una taza de té y en la otra un terrón de azúcar.

Los habitantes de la casa, sentados en un foso junto a la pared maestra, conversaban. La ejecución de la gitana los había conmovido, pero nadie hablaba de ello. Parecían indiferentes al cerco.

A Katia le parecía extraña esa tranquilidad, pero se sometía a ella, e incluso la espantosa palabra cerco ya no le infundía miedo entre los valientes soldados de la casa 6/1. Ni siquiera tuvo miedo cuando oyó, allí mismo, a su lado, el tableteo de una ametralladora y Grékov gritó:

– ¡Disparad, disparad! Están ahí.

Y tampoco sintió miedo cuando Grékov dijo:

– Cada uno con lo que más guste: granadas, cuchillos, palas… Ya conocéis vuestro trabajo. Dadles, no importa cómo.

En los minutos de tregua los habitantes de la casa se enzarzaban en una conversación animada sobre el aspecto físico de la radiotelegrafista. Batrakov, que parecía estar en otro mundo y además era miope, reveló inesperadamente sus conocimientos sobre los atributos de Katia.

– La chica tiene lo que se dice un buen busto -dijo él.

Koloméitsev, el artillero, no era de la misma opinión. En expresión de Zúbarev, a él le gustaba llamar al pan, pan y al vino, vino.

– ¿Os habéis aprovechado del gato para hablar con ella? -preguntó Zúbarev.

– ¿Cómo no? -respondió Batrakov-. A través del corazón del niño se conquista a la madre. Incluso nuestro papaíto le habló del gato.

El viejo operador de mortero escupió y se pasó la palma de la mano por el pecho.

– ¿Dónde tiene lo que debe tener una mujer digna de merecer ese nombre? Vamos, ¡responded!

Pero lo que más enfureció a Zúbarev fueron las alusiones al hecho de que Grékov había echado el ojo a la radiotelegrafista.

– Claro que en nuestras condiciones incluso una Katia cualquiera nos resolvería la papeleta. En el país de los ciegos… Tiene las piernas largas como una cigüeña, el trasero plano y los ojos grandes como una vaca. ¿A eso le llamas mujer?

Chentsov le objetó:

– A ti te basta con que sea tetuda. Ese punto de vista está pasado de moda, es de antes de la Revolución.

Koloméitsev, un hombre obsceno y chabacano que acumulaba en su cabezota calva una infinidad de particularidades sorprendentes, reía entornando sus ojos de un gris turbio.

– La chica no está mal -dijo-. Pero tengo un enfoque particular de la cuestión. Me gustan pequeñas, preferiblemente armenias y judías, con el pelo corto y los ojos grandes y vivarachos.

Zúbarev miró pensativo el cielo oscuro iluminado por los haces de rayos de los reflectores y preguntó en voz baja:

– Me preguntó cómo acabará todo esto.

– ¿Te refieres a con quién acabará ella? Con Grékov, por supuesto.

– Ni mucho menos. No está tan claro -dijo Zúbarev, y tras coger del suelo un trozo de ladrillo lo estrelló con fuerza contra el muro.

Los compañeros le miraron a él y su barba, y se rieron.

– ¿Cómo vas a seducirla? ¿Con tu barba? -se interesó Batrakov.

– ¡Con el canto! -corrigió Koloméitsev-. Sala de transmisión: el soldado de infantería al micrófono. Él cantará, ella transmitirá la emisión. Formarán uno de esos dúos; lo digo yo. ¡Harán una buena pareja!

Zúbarev se giró hacia el compañero que el día antes recitaba poesía.

– ¿Y tú qué piensas?

El viejo operador de mortero dijo con acritud:

– No dice nada, por tanto no tiene ganas de hablar. -Y con el tono de un padre que amonesta a su hijo porque escucha la conversación de los adultos, añadió-: Sería mejor que fueras a dormir al sótano mientras la situación lo permita.

– Allí está ahora Antsíferov enfrascado en abrir un paso con trilita -dijo Batrakov.

En aquel momento Grékov estaba dictando un informe a Katia. Comunicaba al Estado Mayor del ejército que, a juzgar por los indicios, los alemanes estaban preparando un ataque y que con toda probabilidad lo lanzarían contra la fábrica de tractores. Pero pasó por alto un detalle: que la casa donde él se encontraba con sus hombres parecía ser el mismo eje de la ofensiva. Mientras observaba el cuello de la chica, sus labios y sus pestañas medio bajadas imaginaba, y lo imaginaba muy vivamente, aquel frágil cuello roto, con una vértebra asomándole de la piel nacarada desgarrada, y aquellas pestañas sobre unos ojos de pescado vidriosos, y sus labios muertos como hechos de caucho gris y polvoriento.

Y tenía ganas de abrazarla, de sentir su calor, su vida, antes de que fuera demasiado tarde, antes de que los dos desaparecieran, mientras aquella belleza habitara su cuerpo femenino, pletórico de juventud.

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