Sin embargo, era así. El teléfono, dentro del estuche de piel amarilla sobre la mesa del comandante, permanecía mudo. Alrededor de la caja de la ametralladora se había tejido un babero de nieve. Los prismáticos y las aspilleras se habían quedado ciegos. Los planos y mapas manoseados y desgastados habían sido trasladados de los portaplanos a los macutos, y desde algunos macutos a las maletas y carteras de los comandantes de pelotón, de compañía y batallón… Y entre las casas muertas deambulaba una multitud que se abrazaba, gritaba hurras… Se miraban entre sí y pensaban: «¡Qué tipos tan bravos, tan formidables, sencillos!. Míralos con sus chaquetas guateadas y sus gorros de piel. Son idénticos a nosotros. Cuando se piensa en lo que hemos hecho… Da miedo sólo pensarlo. Hemos levantado la carga más pesada que existe en la Tierra, hemos elevado la verdad sobre la mentira. Probad a hacerlo vosotros… Eso pasa en los cuentos, pero esto es la vida real».
Pertenecían todos a la misma ciudad: unos venían de Kuporosnaya Balka, otros de Banni Ovrag, de las arcas de agua, de la fábrica Octubre Rojo, del Mamáyev Kurgán; y a su encuentro iban los habitantes del centro, que vivían a la orilla del río Tsaritsa, cerca del desembarcadero, debajo de las laderas o junto a los depósitos de gasolina… Eran al mismo tiempo propietarios y huéspedes, se felicitaban mutuamente, y el viento gélido rugía como una hojalata oxidada. De vez en cuando disparaban salvas o hacían explotar granadas. Se daban palmaditas en la espalda, saludándose; a veces se abrazaban, se daban besos en los labios fríos, y luego, avergonzados, soltaban tacos…
Habían emergido de debajo de la tierra: mecánicos torneros, campesinos, carpinteros, terraplenados que habían repelido al enemigo, habían arado piedra, hierro y arcilla.
Una capital mundial es diferente a tas otras ciudades no sólo porque las personas sientan su vínculo con las fábricas y los campos de todo el mundo. Una capital mundial se distingue sobre todo porque tiene alma.
Y el Stalingrado en guerra tenía alma. Su alma era la libertad.
La capital de la guerra contra el fascismo había quedado reducida a las enmudecidas y frías ruinas de lo que otrora fue una ciudad de provincias industrial y portuaria.
Allí, diez años después, miles de prisioneros levantarían una imponente presa, construirían una de las más gigantescas centrales hidroeléctricas del mundo.
47
Esta historia ocurrió cuando un suboficial alemán se despertó en su refugio completamente ajeno a la noticia de la rendición. Disparó e hirió al sargento Zadniepruk, desatando la cólera de los rusos, que observaban a los alemanes salir de los macizos búnkeres y lanzar los fusiles y metralletas, con gran estruendo, a una pila que no cesaba de crecer.
Los prisioneros caminaban esforzándose por no mirar a los lados para demostrar, claramente que también los ojos eran cautivos. Sólo el soldado Schmidt, con una barba hirsuta de pelos grisáceos, sonrió al salir a la luz del día y ver a los soldados rusos, como si estuviera seguro de que iba a encontrar a alguien conocido.
El coronel Filimónov, que había llegado el día antes de Moscú al Estado Mayor del frente de Stalingrado, asistía ligeramente borracho, en compañía de su intérprete, a la rendición de la división del general Wegler. Su capote con nuevas charreteras doradas, galones rojos y ribetes negros desentonaba con las chaquetas sucias, quemadas, y los gorros arrugados de los oficiales rusos, y con la ropa asimismo sucia, quemada, de los prisioneros alemanes.
El día antes, en la cantina del Consejo Militar, había contado que en el departamento central de provisiones de Moscú se había encontrado hilo de oro utilizado en tiempos del antiguo ejército ruso, y que entre su círculo de amigos se consideraba un privilegio hacerse unas charreteras con aquel viejo y excelente material.
Cuando retumbó el disparo y se oyó el grito de Zadniepruk, levemente herido, el coronel preguntó a voz en grito:
– ¿Quién ha disparador ¿Qué pasa?
Algunas voces le respondieron:
– Es un maldito cretino alemán… Ya lo han cogido…
Dice que no sabía…
– ¿Cómo que no lo sabía? -gritó el coronel-. ¿Acaso le parece a ese cerdo que han derramado poca sangre nuestra?
Se volvió hacia el intérprete, un instructor político judío de elevada estatura, y ordenó:
– Tráigame a ese oficial. Miserable… Pagará con su cabeza por este disparo.
En aquel momento el coronel captó la cara grande y sonriente del soldado Schmidt y gritó:
– ¿De qué te ríes, cerdo? ¿De saber que han lisiado a otro de los nuestros?
Schmidt no entendía por qué la sonrisa con la que intentaba mostrar su buena disposición había suscitado la increpación del oficial ruso, pero cuando, aparentemente sin ninguna conexión con el grito, resonó un disparo ya no comprendió nada; tropezó y cayó bajo los pies de los soldados que marchaban detrás. Su cuerpo fue arrastrado del camino, quedó tumbado de lado y todos, tanto si lo conocían como si no, pasaron de largo. Una vez que la columna de prisioneros se hubo alejado, un grupo de niños que no temía la muerte se coló en los búnkeres y refugios, ahora vacíos, para hurgar entre los catres de madera.
Entretanto el coronel Filimónov examinaba el apartamento subterráneo del jefe del batallón, admirado de que todo estuviera organizado de un modo tan cómodo y funcional.
Un soldado le trajo a un joven oficial alemán de ojos tranquilos y límpidos, y el intérprete dijo:
– Camarada coronel, aquí está el hombre que usted pidió ver, el teniente Lenard.
– ¿Quién? -se sorprendió el coronel.
Y como la cara del oficial alemán le resultaba simpática y todavía estaba contrariado por haber participado por primera vez en su vida en un asesinato, Filimónov dijo:
– Llévele al punto de encuentro, pero nada de tonterías; le quiero vivo y es usted el responsable.
El día del juicio llegaba a su fin. Era imposible distinguir ya la sonrisa en la cara del soldado muerto.
48
El teniente coronel Mijáilov, intérprete jefe de la 7ª sección del departamento político del Estado Mayor del frente, acompañaba al mariscal de campo Paulus al cuartel general del 64° Ejército.
Paulus había salido del sótano sin prestar atención a los oficiales y soldados soviéticos, que le observaban con ávida curiosidad y valoraban la calidad de su gorro de piel gris de conejo y su abrigo de mariscal de campo adornado con una franja de piel verde que iba del hombro a la cintura. Paulus, con paso decidido y la cabeza alta, miró por encima de las ruinas de Stalingrado y avanzó hacia el jeep que le aguardaba.
Antes de la guerra Mijáilov había tenido ocasión de asistir a recepciones diplomáticas, y se sentía seguro a la hora de tratar a Paulus: conocía bien la diferencia que existe entre un desvelo excesivo y un respeto frío.
Sentado al lado de Paulus y escrutando la expresión de su cara, Mijáilov esperaba a que el mariscal de campo rompiera el silencio. Su modo de comportarse no se parecía al de otros generales en cuyos interrogatorios preliminares había participado.
El jefe del Estado Mayor del 6° Ejército declaró con voz lenta, indolente, que eran los rumanos y los italianos los culpables de la catástrofe. El teniente general Sixt von Arnim, con la nariz ganchuda, haciendo tintinear de modo lúgubre las medallas, añadió:
– No ha sido sólo culpa de Garibaldi y su 8° Ejército sino del frío ruso, de la escasez de víveres y municiones. Schlemmer, un comandante canoso de un cuerpo de tanques, condecorado con la Cruz de Caballero y una medalla por haber sido herido en cinco ocasiones, interrumpió la conversación para preguntar si podían guardarle la maleta. En ese momento se pusieron a hablar todos a la vez: el jefe del servicio sanitario, el general Rinaldo, de sonrisa dulce; el sombrío coronel Ludwig, comandante de una división acorazada, con la cara desfigurada por un sablazo. El más intranquilo de todos era el ayudante de campo de Paulus, el coronel Adam, que había perdido el neceser; alargaba los brazos y sacudía la cabeza, agitando las orejeras de su gorro de piel de leopardo como un perro de pedigrí saliendo del agua.