Todos aquellos acontecimientos se desarrollaban simultáneamente en el perímetro de defensa de la división. Unos pedían consejo, otros refuerzos de artillería, los terceros autorización para replegarse, los cuartos se limitaban a informar, los quintos querían información. Cada uno tenía una misión particular y todos tenían en común que era una cuestión de vida o muerte.
Cuando las cosas se calmaron un poco, Savrásov preguntó a Krímov:
– ¿Y si comemos algo, camarada comisario del batallón, mientras los superiores regresan al Estado Mayor del ejército?
Savrásov no se sometía a la regla introducida por el comandante y el comisario de la división que prohibía el consumo de vodka. Por eso prefería comer por separado.
– Gúrtiev es un buen militar -declaró Savrásov un poco achispado-. Es un hombre instruido, honesto. Por desgracia, también es un asceta terrible. Con él uno diría que está en un monasterio. En cambio yo, por las chicas, tengo un interés de lobo, adoro esos asuntos, como los vampiros. Que no se le escape un chiste en presencia de Gúrtiev. De todos modos combatimos juntos y, en general, todo está en orden. Pero el comisario no me quiere demasiado, a pesar de que por naturaleza sea tan monje como yo. ¿Piensa que Stalingrado me está haciendo envejecer? Al contrario, yo aquí, con estos amigos, me encuentro muy bien.
– Yo también tengo el temperamento del comisario -dijo Krímov.
Savrásov movió la cabeza.
– Sí y no. La cuestión no consiste en el vodka, si no en esta otra. -Y con un dedo golpeó la botella y después la frente.
Ya habían acabado de comer cuando el comandante y el comisario regresaron al puesto de mando de Chuikov.
– ¿Qué hay de nuevo? -preguntó Gúrtiev con tono apresurado y estricto, examinando la mesa.
– El jefe de transmisiones ha resultado herido, los alemanes han intentado hundir el punto de enlace de Zhóludev, y han incendiado la casita en el punto de enlace de Chámov y Mijalev.
Chámov ha tosido un poco por la inhalación de humo, por lo demás nada especial -respondió Savrásov.
Svirin observó la cara colorada de Savrásov y, alargando afectuosamente las palabras, dijo:
– No hacemos otra cosa que beber vodka, ¿no es cierto, camarada coronel?
58
El comandante de la división pidió al comandante del regimiento, el mayor Beriozkin, que hiciera un informe sobre la situación de la casa 6/1: ¿acaso no sería mejor retirar las tropas?
Beriozkin aconsejó al comandante de la división que no lo hiciera aunque la casa estuviera bajo amenaza de cerco. La casa albergaba puestos de observación de gran importancia para la artillería en la orilla izquierda del Volga, ya que transmitía datos relevantes sobre el enemigo. También estaba acantonada una subdivisión de zapadores que estaba en condiciones de paralizar el avance de los blindados enemigos. Era poco probable que los alemanes iniciaran una ofensiva general sin haber liquidado antes aquel foco de resistencia; sus tácticas eran bien conocidas. Con la ayuda de refuerzos, la casa 6/1 podía ofrecer una larga resistencia y desbaratar la estrategia de los alemanes. Dado que los enlaces sólo podían alcanzar la casa asediada raramente durante las horas nocturnas y que las comunicaciones telefónicas se interrumpían constantemente, era conveniente enviar a un radiotelegrafista con un transmisor.
El comandante de la división estuvo conforme con Beriozkin. Durante la noche el instructor político Soshkin y un grupo de soldados lograron alcanzar la casa 6/1 y entregar a sus defensores cajas de municiones y granadas de mano. También llevaron un aparato de radio y a una joven radiotelegrafista del centro de comunicaciones.
El instructor político, de regreso al despuntar el alba, explicó que el comandante de la unidad se había negado a redactar un informe y había añadido: «No tengo tiempo para papeleo, debemos rendir cuentas sólo ante los fritzes».
– No le encuentro ni pies ni cabeza a lo que está pasando allí -dijo Soshkin-. Todos temen a ese Grékov, pero él los trata de igual a igual; duermen hacinados, y él en medio de ellos, le tutean y le llaman Vania. Discúlpeme por lo que voy a decirle, camarada comandante, pero aquello parece más la Comuna de París que una unidad militar.
Moviendo la cabeza, Beriozkin preguntó de nuevo:
– ¿Así que se ha negado a redactar el informe? ¡Vaya tipo!
Después Pivovárov, el comisario del regimiento, pronunció un discurso sobre los comandantes que se comportaban como partisanos.
Beriozkin, en tono conciliador, dijo:
– ¿Qué quiere decir «como partisanos»? Sólo son muestras de iniciativa, de independencia. A veces también desearía estar cercado para liberarme de todos esos tejemanejes burocráticos.
– A propósito de informes -intervino Pivovárov-, redacte uno detallado para el comisario de la división.
En la división se tomarían en serio el informe de Soshkin.
El comisario de la división ordenó a Pivovárov que obtuviera información pormenorizada sobre la situación de la casa 6/1 e instara a que Grékov sentara la cabeza. Al mismo tiempo el comisario de la división escribió a un miembro del Consejo Militar y al jefe de la sección política del ejército informándoles del alarmante estado de las cosas, tanto moral como políticamente, entre los combatientes.
En el ejército el informe del instructor político Soshkin fue leído con más atención. El comisario de la división recibió instrucciones de no postergar más el asunto y ocuparse de la casa sitiada. El jefe de la sección política del ejército, que ostentaba el rango de general de brigada, redactó un informe urgente al superior de la dirección política del frente.
Katia Véngrova, la radiotelegrafista, llegó de noche a la casa 6/1. Por la mañana se presentó a Grékov, el responsable de la misma, y éste, mientras escuchaba el informe, miraba atentamente los ojos confusos, asustados y al mismo tiempo juguetones de la chica, que estaba ligeramente encorvada.
Tenía una boca grande y labios exangües. Grékov esperó algunos segundos antes de responder a su pregunta ¿Puedo retirarme?».
Durante esos segundos en su cabeza autoritaria se agolparon pensamientos ajenos por completo a la guerra: «Ay, Dios mío, qué belleza…, piernas bonitas…, parece asustada… debe de ser la niñita de su mamá. ¿Cuántos años tendrá…? Como máximo, dieciocho. Ojalá que mis chicos no le salten encima…».
Todas estas consideraciones que pasaron por la cabeza de Grékov inesperadamente concluyeron con este pensamiento: «¿Quién es el jefe aquí? ¿Quién está haciendo ir de cabeza a los alemanes, eh?».
Después respondió a su pregunta:
– ¿Adónde quiere retirarse, señorita? Quédese cerca de su aparato de radio. Ya encontraremos algo para que envíe.
Tamborileó con el dedo sobre el radiotransmisor y miró de reojo al cielo donde gemían los bombarderos alemanes.
– ¿Es usted de Moscú? -le preguntó él.
– Sí -fue su escueta respuesta.
– Siéntese, aquí nada de ceremonias, con confianza.
La chica dio un paso a un lado y los cascajos de ladrillo crujieron bajo sus botas; el sol brillaba en los cañones de las ametralladoras y sobre el cuerpo negro de la pistola alemana que Grékov tenía como trofeo. Katia se sentó y miró los abrigos amontonados bajo la pared derruida. Por un momento se sorprendió de que ese cuadro ya no le pareciera asombroso. Sabía que las ametralladoras dispuestas en los boquetes de las paredes a modo de aspilleras eran Degtiarev, sabía que en el cargador de la Walter capturada había ocho halas, que esa arma disparaba con potencia pero no permitía apuntar con precisión, sabía que los abrigos apilados en un rincón pertenecían a soldados muertos que estaban sepultados allí cerca: el olor a chamusquina se mezclaba con aquel otro, ya familiar para ella. Y el radiotransmisor que le habían dado aquella noche se parecía al que utilizaba en Kotlubán: el mismo cuadrante, el mismo conmutador. Le venía a la mente cuando se encontraba en las estepas y, mirándose en el cristal polvoriento del amperímetro, se arreglaba los cabellos que le salían por debajo del gorro.