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Shtrum, liudmila y Nadia llegaron a Moscú en unos días fríos en que la ciudad estaba cuajada de nieve. Aleksandra Vladímirovna no había querido interrumpir su trabajo en la fábrica y se había quedado en Kazan, a pesar de que Shtrum le había prometido que le conseguiría un trabajo en el Instituto Kárpov.

Eran días extraños, días en que la felicidad y la inquietud coexistían en los corazones. Parecía que los alemanes continuaban siendo fuertes y amenazadores, como si estuvieran preparando una nueva ofensiva.

No había ningún signo evidente de que la guerra hubiera experimentado un giro decisivo. No obstante, todo el mundo quería regresar a Moscú. Era lógico y natural, así como legítima era la decisión del gobierno de trasladar a la capital algunas instituciones que habían sido evacuadas.

La gente presagiaba ya el signo secreto de aquella primavera de guerra. Y con todo, la capital parecía triste y lúgubre en aquel segundo invierno de guerra.

Montones de nieve sucia cubrían las aceras. A las afueras de la ciudad había, como en el campo, pequeños senderos que comunicaban cada una de las casas con las paradas del tranvía y las tiendas de comestibles. A menudo se veían los tubos de hierro de estufas improvisadas echando humo a través de las ventanas, y las paredes de los edificios estaban cubiertas por una capa de hollín amarillo y congelado.

Los moscovitas, ataviados con pellizas cortas y pañuelos, tenían un aire provinciano, casi campesino.

En el trayecto desde la estación, Víktor Pávlovich miraba el rostro sombrío de Nadia. Estaban sentados sobre el equipaje en la parte trasera de un camión.

– ¿Y bien, mademoiselle? -preguntó Shtrum-. ¿Te imaginabas así Moscú en tus sueños de Kazán?

Nadia, molesta porque su padre había adivinado su estado de ánimo, no contestó.

Víktor Pávlovich se puso a disertar:

– El hombre no entiende que las ciudades construidas por él no son parte integrante de la naturaleza. Si quiere defender su cultura de los lobos, de las tormentas de nieve o de las malas hierbas no puede permitirse soltar el fusil, la pala o la escoba. Basta con que se quede mirando las musarañas, que se distraiga uno o dos años, para que todo se vaya a pique: los lobos salen del bosque, los cardos florecen y todo queda sepultado bajo la nieve y el polvo. ¡Cuántas grandes capitales han sucumbido bajo el polvo, la nieve y la maleza!

Shtrum deseaba que también Liudmila, sentada en la cabina al lado del conductor, escuchase sus divagaciones. Se inclinó sobre un lado del camión y preguntó a través de la ventana medio bajada:

– ¿Estás cómoda, Liuda?

– Es bien sencillo -replicó Nadia-, los barrenderos no han quitado la nieve. ¿A qué viene esa historia de la muerte de las culturas?

– No seas tonta -respondió Shtrum-.Mira esos bancos de hielo.

El camión dio una sacudida repentina y todos los bultos y las maletas saltaron en el aire, junto con Nadia y Shtrum. Se miraron y se echaron a reír.

¡Qué extraño era todo! ¿Cómo podría haber imaginado que lograría realizar su obra más importante en Kazan, durante un año de guerra, con todos los sufrimientos y vagabundeos que eso comportaba?

Esperaba sentir sólo una emoción solemne mientras se acercaba a Moscú. Esperaba que su pesar por su madre Anna Semiónovna, Tolia, Marusia, el pensamiento de las victimas que había en el seno de casi todas las familias, se mezclaría con la felicidad del regreso y llenaría su alma. Pero nada había sucedido según las expectativas.

Durante el viaje Shtrum se había enfadado por toda clase de tonterías. Le había irritado que Liudmila Nikoláyevna se pasara todo el trayecto durmiendo y no mirara por la ventana aquella tierra que su hijo había defendido. Mientras dormía, Liudmila roncaba con fuerza, y un herido de guerra que pasó por delante del vagón exclamó al oírla:

– ¡Vaya, aquí sí que tenemos a un auténtico soldado de la guardia!

Nadia también le sacaba de sus casillas: con un egoísmo atroz elegía de la bolsa los bizcochos más dorados mientras que su madre recogía con escrúpulo los restos de la comida que dejaba. Y además, en el tren, Nadia había adoptado un tono estúpido y burlón en relación con su padre. Shtrum había oído por casualidad cómo decía en el compartimiento vecino: «Mi papá es un gran entendido en música e incluso sabe tocar el piano».

Las personas con las que viajaban en el compartimiento hablaban del alcantarillado de Moscú y la calefacción central, de la gente descuidada que no pagaba el alquiler y acababa perdiendo su alojamiento, y también acerca de los productos alimenticios que más convenía llevar a Moscú. A Shtrum le irritaban las conversaciones sobre temas domésticos, pero también él hablaba del administrador de la casa, de las cañerías del agua, y por la noche, cuando no podía conciliar el sueño, se preguntaba si no habrían cortado el teléfono y pensaba que tenía que conseguir cartillas de racionamiento.

Una vieja huraña encargada de hacer la limpieza en los vagones había encontrado, cuando barría el compartimiento, un hueso de gallina lanzado por Shtrum debajo de un asiento.

– Hay que ver -dijo-, menudos cerdos; y luego se hacen pasar por gente culta.

En Múrom, mientras caminaban por el andén, Shtrum y Nadia pasaron por delante de unos muchachos vestidos con chaquetas de cuello de astracán. Uno de los más jóvenes dijo:

– Mira, ahí tenemos un Abraham que vuelve de la evacuación.

– Sí -especificó otro-, Abraham se da prisa por recibir la medalla de la defensa de Moscú.

En la estación de Kanash, el tren se detuvo frente a un convoy de prisioneros. Los centinelas patrullaban a lo largo de los vagones de ganado, y contra las minúsculas ventanas enrejadas se apretaban las caras pálidas de los prisioneros, que gritaban: «Tabaco», «dadnos de fumar».

Los centinelas los insultaban y les obligaban a apartarse de las ventanillas.

Por la noche Shtrum se acercó al vagón vecino, donde viajaban los Sokolov. Maria Ivánovna, con la cabeza cubierta por un pañuelo de colores, estaba preparando las camas; Piotr Lavrénrievich dormiría en la litera inferior, ella, en la superior. Absorbida por la preocupación de si su marido estaría cómodo, respondía a las preguntas de Shtrum con aire distraído, olvidándose incluso de preguntar por Liudmila Nikoláyevna.

Sokolov bostezaba, se quejaba de que el calor del vagón le tenía agotado. Por alguna razón a Víktor le ofendió que Sokolov se mostrara ausente, por no hablar de la tibia bienvenida que le había dispensado.

– Es la primera vez en mi vida -dijo Shtrum- que veo a un marido obligar a su mujer a dormir en la litera de arriba, mientras que él se queda la de abajo.

Pronunció aquellas palabras en un tono irritado, y se asombró de que esa circunstancia le crispara hasta tal punto.

– Es lo que hacemos siempre -dijo Maria Ivánovna-.

Piotr Lavrénrievich se ahoga si duerme arriba, pero a mí me da igual.

Y le dio un beso en la sien a Sokolov.

– Bueno, me voy -dijo Shtrum. Y volvió a sentirse ofendido de que los Sokolov no intentaran retenerle.

Por la noche, hacía un calor sofocante en el vagón. Le venían a la mente toda clase de recuerdos: Kazan, Karímov, Aleksandra Vladímirovna, las conversaciones con Madiárov, su estrecho despacho en la universidad… Qué ojos tan encantadores y angustiados tenía Maria Ivánovna cuando Shtrum visitaba la casa de los Sokolov y pasaban la velada discutiendo de política. No había en ellos ese aire distraído y extraño que tenían hoy en el vagón.

«¡No hay derecho! -pensó-. Él duerme abajo, donde se está más cómodo y hace menos calor. Eso sí que es aplicar el Domostrói [86]

Y enfadado con Maria Ivánovna, a la que consideraba la mejor de las mujeres, buena y dulce, pensó: «Es una coneja con la nariz roja. Piotr Lavréntievich es un hombre difícil donde los haya. Parece amable y comedido, pero en realidad es arrogante, reservado y vengativo. Sí, menuda cruz aguanta la pobre».

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[86] Recopilación de textos del siglo XVI donde se recogen las reglas fundamentales de la vida doméstica, que propugnaba una sumisión total al cabeza de familia.

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