Литмир - Электронная Библиотека
Содержание  
A
A

Por la mañana, mientras se vestía y se lavaba deprisa, temerosa de llegar tarde al trabajo, seguía pensando en él. Le parecía que no le amaba. Pero ¿acaso se puede pensar ininterrumpidamente en un hombre al que no se ama y sufrir tanto por su destino infeliz? ¿Por qué cada vez que Limónov y Sharogorodski bromeaban sobre la falta de talento de los poetas y pintores que él prefería le entraban ganas de ver a Nikolái, de acariciarle el cabello, de mimarle, compadecerle?

Ahora se había olvidado de su fanatismo, de su indiferencia hacia las víctimas de la represión, del odio con que hablaba de los kulaks durante la colectivización general. Ahora sólo se acordaba de las cosas bonitas, románticas, conmovedoras y tristes. El poder que ahora ejercía sobre ella residía en su debilidad. Sus ojos tenían una expresión infantil, la sonrisa era confusa, los movimientos, torpes.

Le imaginaba con las hombreras arrancadas, con la barba canosa; le veía, por la noche, echado sobre el catre; le veía de espaldas mientras paseaba por el patio de la prisión… Probablemente él imaginaba que ella había intuido su destino y que por eso había roto con él.

Yacía sobre el catre de la celda y pensaba en ella… La generala…

¿Cómo comprender si era piedad, amor, conciencia o deber?

Nóvikov le había enviado un salvoconducto y, utilizando la línea telefónica militar, se había puesto de acuerdo con un amigo suyo de las fuerzas aéreas, quien le había prometido que haría llegar a Zhenia en un Douglas al Estado Mayor del frente. Los jefes de Zhenia le habían, dado un permiso de tres semanas.

Yevguenia Nikoláyevna trataba de tranquilizarse, repitiéndose: «Él lo comprenderá; comprenderá que no podía actuar de otra manera».

Sabía que se había comportado muy mal con Nóvikov: allí estaba, esperándola.

Le había escrito contándoselo todo con una sinceridad despiadada. Después de haber enviado la carta, Zhenia pensó que la censura militar leería su contenido. Todo aquello podía causar un gran perjuicio a Nóvikov.

«No, no, él lo comprenderá», se repetía.

Pero el problema era que Nóvikov lo comprendería, y después la abandonaría para siempre.

¿Le amaba o amaba el amor que él sentía por ella?

Un sentimiento de miedo, de tristeza, de horror frente a la soledad se apoderó de ella cuando pensó en que su separación era, a fin de cuentas, inevitable.

La idea, además, de haber sido ella misma la que había estrangulado con sus propias manos su felicidad le era particularmente insoportable.

Pero cuando pensaba que ahora no podía cambiar nada, al contrario, que no dependía de ella, sino de Nóvikov, que la ruptura era completa y definitiva, esa idea le parecía especialmente dura.

Cuando se le hacía demasiado doloroso, demasiado insoportable recordar a Nóvikov, trataba de imaginar a Nikolái Grigórievich. Tal vez la llamaran para un careo con él… Buenos días, mi pobrecito querido.

Nóvikov, en cambio, era alto, fuerte, ancho de espaldas, y estaba investido de poder. No tenía necesidad de apoyo, se las arreglaría solo. Le había apodado «el coracero». Nunca olvidaría su maravilloso y atrayente rostro; siempre sentiría nostalgia de él, de la felicidad que ella misma había arruinado. No sentía piedad hacia ella misma. No le daba miedo sufrir. Pero sabía que Nóvikov no era tan fuerte como aparentaba. En su cara, a veces, asomaba una expresión de impotencia, de temor…

Además ella tampoco era tan despiadada consigo misma ni tan indiferente a sus propios sufrimientos.

Liudmila, como si adivinara los pensamientos de su hermana, le preguntó:

– ¿Qué será de ti y de tu general?

– Sólo pensarlo me da miedo.

– Una azotaina es lo que te mereces.

– ¡No podía actuar de otro modo! -se defendió Yevguenia Nikoláyevna.

– No me gusta que siempre tengas dudas. Si dejas a alguien, le dejas de verdad, sin dar marcha atrás. No tiene sentido llorar por la leche derramada.

– Ah, sí, claro -dijo Zhenia-. Aléjate del mal y haz el bien. No soy capaz de vivir según esta regla.

– Me refería a otra cosa. No me gusta Krímov, pero le respeto, y a tu general no le he visto nunca. Pero una vez has decidido convertirte en su mujer, tienes una responsabilidad hacia él. En cambio te estás comportando como una irresponsable. Un hombre que tiene un puesto importante, ¡un militar! Y su mujer, entretanto, le lleva paquetes a un detenido. ¿Te das cuenta de las consecuencias que puede tener para él?

– Lo sé.

– Pero ¿le amas?

– ¡Déjame en paz, por el amor de Dios! -dijo Zhenia con voz llorosa y pensó: «¿A quién amo?». -No, responde.

– No podía actuar de otra manera; la gente no va a la Lubianka por placer.

– No hay que pensar sólo en uno mismo.

– De hecho no estoy pensando sólo en mí.

– Víktor también piensa como tú. Pero en el fondo no es más que egoísmo.

– Tu lógica es increíble. De niña ya me chocaba. ¿A qué llamas egoísmo?

– Piénsalo bien, ¿cómo vas a ayudarle? No puedes revocar una sentencia.

– Ya verías, Dios no lo quiera, si fueras a dar con tus huesos a la cárcel; entonces comprenderías qué significa la ayuda de tus allegados.

Liudmila Nikoláyevna, para cambiar de tema, le preguntó:

– Dime, novia alocada, ¿tienes fotos de Marusia?

– Sólo una. ¿Te acuerdas? La tomamos en Sokólniki.

Apoyó la cabeza sobre el hombro de Liudmila y se quejó:

– Estoy tan agotada…

– Descansa, duerme un poco. Hoy no vayas a ningún lado; te he preparado la cama.

Zhenia, con los ojos entornados, negó con la cabeza.

– No, no, no vale la pena. Estoy cansada de vivir.

Liudmila Nikoláyevna trajo un sobre grande y esparció sobre el regazo de su hermana un pliego de fotografías.

Zhenia, al examinar las fotos, exclamaba: «…Dios mío, Dios mío…, me acuerdo de ésta, la hicimos en la dacha… Qué divertida está Nadia… Ésta la sacó papá después de la deportación… Mira, aquí sale Mitia de colegial, clavadito a Seriozha, sobre todo en la parte superior de la cara… Aquí está mamá con Marusia en brazos, yo no había nacido todavía…».

Se dio cuenta de que no había fotografías de Tolia, pero no le preguntó a su hermana dónde estaban.

– Bien, madame -dijo Liudmila-, hay que prepararte algo de comer.

– Tengo buen apetito -confirmó Zhenia-, igual que de niña. Ni siquiera las preocupaciones me lo quitan.

– Bueno, gracias a Dios -dijo Liudmila Nikoláyevna, y besó a su hermana.

24

Zhenia bajó del trolebús cerca del teatro Bolshói, ahora cubierto de telas de camuflaje, y subió por Kuznetski Most pasando por delante de los locales de exposición de la Unión de Pintores. Antes de la guerra exponían allí artistas que conocía y, una vez, también habían exhibido sus cuadros. Pero no pensó en ello.

Una extraña inquietud se había apoderado de ella. Su vida era como una baraja de cartas mezclada por una gitana. Ahora había salido la carta «Moscú».

A lo lejos distinguió la pared de granito gris oscuro del imponente edificio de la Lubianka.

«Buenos días, kolia», pensó. Quizá Nikolái Grigórievich, sintiendo que se acercaba, se había emocionado sin comprender el motivo.

Su viejo destino se había convertido en su nuevo destino. Todo lo que parecía haber desaparecido para siempre en el pasado se había convertido en su futuro.

La nueva y espaciosa sala de recepción, cuyas ventanas relucientes como espejos daban a la calle, estaba cerrada. Los visitantes debían dirigirse al viejo local.

Entró en un patio sucio, pasó por delante de una pared desconchada y se dirigió hacia la puerta entreabierta. En el recibidor todo tenía un aspecto sorprendentemente normal: mesas manchadas de tinta, bancos de madera apoyados contra las paredes, ventanillas con antepechos de madera donde daban información.

Daba la sensación de que la mole de piedra y los numerosos pisos cuyos muros daban a la plaza de la Lubianka, la Sretenka y la calle Furkasovski no tenían ninguna relación con aquella oficina.

201
{"b":"108552","o":1}