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En la cabeza de Zhenia había una niebla hecha de humo, del rumor de las ruedas, de las conversaciones en el vagón, y le causaba un extraño efecto ver la cara de su hermana, sentir el roce del suave albornoz sobre la piel recién lavada, estar sentada en una habitación con un piano y una alfombra.

Y en todo lo que se contaban las dos hermanas, acontecimientos tristes y alegres, divertidos y conmovedores de los últimos días, ambas sentían la presencia de los parientes y amigos que las habían abandonado para siempre, pero que continuaban ligados a ellas. Dijeran lo que dijeran de Víktor Pávlovich, la sombra de Anna Semiónovna estaba allí; detrás de Seriozha emergían su padre y su madre, prisioneros en un campo, y al lado de Liudmila Nikoláyevna resonaban día y noche los pasos de un joven tímido, ancho de espaldas y de labios prominentes. Pero no hablaban de ellos.

– No hay ninguna noticia de Sofía Ósipovna. Como si se la hubiera tragado la tierra -dijo Zhenia.

– ¿De la Levinton?

– Sí, sí, ella.

– No me caía demasiado bien -observó Liudmila Nikoláyevna-. ¿Aún pintas cuadros? -le preguntó después,

– En Kúibishev, no. Pero en Stalingrado sí.

– Cuando nos evacuaron, Víktor se llevó dos cuadros tuyos. Puedes estar orgullosa.

Zhenia sonrió.

– Sí, lo estoy.

Liudmila Nikoláyevna siguió:

– Entonces, generala, ¿no me cuentas lo más importante? ¿Eres feliz? ¿Le amas?

Zhenia se apretó el albornoz contra el pecho y murmuró:

– Sí, sí, soy feliz, le amo, soy amada… -Y lanzando una ojeada rápida a su hermana, añadió-: ¿Sabes por qué he venido a Moscú? Nikolái Grigórievich ha sido arrestado, está en la Lubianka.

– Dios mío, pero ¿por qué? ¡Es un hombre cien por cien de fiar!

– ¿Y nuestro Mitia, entonces? ¿Y tu Abarchuk? Él sí que lo era, al doscientos por ciento.

Liudmila Nikoláyevna se quedó un instante pensativa y luego dijo:

– Pero ¡hay que ver lo cruel que era tu Nikolái! No tuvo compasión de los campesinos durante la época de la colectivización. Me acuerdo de haberle preguntado: «¿Por qué hacen eso?». Y él me respondió: «¡Que se vayan al diablo esos kulaks!». Tenía una gran influencia sobre Víktor.

Zhenia dijo en tono de reproche:

– Ay, Liuda, siempre te acuerdas de los aspectos negativos de la gente y los dices en voz alta en el momento más inoportuno.

– Qué quieres que haga -replicó Liudmila Nikoláyevna-. Yo no tengo pelos en la lengua.

– Está bien, pero no hace falta que estés tan orgullosa de esa virtud tuya. -Luego le confió en un susurro-: Liuda, me han citado.

Cogió el pañuelo de su hermana, que estaba sobre el diván, cubrió con él el teléfono y dijo:

– Por lo visto pueden escuchar a través del teléfono. He tenido que firmar una declaración.

– Pero tú nunca fuiste la mujer legítima de Nikolái.

– No, pero me han interrogado como si fuera su esposa. Te lo contaré. Recibí el aviso de que debía comparecer con mi pasaporte. Pasé revista a todos: Mitia, Ida, incluso tu Abarchuk; se me pasaron por la mente todos nuestros amigos y conocidos que han estado en la cárcel, pero ni por un momento pensé en Nikolái. Estaba citada a las cinco. Un despacho de lo más ordinario. En la pared, los retratos enormes de Stalin y Beria. Un individuo joven, con una cara corriente, me escruta con una mirada penetrante y omnipotente. No se anduvo con rodeos: «¿Conoce las actividades contrarrevolucionarias de Nikolái Grigórievich Krímov?». Más de una vez tuve la sensación de que nunca saldría de allí. Imagínate, incluso insinuó que Nóvikov…, en pocas palabras, una porquería espantosa: que yo me había convertido en la amante de Nóvikov para sacarle toda la información posible y comunicársela a Nikolái Grigórievich… Sentí que se me paralizaba todo por dentro. Le dije: «Sabe, Krímov es un comunista tan fanático que quien está con él tiene la impresión de asistir a un raikom». Y él me dice: «¿Quiere decir que Nóvikov no le parece un verdadero soviético?». Le respondo: «Su trabajo es muy extraño: la gente combate en el frente contra los fascistas, y usted, joven, se queda en la retaguardia para cubrir a estos hombres de lodo». Pensaba que después de haberle dicho eso iba a atizarme en los morros, pero se sintió avergonzado, se ruborizó. En definitiva, han arrestado a Nikolái. Y las acusaciones son absurdas; trotskismo, relaciones con la Gestapo.

– Qué horror -dijo Liudmila Nikoláyevna, y pensó que también habrían podido estrechar el cerco sobre Tolia y haberle declarado sospechoso de cosas similares-. Me imagino cómo va a tomarse Viria la noticia -añadió-. En estos momentos está terriblemente nervioso, todo el rato tiene la impresión de que le van a meter en la cárcel. Recuerda siempre dónde, de qué y con quién ha hablado. Sobre todo en el maldito Kazan.

Durante un rato Yevguenia Nikoláyevna miró fijamente a su hermana y al final murmuró:

– ¿Quieres que te diga qué es lo más terrible? El juez instructor me preguntó: «¿Cómo es que no está al corriente del trotskísmo de su marido cuando él mismo le refirió palabras entusiastas acerca de Trotski, en relación con un artículo suyo que calificó como "puro mármol"?». Sólo después, mientras volvía a casa, recordé que Nikolái me había dicho: «Eres la única persona que lo sabe»; y por la noche, de repente, tuve un shock: se lo había contado a Nóvikov cuando estuvo en Kúibishev. Creí que iba a perder la razón, me invadió una angustia…

– Ay, infeliz -respondió Liudmila Nikoláyevna-. Era de esperar que esto ocurriera.

– Pero ¿por qué a mí? -preguntó Yevguenia Nikoláyevna-. A ti también habría, podido pasarte.

– Nada de eso. Del primero te has separado y con el segundo te has juntado. A uno le cuentas confidencias del otro.

«Pero tú también te separaste del padre de Tolia. Seguro que le has contado muchas cosas a Víktor Pávlovich,

– No, te equivocas -dijo con convicción Liudmila Nikoláyevna-, no tiene ni punto de comparación.

– Pero ¿por qué? -preguntó Zhenia, sintiéndose enojada de repente al mirar a su hermana mayor-. Reconoce que lo que acabas de decir es una tontería.

Liudmila Nikoláyevna respondió sin inmutarse:

– No lo sé, tal vez sea una estupidez.

– ¿No tienes reloj? -preguntó Yevguenia Nikoláyevna-. Tengo que llegar a tiempo al número 24 de Kuznetski Most. -Y sin poder contener más su irritación, declaró-: Tienes un carácter difícil, Liuda. Ya entiendo por qué mamá prefiere vivir en Kazán sin un techo propio, a pesar de que tú tienes un piso de cuatro habitaciones.

Después de haber dicho estas crueles palabras, Zhenia se arrepintió y acto seguido, para dar a entender a Liudmila que su relación fraternal era más fuerte que cualquier desavenencia, añadió:

– Quiero creer en Nóvikov. Pero la verdad es que… ¿cómo han llegado esas palabras a los órganos de seguridad? Es terrible, me siento como si me hubiera perdido en una espesa niebla.

Le hubiera gustado tanto que su madre estuviera a su lado. Zhenia habría apoyado la cabeza en su hombro y habría dicho: «Querida mamá, estoy tan cansada…».

Liudmila Nikoláyevna observó:

– ¿Sabes lo que puede haber pasado? Tu general quizá le haya contado esa conversación a alguien, y éste ha presentado la denuncia.

– Sí, sí -dijo Zhenia-. Qué extraño, una idea tan sencilla y ni se me había ocurrido.

En el silencio y la tranquilidad de la casa de Liudmila, Zhenia, percibía con mayor intensidad la inquietud interior que la dominaba…

Todo lo que no había sentido o pensado al abandonar a Krímov, todo lo que secretamente la torturaba y agitaba cuando se marchó: su ternura hacia él que no desaparecía, su inquietud por él, la costumbre de verle, se había acentuado en las últimas semanas.

Zhenia le imaginaba en el trabajo, en el tranvía, mientras hacía cola delante de las tiendas. Casi todas las noches soñaba con él, gemía, gritaba, se despertaba. Los sueños eran terribles, llenos de incendios, guerra, y era imposible alejar el peligro que amenazaba a Nikolái Grigórievich.

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