La enfermera Teréntieva, que hacía guardia junto al enfermo, seguía el desarrollo del postoperatorio. Klestova entró en la unidad y tomó el pulso al paciente, todavía inconsciente. Las constantes vitales de Sháposhnikov no habían sufrido alteraciones destacables y la doctora dijo a la enfermera Teréntieva:
– Máizel le ha dado una nueva vida y él casi se muere. A lo que la enfermera Teréntieva respondió:
– Oh, si al menos el teniente Tolia lograra salir adelante…
La respiración de Sháposhnikov apenas era audible. Su cara no mostraba signo alguno de movilidad, los brazos delgados y el cuello parecían los de un niño, y en la piel pálida, apenas visible en la penumbra, se percibía el bronceado que le había quedado de los ejercicios en el campo y las marchas forzadas en la estepa. El estado en el que se encontraba estaba a caballo entre la inconsciencia y el sueño, un pesado sopor causado por los efectos de la anestesia y el agotamiento de sus fuerzas físicas y morales.
El paciente musitaba palabras inarticuladas y a veces frases enteras. A Teréntieva le daba la impresión de que repetía una cantinela: «Qué bien que no me hayas visto así». Después permanecía en silencio, las comisuras de los labios se le relajaban; parecía que, en estado de inconsciencia, llorara.
Hacia las ocho de la tarde el enfermo abrió los ojos y pidió a la enfermera Teréntieva, agradablemente sorprendida, que le diera de beber. La mujer explicó al paciente que le habían prohibido ingerir líquidos, y añadió que la operación había sido un éxito y que pronto se recuperaría. Le preguntó cómo se encontraba y él respondió que le dolía el costado y la espalda, pero sólo un poco.
La enfermera le comprobó de nuevo el pulso y le humedeció los labios y la frente con una toalla mojada.
En ese momento el enfermero Medvédev entró en el pabellón para informar a la enfermera Teréntieva de que el jefe de cirugía, Platónov, la requería al teléfono. Fue a la habitación de la enfermera de guardia, cogió el auricular e informó al doctor Platónov de que el paciente se había despertado y que su estado, teniendo en cuenta la dura intervención que había soportado, era normal. Luego pidió que la sustituyeran puesto que debía acudir a la comisaría militar de la ciudad para solucionar un problema que había surgido a consecuencia del cambio de destinación del marido. El doctor Platónov le concedió permiso y le pidió que tuviera a Sháposhnikov bajo observación hasta que pudiera examinarlo.
Teréntievna volvió al pabellón. El enfermo yacía en la misma postura que lo había dejado, pero la expresión de sufrimiento se le había atenuado en la cara: las comisuras de los labios se le habían subido de nuevo y su aspecto parecía tranquilo y sonriente. Al parecer, el sufrimiento constante envejecía la cara de Sháposhnikov, y ahora que sonreía sorprendió a la enfermera: tenía las mejillas hundidas, ligeramente hinchadas; los labios carnosos y pálidos; la frente alta, sin la menor arruga, como si no fuera la de un adulto, ni siquiera la de un adolescente, sino la de un niño. La enfermera preguntó al paciente cómo se encontraba, pero no respondió: al parecer, se había dormido. La enfermera examinó con ansiedad la expresión de su rostro. Cogió la muñeca de Sháposhnikov y no le notó el pulso; la mano todavía estaba un poco caliente, con aquel calor débil, apenas perceptible, que conserva por la mañana la estufa encendida el día antes cuando aún no ha sido alimentada.
Y aunque la enfermera había vivido siempre en la ciudad, se dejó caer de rodillas y, en voz baja, para no molestar a los vivos, se lamentó como una campesina:
– Querido nuestro, ¿por qué nos has abandonado?
30
Por el hospital se difundió la noticia de que la madre del teniente Sháposhnikov había llegado. El comisario del batallón, Shimanski, fue el encargado de recibir a la madre del teniente muerto. Shimanski, un hombre apuesto cuyo acento revelaba su origen polaco, fruncía la frente mientras esperaba a Liudmila Nikoláyevna, resignándose de antemano a las inevitables lágrimas que ésta derramaría, o tal vez a un desmayo. Se pasaba la lengua por el bigote, apenas dejado crecer, sin lograr vencer la compasión que en él suscitaban tanto el teniente muerto como su madre, y precisamente por eso estaba irritado con uno y otro: ¿qué pasaría con sus nervios si tenía que ponerse a recibir a las madres de todos los tenientes muertos?
Shimanski invitó a Liudmila Nikoláyevna a que tomara asiento antes de comenzar a hablar y le acercó una garrafa de agua.
– Se lo agradezco, pero no tengo sed.
Escuchó el relato sobre el concilio médico que había precedido a la operación (el comisario de batallón no consideró necesario mencionar al médico que se había opuesto), sobre las dificultades de la intervención en sí y lo bien que había ido. Shimanski añadió que los cirujanos eran de la opinión que aquella operación se debía practicar en caso de heridas graves como las que había sufrido el teniente Sháposhnikov. Dijo además que la muerte del teniente Sháposhnikov sobrevino por paro cardíaco y que, tal como habían revelado las conclusiones de la autopsia del patólogo anatómico, el médico militar de tercer grado Bóldirev, el diagnóstico y la prevención de aquel desenlace inesperado estaba fuera del alcance de los médicos.
Asimismo el comisario de batallón la informó de que cientos de pacientes pasaban por el hospital y raras veces se había encontrado con alguno tan estimado por el personal médico como el teniente Sháposhnikov, un paciente responsable, educado, muy reservado, que siempre evitaba escrupulosamente pedir cualquier cosa y molestar al personal.
Por último, Shimanski afirmó que debía sentirse orgullosa de haber educado a un hijo que había sabido, con abnegación y honor, dar su vida por la patria. Luego le preguntó si tenía alguna petición.
Liudmila Nikoláyevna se disculpó por hacer perder el tiempo al comisario y, tras sacar de su bolso una hoja de papel, comenzó a leer sus peticiones.
Pidió que le indicaran el lugar donde su hijo había sido enterrado.
El comisario asintió en silencio y lo anotó en su cuaderno.
Quería hablar con el doctor Máizel.
El comisario le comunicó que, al enterarse de su llegada, el doctor Máizel también había expresado su deseo de verla.
Pidió si podía conocer a la enfermera Teréntieva. Shimanski asintió y escribió otra nota en su cuaderno. Además preguntó si podía quedarse de recuerdo los objetos personales del hijo.
El comisario tomó nota también de eso.
Luego solicitó que se repartieran entre los heridos los regalos que había llevado para su hijo, y depositó sobre la mesa dos cajitas de boquerones y un paquete de chocolatinas.
Los grandes ojos azules de la mujer se cruzaron con los del comisario. Éste entornó los suyos involuntariamente ante su brillo.
Shimanski pidió a Liudmila que volviera al hospital al día siguiente a las nueve y media de la mañana: todas sus peticiones serían satisfechas.
El comisario de batallón Shimanski siguió con la mirada la puerta que se cerraba, miró los regalos que había dejado para los heridos, se tomó el pulso pero no lo encontró, se dio por vencido y bebió el agua que había ofrecido al inicio de la conversación a Liudmila Nikoláyevna.