Oyó la voz de una mujer joven que decía:
– Los alemanes de hoy en día son unos salvajes; ni siquiera han oído hablar de quién es Heinrich Heine.
Desde otro rincón replicó una voz de hombre en tono burlón:
– Ya, pero a fin de cuentas estos salvajes nos transportan como ganado. ¿De qué nos sirve saber quién es ese Heine?
A Sofía Ósipovna le hicieron preguntas sobre la situación en el frente, y dado que no contó nada bueno, le dijeron que estaba mal informada; comprendió que aquel vagón de ganado tenía su estrategia, cimentada en un ardiente deseo de vivir.
– Pero ¿es que no sabe que a Hitler le han enviado un ultimátum para que libere inmediatamente a todos los judíos?
Sí, sí, por supuesto. Cuando el sentimiento de melancolía bovina, de irremediable fatalismo se transforma en un lacerante sentido del horror, el absurdo opio del optimismo acude en ayuda de los hombres.
Muy pronto desapareció el interés por Sofía Ósipovna, y pasó a convertirse en otra viajera como los demás, que no sabe para qué y adónde se la llevan. Nadie le preguntó su nombre ni su patronímico; nadie recordó su apellido. Sofía Ósipovna constataba con estupor que, aunque el proceso de evolución había llevado millones de años, habían bastado pocos días para hacer el camino inverso, el camino que va del ser humano a la bestia sucia y miserable, desprovista de nombre y de libertad.
Le sorprendía que en aquella enorme desgracia que se había abatido contra ellos aquellos hombres continuaran preocupándose de nimiedades cotidianas, que se irritaran entre sí por tonterías.
Una mujer anciana le dijo en un susurro:
– Doctora, mire a aquella grande dame que no se mueve de la rendija, como si su hijo fuera el único que necesitara aire fresco. Madame se va al balneario.
Durante la noche el tren se detuvo dos veces, y todo el vagón oyó el crujido de los pasos de los centinelas y captaba sus incomprensibles palabras en ruso y alemán.
La lengua de Goethe sonaba horrible en medio de la noche en las estaciones rusas, pero el ruso que hablaban los colaboradores de la policía alemana era todavía más siniestro.
Por la mañana Sofía Ósipovna sufría el hambre como todos y soñaba con un trago de agua. Incluso había algo patético y esmirriado en su sueño. Veía una lata de conservas abollada, en cuyo fondo quedaba un poco de líquido tibio. Y se rascaba con pequeños movimientos rápidos y bruscos, como hacen los perros cuando se buscan las pulgas.
Ahora creía haber comprendido la diferencia entre vida y existencia. Su vida se había acabado, interrumpido, pero la existencia seguía, se prolongaba. Y aunque aquella existencia era miserable, el pensamiento de una muerte cercana le colmaba el corazón de terror.
Comenzó a llover; algunas gotas entraron por la ventanilla enrejada. Sofía Ósipovna rompió un ribete de tela del dobladillo de su camisa, se arrimó a la pared del vagón y deslizó la tira por una hendidura. Luego esperó a que el trozo de tela se empapara de agua de lluvia, lo sacó y se puso a masticar la tela fresca y húmeda. También sus vecinos comenzaron a arrancar trozos de tela, y Sofía Ósipovna se sintió orgullosa de haber encontrado un medio de capturar la lluvia.
El niño al que Sofía Ósipovna había empujado al entrar en el vagón estaba sentado a pocos pasos de ella y observaba a la gente deslizar trozos de tela por la rendija que quedaba entre la puerta y el suelo. En la luz incierta distinguió su cara delgada de nariz afilada. Debía de tener seis años. Sofía Ósipovna pensó que desde que ella había entrado en el vagón nadie le había dirigido la palabra al niño y él había permanecido inmóvil y mudo.
– Cógelo, hijo.
No se movió.
– Tómalo, es para ti -insistió ella, y el niño alargó la mano, indeciso.
– ¿Cómo te llamas? -preguntó.
Éste respondió en voz baja:
– David.
La vecina de Sofía, Musia Borísovna, le explicó que David era de Moscú. Había ido a pasar las vacaciones a casa de su abuela y la guerra lo había separado de la madre. La abuela había muerto en el gueto y otra pariente suya, Rebekka Bujman, que viajaba con su marido enfermo, no permitía al niño siquiera que se sentara a su lado.
Al final del día Sofía Ósipovna estaba saturada de escuchar conversaciones, relatos, discusiones; también ella se había puesto a hablar y a discutir.
Cuando se dirigía a sus interlocutores, decía:
– Brider yidn [49], escuchad lo que os digo…
Muchos aguardaban con esperanza el final del viaje creyendo que los conducirían a campos donde cada uno trabajaría según su especialidad y los enfermos serían instalados en barracones para impedidos. Hablaban del tema incesantemente. Pero un alarido mudo se había alojado misteriosamente en sus corazones y no les abandonaba.
Por los relatos de sus compañeros de viaje Sofía Ósipovna supo cuánta inhumanidad hay en el ser humano. Le contaron que una mujer había puesto a su hermana paralítica en una palangana y la había sacado fuera de casa en pleno invierno para que muriera de frío. Le contaron que había madres que habían matado a sus propios hijos y que una de ellas viajaba en el vagón. Le contaron de personas que habían vivido escondidas durante meses en las alcantarillas, como las ratas, alimentándose de inmundicias, dispuestas a cualquier sufrimiento para salvar la vida.
La vida de los judíos bajo el fascismo era horrible, y los judíos no eran ni santos ni malhechores, eran seres humanos.
La piedad que Sofía Ósipovna sentía por aquella gente se volvía particularmente intensa cuando miraba al pequeño David. La mayor parte del tiempo permanecía inmóvil y callado. De vez en cuando sacaba del bolsillo una vieja caja de cerillas, miraba de reojo en el interior y luego volvía a esconderla en el bolsillo.
Sofía Ósipovna llevaba varios días sin dormir, el sueño la había abandonado. Aquella noche se quedó sentada en vela, en la oscuridad hedionda. «¿Dónde estará Zhenia Sháposhnikova en este momento?», pensó de repente. Escuchaba los susurros y los gritos de la gente y se daba cuenta de que sus cabezas estaban llenas de imágenes dolorosamente vívidas que las palabras no podían expresar. ¿Cómo conservar, cómo retener en la memoria aquellas imágenes en caso de que quedaran hombres sobre la Tierra y que quisieran saber lo que había ocurrido?
– ¡Zlata! ¡Zlata! -gritó una voz de hombre entrecortada por los sollozos.
44
…El cerebro de Naum Rozemberg, un contable de cuarenta años, realizaba sus cálculos habituales. Caminaba por la carretera y contaba: en el de anteayer, 110; en el de ayer, 71; los cinco días antes, 612.; eso suma un total de 783… Qué lástima no haber llevado una cuenta separada de los hombres, los niños, las mujeres… Las mujeres arden más fácilmente. Un Brenner experimentado dispone los cuerpos de manera que los viejos huesudos, ricos en ceniza, ardan al lado de los cuerpos de las mujeres. Ahora darán la orden -«desvíense de la carretera»-, así mandaron un año antes a los que ahora vamos a desenterrar y a extraer de la fosa con ganchos sujetados a cuerdas. Un Brenner experimentado puede determinar a partir de un montículo cuántos cuerpos yacen dentro de una fosa: cincuenta, cien, doscientos, seiscientos, mil… El Scharführer Elf exige que a los cuerpos se les llame Figuren, cien figuras, doscientas figuras, pero Rozemberg los llama: personas, hombre asesinado, niño ejecutado, viejo ejecutado… Los llama así en voz baja, de lo contrario el Scharführer descargaría nueve gramos de metal contra él, pero sigue musitando obstinadamente: «Ahora sales de la fosa, hombre ejecutado… Niño, no te agarres a tu mamá con las manos, os quedaréis juntos, no te irás lejos de ella…».
– ¿Qué estás susurrando por ahí?
– Nada, se lo ha parecido.
Y susurra: «Lucha, en eso consiste su pequeña lucha…». Anteayer abrieron una fosa donde había ocho muertos. El Scharführer gritaba: «Esto es una mofa, un equipo de veinte Brenner para quemar ocho figuras». Tenía razón, pero ¿qué podían hacer ellos si en la pequeña aldea sólo había dos familias de judíos? Una orden es una orden: desenterrar todas las tumbas y quemar todos los cuerpos… Ahora se han desviado de la carretera y caminan por la hierba y por ciento quincuagésima vez, en medio del verde claro, he aquí un montículo gris: una tumba. Ocho cavan, cuatro abaten troncos de robles y los sierran en leños de la longitud de un cuerpo humano, dos los cortan con hachas y cuñas, dos acercan de la carretera tableros viejos y secos, encendajas, recipientes con gasolina, cuatro preparan el lugar para la hoguera, excavan la zanja para las cenizas: hay que averiguar de dónde sopla el viento.