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Zhenia se fue y la casa de los Shtrum quedó sumida en la tristeza.

Víktor Pávlovich se pasaba horas sentado en el escritorio sin salir de casa; así estuvo durante varios días seguidos.

Tenía miedo; le parecía que en la calle se encontraría con personas desagradables, hostiles; se imaginaba sus ojos despiadados.

El teléfono había enmudecido, y cuando sonaba, más o menos cada dos o tres días, Liudmila Nikoláyevna vaticinaba:

– Es para Nadia.

Y, en efecto, preguntaban por Nadia.

Shtrum no se dio cuenta enseguida de la gravedad de lo que le sucedía.

Los primeros días incluso sintió alivio al quedarse en casa, en calma, en compañía de sus libros preferidos, sin ver caras Lúgubres, hostiles.

Pero pronto el silencio de la casa comenzó a abrumarle; más que tristeza le provocaba angustia. ¿Qué estaría pasando en el laboratorio? ¿Cómo iba el trabajo? ¿Qué hacía Márkov?

La idea de poder ser útil en el laboratorio mientras estaba en casa le suscitaba una inquietud febril. Pero igual de insoportable le resultaba el pensamiento opuesto, es decir, que en el laboratorio se las compusieran bien sin él.

Un día Liudmila Nikoláyevna se encontró por la calle a una amiga del tiempo de la evacuación, Stoinikova, que trabajaba en la Academia. Stoinikova le explicó con todo lujo de detalles cómo se había desarrollado la reunión en el Consejo Científico; lo había taquigrafiado todo del principio al fin.

Lo más importante era que Sokolov no había hecho ninguna declaración. No había intervenido aunque Shishakov se lo había pedido: «Nos gustaría oír su opinión, Piotr Lavréntievich. Usted ha trabajado muchos años con Shtrum». Sokolov había respondido que durante la noche había sentido un malestar cardíaco y que tenía dificultades para hablar.

Era extraño, pero Shtrum no se alegró con esa noticia. Del laboratorio había hablado Márkov; se había expresado con mayor reticencia que los otros, sin lanzar acusaciones políticas e insistiendo sobre todo en el mal carácter de Shtrum; incluso había mencionado su talento.

– No podía negarse a hablar, es miembro del Partido, le obligaron, -dijo Shtrum-. No es algo que se le pueda reprochar.

Pero la mayoría de las intervenciones eran terribles. Kovchenko había tildado a Shtrum de granuja, de malhechor. Había dicho: «De momento Shtrum no se ha dignado venir. Se ha pasado de la raya. Tendremos que hablar con él en otro lenguaje, y eso, por lo visto, es lo que quiere».

Prásolov, el académico de cabellos canos, el mismo que antes comparaba el trabajo de Shtrum con la obra de Lébedev, había declarado: «Ciertas personas han organizado un ruido indecente alrededor de las teorizaciones ambiguas de Shtrum».

El doctor en ciencias físicas Gurévich había pronunciado un discurso demoledor. Reconocía que se había equivocado clamorosamente, que había sobrevalorado el trabajo de Shtrum, y había aludido a la intolerancia nacional de Víktor Pávlovich, declarando que un hombre que es embrollador en política también lo es en el terreno científico.

Svechín habló del «venerable Shtrum» y citó las palabras de Víktor Pávlovich acerca de que no existía una física americana, alemana o soviética, que física sólo había una.

– Sí, lo dije -confesó Shtrum-.

Pero citar una conversación privada en una asamblea es una delación…

Se quedó asombrado al saber que en la reunión había tomado la palabra Pímenov, aunque ya no estaba ligado al instituto y nadie le obligaba a intervenir. Se arrepentía de haber atribuido demasiada importancia al trabajo de Shtrum, de no haber visto sus defectos. Era sorprendente, Pímenov había dicho más de una vez que el trabajo de Shtrum le suscitaba un sentimiento religioso y que era feliz de contribuir a su realización.

Shishakov habló poco. La resolución había sido presentada por Ramskov, el secretario del comité del Partido en el instituto. Era brutal: exigía que la dirección amputara del colectivo sano los miembros podridos. Era particularmente ofensivo que en la resolución no hubiera ni una sola palabra sobre los méritos científicos de Shtrum. -Sin embargo, Sokolov se ha comportado de manera totalmente correcta. ¿Por qué ha desaparecido entonces Maria Ivánovna? ¿Es posible que él tenga tanto miedo? -preguntó Liudmila Nikoláyevna.

Shtrum no respondió. ¡Qué extraño! No se había irritado con nadie, a pesar de que el perdón cristiano no era propio de él. No se había enfadado con Shishakov ni con Pímenov. No sentía rencor hacia Svechín, Gurévich, Kovchenko.

Sólo una persona le sacaba de sus casillas; le causaba una rabia tan penosa, tan sofocante, que en cuanto pensaba en él, Shtrum se asfixiaba, le costaba respirar. Era como si Sokolov tuviera la culpa de todas las injusticias, de todas las crueldades que Víktor tenia que soportar. ¡Como podía Piotr Lavréntievich prohibir a Maria Ivánovna que frecuentara a los Shtrum! ¡Qué cobardía, qué crueldad, qué vileza, qué ruindad!

No podía admitir que aquel rencor no sólo era causado por la culpabilidad de Sokolov, sino que se alimentaba también de su secreta sensación de culpa ante Sokolov.

Ahora Liudmila Nikoláyevna hablaba a menudo de problemas materiales. Estaba preocupada día y noche por el exceso de superficie habitable que ocupaban, por el certificado del salario para la administración, de la casa, por los cupones de racionamiento, por las gestiones para ser inscrita en una nueva tienda de comestibles, por la cartilla de racionamiento para el nuevo trimestre, por el pasaporte caducado y por la necesidad de presentar, en el momento de la renovación, el certificado del puesto de trabajo. ¿De dónde sacarían dinero para vivir?

Al principio Shtrum, haciéndose el gallito, bromeaba: «Me quedaré en casa y me concentraré en la teoría. Me montaré una cabaña laboratorio».

Pero ahora no había razones para reírse. El dinero que recibía como miembro de la Academia de las Ciencias apenas llegaba para pagar el alquiler del apartamento, la dacha, los gastos comunes.

La sensación de aislamiento le abrumaba.

Y, sin embargo, ¡había que vivir!

La idea de enseñar en un centro de enseñanza superior parecía ahora imposible. Un hombre manchado políticamente no podía estar en contacto con los jóvenes.

¿Qué iba a hacer?

Su eminente posición científica era un obstáculo para encontrar un trabajo modesto. Los funcionarios de la sección de personal lanzarían una exclamación de sorpresa y se negarían a nombrar redactor técnico o profesor de física en una escuela técnica a un doctor en ciencias.

Cuando el pensamiento del trabajo que había perdido, la humillación que había soportado y su estado de dependencia y necesidad se volvía demasiado insoportable, pensaba: «¡Ojalá me arresten!». Pero ¿qué iba a ser de Liudmila y Nadia? Ellas también tenían que vivir.

En cuanto a cultivar fresas en la dacha… estaba descartado. También le quitarían la dacha; en mayo debía renovar el contrato de alquiler. La dacha no pertenecía a la Academia, sino a la administración, y por pura negligencia había descuidado el pago del alquiler; pensaba abonar de una sola vez los meses atrasados y un anticipo por los próximos seis meses. Aquella suma que un mes antes le parecía insignificante ahora le aterrorizaba.

¿De dónde sacaría el dinero? Nadia necesitaba un abrigo…

¿Y sí lo pedía prestado? Pero no se puede pedir prestado sin garantías de poder devolverlo.

¿Y si vendía algunas pertenencias? Peto ¿quién iba a querer comprar porcelana o un piano en tiempo de guerra? Además, sería una lástima; Liudmila adoraba su colección, incluso ahora, después de la muerte de Tolia, de vez en cuando se detenía a admirarla.

A menudo pensaba en dirigirse a la oficina de reclutamiento, renunciar a la exención de la que gozaba como miembro de la Academia y solicitar el permiso para partir al frente como soldado del Ejército Rojo.

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