– Eres demasiado inteligente-le decía a su sobrina-. No eres una niña, podrías ser miembro de una sociedad secreta de antiguos prisioneros políticos.
– De futuros prisioneros, no de antiguos -precisó Shtrum-. Me imagino que también hablas de política con tu teniente.
– ¿Y qué? -preguntó Nadia.
– Sería mejor que os besarais -intervino Yevguenia Nikoláyevna.
– Eso es lo que quiero que comprenda -dijo Shtrum. -En cualquier caso, es menos peligroso.
En efecto, Nadia abordaba conversaciones sobre temas espinosos; ahora preguntaba sobre Bujarin, o si era verdad que Lenin apreciaba a Trotski y que no había querido ver a Stalin en los últimos meses de su vida, y si en realidad había escrito un testamento que Stalin había ocultado al pueblo.
Yevguenia Nikoláyevna, cuando se quedaba a solas con su sobrina, no le preguntaba por su teniente Lómov. Pero a través de las palabras de Nadia acerca de política, la guerra, los poemas de Mandelshtam y Ajmátova, sus encuentros y conversaciones con los compañeros, Zhenia pronto supo más cosas sobre la relación de Nadia y el teniente que la propia Liudmila.
Por lo visto, Lómov era un joven mordaz, con un carácter difícil, que ironizaba sobre todas las verdades oficiales. Parecía ser que también escribía poesía y que de él derivaba la actitud burlona y desdeñosa hacia Demián Bedni y Tvardovski, la indiferencia que su sobrina mostraba hacia Shólojov y Nikolái Ostrovski. Estaba claro que Nadia le citaba literalmente cuando, encogiéndose de hombros, decía: «Los revolucionarios o son estúpidos o deshonestos; no se puede sacrificar la vida de toda una generación por una imaginaria felicidad futura…».
Una vez Nadia le dijo a Yevguenia Nikoláyevna:
– Sabes, tía, la vieja generación siempre tiene la necesidad de creer en algo: Krímov en el comunismo y Lenin; papá en la libertad; la abuela en el pueblo y los trabajadores. Pero a nosotros, a la nueva generación, todo eso nos parece estúpido. En general, es estúpido creer. Hay que vivir sin creer.
Yevguenia Nikoláyevna le preguntó de repente:
– ¿Es ésa la filosofía del teniente? La respuesta de Nadia la sorprendió:
– Dentro de tres semanas irá al frente. Ahí está la filosofía: hoy está vivo, mañana ya no.
Cuando conversaba con Nadia, Yevguenia recordaba Stalingrado. Vera hablaba con ella de la misma manera, y también Vera se había enamorado. Pero qué diferente era el sentimiento sencillo, claro, de Vera frente a la confusión de Nadia. ¡Qué diferente era entonces la vida de Zhenia comparada con la de hoy! Qué diferentes eran en aquel tiempo las ideas sobre la guerra de las que se defendían hoy, en los días de la victoria.
No obstante la guerra continuaba y lo que había dicho Nadia era irrefutable: «Hoy está vivo, mañana ya no». A la guerra le era indiferente si antes el teniente cantaba acompañándose de la guitarra, si partía como voluntario para trabajar en los grandes talleres, creyendo en el futuro reino del comunismo, si leía los poemas de Innokenti Ánnenski y no creía en la felicidad imaginaria de las futuras generaciones.
Un día Nadia le había mostrado a su tía una canción manuscrita que procedía de un campo. En la canción se hablaba de las frías bodegas de los barcos, del bramido del océano, de cómo «sufrían los prisioneros a causa del balanceo, y se abrazaban como hermanos de sangre»; y cómo emergía de la niebla Magadán, «la capital de Kolymá».
Durante los primeros días de su llegada a Moscú, cuando Nadia abordaba esos temas, Shtrum se enfadaba y la hacía callarse.
Pero desde esos días muchas cosas habían cambiado dentro de él. Ahora ya no se contenía y en presencia de Nadia decía que era insoportable leer los melifluos panegíricos dirigidos «al gran maestro, al mejor amigo de los deportistas, al padre sabio, al poderoso corifeo, al radiante genio», que además era modesto, sensible, bueno, compasivo. Se creaba la impresión de que Stalin también labraba los campos, trabajaba el metal, daba de comer a los niños de las guarderías con una cuchara en la mano, disparaba con la ametralladora, y que los obreros, los soldados del Ejército Rojo, los estudiantes, los científicos rogaban sólo por él hasta el punto de que, si no estuviera Stalin, el gran pueblo moriría como un burro de carga, débil e impotente.
Un día Shtrum contó que el nombre de Stalin se mencionaba ochenta y seis veces en Pravda, y el día después, sólo en el editorial, su nombre aparecía dieciocho veces.
Se quejaba de los arrestos ilegales, de la falta de libertad, del hecho de que un superior cualquiera, no demasiado competente pero con el carné del Partido, considerara que tenía derecho a mandar sobre los científicos y los.escritores, emitiendo valoraciones y críticas.
Había nacido en él un sentimiento nuevo. Su miedo creciente ante la fuerza destructiva de la cólera del Estado, la sensación siempre más fuerte de soledad, de impotencia de su vil debilidad y de estar condenado daba origen, a veces, a una especie de desesperación, a una indiferencia temeraria hacia el peligro, al desdén por la prudencia.
Una mañana Shtrum entró corriendo en la habitación de Liudmila, que, al ver su cara emocionada y feliz, se sintió desconcertada, tan insólita era en él aquella expresión.
– Liuda, Zhenia! Estamos entrando de nuevo en tierra ucraniana. ¡Lo acaban de anunciar por la radio!
Por la tarde Yevguenia Nikoláyevna regresó de Kuznetski Most y Shtrum, al ver su rostro, le planteó la misma pregunta que le había hecho Liudmila a él aquella misma mañana:
– ¿Qué ha pasado?
– ¡Han aceptado mi paquete, han aceptado mi paquete! -repetía Zhenia.
Incluso Liudmila comprendió qué podía significar para Krímov un paquete con una nota de Zhenia.
– ¡La resurrección de los muertos! -dijo, y añadió-: Por lo visto, le sigues amando, no recuerdo haberte visto nunca esa mirada.
– Sabes, debo de estar loca -dijo en un susurro Yevguenia Nikoláyevna-. Estoy tan contenta de que Nikolái reciba ese paquete… Hoy también he comprendido que Nóvikov nunca habría cometido semejante bajeza. No habría podido, ¿entiendes?
Liudmila Nikoláyevna se enfadó.
– No estás loca, estás peor -le dijo.
– Vítenka, querido, te lo ruego, tócanos algo -le pidió Yevguenia.
Durante todo ese tiempo Shtrum no se había sentado ni una vez al piano. Pero ahora no se hizo de rogar-, tomó una partitura, se la enseñó a Zhenia y le preguntó: «¿Te parece bien ésta?».
Liudmila y Nadia, a las que no les gustaba la música, se fueron a la cocina; Shtrum se puso a tocar. Zhenia escuchaba. Tocó durante un largo rato; y luego, una vez terminado el fragmento, permaneció en silencio, sin mirar a Zhenia. Después tocó una pieza nueva. Zhenia tenía la impresión de que Víktor sollozaba, pero no podía ver su cara.
La puerta se abrió impetuosamente y Nadia gritó:
– ¡Encended la radio, es una orden!
La música cedió el puesto a la voz metálica y rugiente del locutor Levitán, que en aquel momento anunciaba: «Se ha tomado al asalto la ciudad así como un importante nudo ferroviario…». Después enumeró a los generales y los ejércitos que habían destacado de manera especial durante el combate, empezando por el general Tolbujin, que comandaba el ejército. Luego, de repente, Levitán pronunció con voz exultante: «Citemos también el cuerpo de tanques comandado por el coronel Nóvikov».
Zhenia lanzó un leve suspiro, y mientras la voz fuerte y mesurada del locutor decía: «Gloria eterna a los héroes caídos por la libertad y la independencia de nuestra patria», se echó a llorar.