El viejo tártaro de ojos oscuros esbozó una sonrisa maliciosa y altanera típicamente mongol, y continuó:
– ¿Ha leído la obra de Tolstói Hadjí Murat? ¿Tal vez haya leído Los cosacos? ¿O su relato, el prisionero del Cáucaso? Todo eso lo ha escrito un conde ruso, más ruso que el lituano Dostoyevski. Mientras los tártaros vivan, rezarán a Alá por Tolstói.
Shtrum miró a Karímov, pensando: «Bien, así es como tu piensas. Te has descubierto».
– Ajmet Usmánovich -intervino Sokolov-, respeto profundamente el amor que siente por su pueblo, pero permítame estar a mí también orgulloso del mío. Permítame que me sienta orgulloso de ser ruso, que me guste Tolstói no sólo porque escribiera bien de los tártaros. A nosotros los rusos, quién sabe por qué, no se nos permite estar orgullosos de nuestro pueblo, si no enseguida te toman por miembro de las Centurias Negras.
Karímov se levantó con la cara perlada de sudor y dijo:
– Os diré la verdad -comenzó-. En efecto, ¿por qué iba a mentir si existe una verdad? Si se recuerda cómo ya en los años veinte se exterminaba a todos aquellos de los que el pueblo tártaro se sentía orgulloso, todas las grandes personalidades de nuestra cultura, entonces se explica por qué se debe prohibir también el Diario de un escritor.
– No sólo a los vuestros, también a los nuestros -corrigió Artelev.
Karímov insistió:
– No sólo aniquilaron a nuestros hombres, sino también la cultura nacional. Los actuales intelectuales tártaros son salvajes en comparación con los que desaparecieron.
– Ya, ya -dijo Madiárov con aire de burla-. Los otros habrían podido crear no sólo una cultura, sino también una política interna y externa. Eso no convenía.
– Ahora tenéis vuestro propio Estado -afirmó Sokolov-. Tenéis institutos, escuelas, óperas, libros, periódicos en vuestra lengua, y es la Revolución la que os ha dado todo eso.
– Es cierto, tenemos una ópera del Estado y un Estado de opereta. Pero nuestra cosecha la recoge Moscú, y es Moscú la que nos mete en la cárcel.
– ¿Sería mejor que les metiera en la cárcel un tártaro en lugar de un ruso? -preguntó Madiárov.
– ¿Y si nadie encarcelara a nadie? -preguntó Maria Ivánovna.
– Mashenka -dijo Madiárov-. ¿Y qué más quieres? -Luego miró su reloj y dijo-: Vaya, es tarde.
– Quédese a dormir aquí -le propuso rápidamente Maria Ivánovna-. Le prepararemos la cama plegable.
En una ocasión se había lamentado a Maria Ivánovna de que se sentía especialmente solo cuando volvía por la noche a casa y no encontraba a nadie esperándole en la habitación vacía y oscura.
– No diré que no -respondió Madiárov-. ¿Está usted de acuerdo, Piotr Lavréntievich?
– Claro que sí, por supuesto -respondió Sokolov.
Y Madiárov añadió, en broma:
– … dijo el dueño de la casa sin el menor entusiasmo.
Todos se levantaron de la mesa y comenzaron a despedirse.
Sokolov salió para acompañar a sus invitados y Maria lvánovna, bajando la voz, dijo a Madiárov:
– Qué contenta estoy de que Piotr Lavréntievich no evite este tipo de conversaciones. En Moscú bastaba con que se hiciera la menor alusión en su presencia para que se callara, se encerrara en sí mismo.
Había pronunciado con una entonación particularmente cariñosa y respetuosa el nombre y el patronímico de su marido. Por la noche transcribía los manuscritos de sus trabajos, conservaba las copias sucias y pegaba sobre cartones sus notas fortuitas. Lo consideraba un gran hombre y al mismo tiempo le parecía un niño indefenso.
– Me gusta este Shtrum -dijo Madiárov-. No comprendo por qué se le considera un hombre desagradable. -Después añadió en tono de burla-: Me he dado cuenta de que ha pronunciado todos los discursos en su presencia, Mashenka. Cuando usted estaba ocupada en la cocina, se ahorraba su elocuencia.
Ella estaba de cara a la puerta, en silencio, como si no hubiera oído a Madiárov. Después dijo:
– ¿Qué quiere decir, Lenia? No me presta más atención que a un insecto. Petia considera que es un hombre descortés, burlón, arrogante; por eso los físicos no le quieren y algunos le temen. Pero yo no estoy de acuerdo, a mí, en cambio, me parece que es muy bueno.
– En mi opinión es cualquier cosa menos bueno -replicó Madiárov-. Dice sarcasmos a todo el inundo, no está de acuerdo con nadie. Pero tiene una mente abierta y no está adoctrinado.
– No, es bueno. Y vulnerable.
– Pero hay que reconocer -siguió Madiárov- que tampoco hoy Pétenka ha dicho ni una sola palabra de más.
Entretanto, Sokolov entró en la habitación, a tiempo de oír las últimas palabras de Madiárov.
– Le pido dos cosas, Leonid Serguéyevich. En primer lugar que no me dé lecciones y, segundo, que no vuelva a mantener este tipo de conversaciones en mi presencia.
Madiárov replicó:
– Sabe, Piotr Lavréntievich, yo tampoco necesito lecciones suyas. Y respondo por mis palabras, igual que usted responde por las suyas.
Sokolov, evidentemente, habría querido responder con brusquedad, pero se contuvo y volvió a salir de la habitación.
– Bueno, tal vez es mejor que me vaya a casa -dijo Madiárov.
– Me daría usted un disgusto -dijo Maria Ivánovna-. Usted sabe que es bueno. Se atormentará durante toda la noche.
Y se puso a explicarle que Piotr Lavréntievich tenía un alma herida, que había sufrido mucho en 1937 cuando fue sometido a crueles interrogatorios, y, como consecuencia, pasó cuatro meses en una clínica para enfermedades nerviosas.
Madiárov escuchaba, asintiendo con la cabeza.
– De acuerdo, de acuerdo, Masha, me ha convencido. -Pero de repente, enfurecido, añadió-: Todo esto es cierto, pero su Petrusha no es el único que ha soportado interrogatorios. ¿Se acuerda de cuando me encerraron once meses en la Lubianka? Durante todo ese tiempo Piotr sólo llamó a Klava una vez. ¿Acaso no era su propia hermana? Y si recuerda bien también le prohibió a usted, Mashenka, que la telefoneara. Klava sufrió mucho… Tal vez sea un gran físico, pero con alma de lacayo.
Maria lvánovna se cubrió la cara con las manos y permaneció sentada, en silencio.
– Nadie, nadie comprenderá el daño que me hace todo esto -dijo en voz baja.
De hecho, solamente ella sabía cuánto repugnaban a su marido las atrocidades cometidas durante la colectivización y el año 1937, qué pura era su alma. Y sólo ella sabía qué grande era su sumisión, su obediencia servil al poder.
Por eso, en casa, Piotr era tan tiránico, caprichoso, consentido, acostumbrado a que Mashenka le limpiara los zapatos, le diera aire con un pañuelo para que estuviera fresco, y durante los paseos alrededor de la dacha, le ahuyentara los mosquitos con ayuda de una ramita.
67
Un vez, durante su último año de universidad, Shtrum había lanzado al suelo un ejemplar del
Pravda y dicho a un compañero de curso:
– ¡Es un aburrimiento mortal! ¿Cómo puede leerlo alguien?
Apenas hubo pronunciado estas palabras, el miedo se apoderó de él. Recogió el periódico, lo sacudió y esbozó una sonrisa extraordinariamente abyecta, tanto que muchos años más tarde se le subía la sangre a la cabeza cada vez que recordaba aquella sonrisa perruna.
Unos días después le extendió a aquel mismo compañero un número del Pravda y le dijo en tono jovial:
– Grisha, léete el editorial, está muy bien escrito. Su compañero, cogiendo el periódico, le dijo con voz compasiva:
– Estaba lleno de miedo el pobre Vitia… ¿Piensas que voy a denunciarte?
Entonces, todavía estudiante, Shtrum se hizo el juramento de callarse, de no expresar en voz alta pensamientos peligrosos o, si lo hacía, no acobardarse. Pero no mantuvo su palabra. A menudo perdía la prudencia, se encendía, metía la pata, y, metiendo la pata, perdía el coraje e intentaba apagar el fuego que él mismo había encendido.
En 1938, después del proceso de Bujarin, le comentó a Krímov: