– Con Chéjov no ha habido ningún obstáculo. Fue reconocido tanto en su época como en la nuestra.
– ¡Qué despropósito! -exclamó Madiárov golpeando las palmas de las manos contra la mesa-. Chéjov ha sido reconocido por un malentendido. De la misma manera que ha sido reconocido por un malentendido su continuador, Zóschenko.
– No lo entiendo -objetó Sokolov-. Chéjov es un realista. Son los decadentistas a los que criticamos.
– ¿No lo entiendes? -replicó Madiárov-. Espera, te lo explicaré.
– No se atreva a decir nada contra Chéjov -dijo Maria Ivánovna-. Lo amo por encima de todos los escritores.
– Haces muy bien, Mashenka -dijo Madiárov-. Pero tú, Piotr Lavréntievich, ¿acaso buscas una expresión de humanismo entre los decadentes?
Sokolov hizo un gesto de negación con la mano, con aire enfadado.
Pero Madiárov tampoco hacía caso a Sokolov, necesitaba expresar sus propias convicciones y para ello necesitaba un Sokolov que buscara humanidad entre los decadentes.
– ¡El individualismo no es humanidad! Usted se confunde; todos se confunden. ¿Le parece que ahora criticana los decadentes? ¡Tonterías! No son dañinos para el Estado, simplemente son irrelevantes, inútiles. Estoy convencido de que no hay un abismo entre el realismo socialista y el decadentismo. Mucho se ha discutido sobre la definición del realismo socialista. Es un espejo al que el Partido o el gobierno pregunta: «Espejito, espejito, di: ¿quién es el más bello de todos los reinos?», y el realismo socialista responde: «¡Tú, tú, Partido, gobierno, Estado, el más bello de todos los reinos!».
»Los decadentistas a la misma pregunta responden: “Yo, yo, yo, decadente, soy el más bello de todos”. Pero no existe una gran diferencia. El realismo socialista es la afirmación de la superioridad del Estado y el decadentismo es la afirmación de la superioridad del individuo. Los métodos son diferentes, pero la esencia es la misma: el éxtasis ante la propia superioridad. El Estado genial, sin defectos, menosprecia a todos los que no se le parecen. Y la personalidad del decadente, preciosa como el encaje, es profundamente indiferente al resto de las personalidades, a todas excepto dos: con una mantiene una disputa refinada, con la otra se da besitos y carantoñas. En apariencia parece que el individualismo, el decadentismo luchan por el hombre. ¡Mentira! Los decadentes son indiferentes respecto al hombre, y el Estado también lo es. No hay ningún abismo entre ellos.
Sokolov, frunciendo el ceño, escuchaba a Madiárov e intuyendo que se iba a poner a hablar de temas totalmente prohibidos, lo interrumpió:
– Permíteme un instante, ¿qué tiene eso que ver con Chéjov?
– Claro que tiene que ver, no faltaría más. Entre él y los contemporáneos hay un abismo infranqueable. En el fondo Chéjov se cargó a las espaldas la inexistente democracia rusa. El camino de Chéjov es el camino de la libertad de Rusia. Nosotros tomarnos otro camino. Intentad abarcar todos sus personajes. Tal vez sólo Balzac introdujo en la conciencia colectiva una masa de gente tan enorme. No, ni siquiera Balzac. Pensad: médicos, ingenieros, abogados, maestros, profesores, terratenientes, tenderos, industriales, institutrices, lacayos, estudiantes, funcionarios de toda clase, comerciantes de ganado, conductores, casamenteras, sacristanes, obispos, campesinos, obreros, zapateros, modelos, horticultores, zoólogos, actores, posaderos, prostitutas, pescadores, tenientes, suboficiales, artistas, cocineros, escritores, porteros, monjas, soldados, comadronas, prisioneros de Sajalín…
– ¡Basta, basta! -gritó Sokolov.
– ¿Ya basta? -rebatió Madiárov con un aire de amenaza cómico-. No, ¡no basta! Chéjov introdujo en nuestra conciencia toda la enorme Rusia, todas las clases, estamentos, edades… ¡Pero eso no es todo! Introdujo a esos millones de personas como demócrata, ¿lo entiende? Habló como nadie antes, ni siquiera Tolstói, había hablado: todos nosotros, antes que nada, somos hombres, ¿comprende? Hombres, hombres, hombres. Habló en Rusia como nadie lo había hecho antes. Dijo que lo principal era que los hombres son hombres, sólo después son obispos, rusos, tenderos, tártaros, obreros. ¿Lo comprende? Los hombres no son buenos o malos según si son obreros u obispos, tártaros o ucranianos; los hombres son iguales en tanto que hombres. Cincuenta años antes la gente, obcecada por la estrechez de miras del Partido, consideraba que Chéjov era portavoz de un fin de siècle. Pero Chéjov es el portador de la más grande bandera que haya sido enarbolada en Rusia durante toda su historia: la verdadera, buena democracia rusa. Nuestro humanismo ruso siempre ha sido cruel, intolerante, sectario. Desde Avvakum a Lenin nuestra concepción de la humanidad y la libertad ha sido siempre partidista y fanática. Siempre ha sacrificado sin piedad al individuo en aras de una idea abstracta de humanidad. Incluso Tolstói nos resulta intolerable con su idea de no oponerse al mal mediante la violencia, su punto de partida no es el hombre, sino Dios. Le interesa que triunfe la idea que afirma la bondad, de hecho los «portadores de Dios» siempre se han esforzado, por medio de la violencia, en introducir a Dios en el hombre, y en Rusia, para conseguir este objetivo, no retrocederán ante nada ni nadie; torturarán y matarán, si es preciso.
»Chéjov dijo: dejemos a un lado a Dios y las así llamadas grandes ideas progresistas; comencemos por el hombre, seamos buenos y atentos para con el hombre sea éste lo que sea: obispo, campesino, magnate industrial, prisionero de Sajalín, camarero de un restaurante; comencemos por amar, respetar y compadecer al hombre; sin eso no funcionará nada. A eso se le llama democracia, la democracia que todavía no ha visto la luz en el pueblo ruso.
»El hombre ruso ha visto todo durante los últimos mil años, la grandeza y la supergrandeza, sólo hay una cosa que no ha visto: la democracia. He aquí la diferencia entre el decadentismo y Chéjov. El Estado puede asestar un golpe en la nuca al decadente por rabia, puede darle un puntapié en el trasero. Pero el Estado no comprende la esencia de Chéjov, por eso lo tolera. En nuestro régimen la democracia verdadera, humana, no se admite.
Era evidente que la audacia de las palabras de Madiárov disgustaba profundamente a Sokolov.
Y Shtrum, que se había apercibido de ello, con una satisfacción particular, incomprensible incluso para él mismo, afirmó:
– Muy bien dicho. Es cierto y muy inteligente. Sólo pido un poco de indulgencia para con Skriabin que, por lo que parece, entra dentro de los decadentistas, pero me gusta.
Hizo un gesto de rechazo hacia la mujer de Sokolov, que le había ofrecido un platito con mermelada, y dijo:
– No, gracias, no me apetece.
– Es de grosella negra -explicó ella.
Él miró sus ojos castaños salpicados de puntos dorados y preguntó:
– ¿Es que le he confesado mi debilidad por las grosellas?
Ella sonrió y asintió con la cabeza. Tenía los dientes torcidos, los labios finos, sin brillo. Y al sonreír su cara ligeramente gris se tornó agradable, atractiva.
«Es una mujer agradable, buena -pensó Shtrum-. Es una lástima que siempre tenga la nariz roja.»
Karimov se volvió a Madiárov:
– Leonid Serguéyevich, ¿cómo conciliar su apasionado discurso sobre el humanismo de Chéjov con su himno a Dostoyevski? Para Dostoyevski, no todos los hombres en Rusia son iguales. Hitler ha llamado a Tolstói degenerado, pero se dice que tiene colgado en su despacho un retrato de Dostoyevski. Yo pertenezco a una minoría nacional, soy tártaro, pero nací en Rusia y no perdono a un escritor ruso su odio por los polacos y los judíos. No, no puedo, aunque se trate de un genio. Nos ha bastado con el derramamiento de sangre en la Rusia zarista, los escupitajos en los ojos, los pogromos. En Rusia un gran escritor no tiene derecho a perseguir a los extranjeros, despreciar a los polacos y los tártaros, a los armenios y los chuvachos.