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– ¿Qué tal, Vera? Vera, ¿piensas en mí?

Sí, podía sentir la ternura con que se dirigían a ella, una futura madre. Quizá su pequeño también sentía aquella ternura, y su corazón sería puro y bueno.

A veces se asomaba por el taller donde reparaban los carros de combate. Allí trabajaba Víktorov antes de la guerra, y Vera trataba de adivinar cuál era su máquina. Se esforzaba por imaginárselo en su mono de trabajo o en su uniforme de aviador; sin embargo se le aparecía obsesivamente la visión de él en bata de hospital.

En el taller no sólo la conocían los trabajadores de la central, sino también los tanquistas de la base. Prácticamente era imposible distinguirlos: los trabajadores civiles de la fábrica y los militares se parecían mucho con sus chaquetas acolchadas grasientas, sus gorros arrugados y sus manos negras.

Vera se hallaba absorta en sus pensamientos sobre Víktorov y el hijo de ambos, que sentía vivir en su interior día y noche; la zozobra por su abuela, la tía Zhenia, Seriozha y Tolia había abandonado su corazón, sólo experimentaba pena cuando pensaba en ellos.

Por la noche echaba de menos a su madre, la llamaba, se lamentaba, le pedía ayuda, murmuraba:

«Querida mamá, ayúdame».

En esos momentos se sentía débil, impotente, nada que ver con aquella que decía tranquilamente a su padre:

– No insistas, de aquí no me voy.

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Durante el desayuno Nadia dijo pensativa:

– A Tolia le gustaban más las patatas cocidas que fritas. Liudmila Nikoláyevna señaló:

– Mañana habría cumplido exactamente diecinueve años y siete meses.

Por la noche dijo:

– Cómo habría sufrido Marusia al enterarse de las atrocidades cometidas por los fascistas en Yásnaia Poliana.

Poco después Aleksandra Vladímirovna llegó de una reunión en la fábrica y dijo a Shtrum, que la estaba ayudando a quitarse el abrigo:

– Hace un tiempo excelente, Vitia, el aire es seco y frío. Tu madre decía: «Como el vino».

Shtrum le respondió:

– Y cuando comía un buen chucrut lo llamaba «uva».

La vida se movía como un iceberg en el mar, la parte inferior, sumergida en las tinieblas gélidas, confería estabilidad a la parte superior, aquella que reflejaba las olas, respiraba, escuchaba el rumor y el chapoteo del agua…

Cuando los hijos de cualquier familia de amigos ingresaban en los cursos de doctorado, defendían una tesis, se enamoraban o se casaban, en las conversaciones familiares se mezclaba, junto a las felicitaciones, la tristeza.

Cuando Shtrum se enteraba de que algún conocido había muerto en el frente era como si alguna partícula de vida muriera dentro de él, como si algún color palideciera. Pero la voz del muerto seguía sonando en el ruido de la vida.

La época a la que estaban ligados el pensamiento y el alma de Shtrum era terrible, una época que se había levantado contra las mujeres y los niños. Sólo en su familia habían sido asesinados un chico, casi un niño, y dos mujeres.

A menudo le venían a la mente los versos de Mandelshtam que en una ocasión había oído citar a un pariente de Sokolov, el historiador Madiárov:

Me salta a las espaldas el siglo perro-lobo
pero yo no tengo sangre de lobo…

Pero aquella época era la suya, vivía con ella, y a ella permanecería ligado también después de la muerte.

Shtrum seguía sin progresar en el trabajo. Los experimentos que había comenzado mucho antes de la guerra no daban los resultados previstos en la teoría. Había algo absurdo y descorazonador en el caos de datos experimentales y la terca obstinación con que contradecían la teoría.

En un primer momento Shtrum estaba convencido de que la causa de su fracaso se debía a sus condiciones de trabajo insatisfactorias y a la falta de nuevos aparatos. Después se había enfadado con los colegas del laboratorio porque tenía la sensación de que no se aplicaban lo suficiente en el trabajo y se distraían con trivialidades.

No obstante, sus problemas no consistían en el hecho de que el alegre y encantador Savostiánov, lleno de talento, no cejara de hacer gestiones para conseguir cupones de vodka y que el sabelotodo de Márkov impartiera conferencias en horas de trabajo o que explicara a los colaboradores qué raciones alimenticias recibía uno u otro científico, y que tal científico dividía su ración entre sus dos ex mujeres y la actual. Anna Naumovna explicaba con una cantidad de detalles insoportable su relación con la casera.

El pensamiento de Savostiánov era vivo, claro. Márkov, como de costumbre, dejaba maravillado a Shtrum por la amplitud de sus conocimientos, por su capacidad artística para realizar los experimentos más sofisticados, por su lógica serena. Anna Naumovna, aunque vivía en una fría y decadente habitación de paso, trabajaba con una tenacidad y una escrupulosidad sobrehumanas. Y, como siempre, Shtrum estaba orgulloso de contar con Sokolov como uno de sus colaboradores.

Ni el rigor en la observancia de las condiciones experimentales, ni la determinación doble, ni las repeticiones de calibración de los instrumentos de medición aportaban claridad a su trabajo. El caos había irrumpido en el estudio de las sales orgánicas de los metales sometidos a una violenta radiación. Alguna vez Shtrum se imaginaba aquella partícula de sal como una especie de enano que hubiera perdido la decencia y la razón, un enano con un gorro cónico de través, de cara roja, que gesticulaba y realizaba movimientos obscenos, un enano que con sus minúsculos miembros hacía un corte de mangas al rostro severo de la teoría.

En la elaboración de la teoría habían participado físicos de fama mundial, los razonamientos matemáticos eran impecables, los datos experimentales acumulados durante décadas en reputados laboratorios alemanes e ingleses se ajustaban perfectamente en su estructura. Poco antes de la guerra se había realizado un experimento en Cambridge que debía confirmar el comportamiento de las partículas en ciertas condiciones. El éxito de dicho experimento había sido el máximo triunfo de la teoría. A Shtrum le había parecido tan poético y noble como el experimento de la relatividad que había confirmado la desviación de la luz procedente de una estrella cuando entraba en el campo gravitacional del Sol, preanunciada ya por la teoría de la relatividad. Atentar contra la teoría parecía impensable, como para un soldado arrancar las charreteras doradas de los hombros de un mariscal.

Entretanto el enano seguía haciendo muecas y obscenidades, y era imposible hacerlo entrar en razón. Poco antes de que Liudmila Nikoláyevna llegara a Sarátov, Shtrum había pensado que era posible ampliar el marco de la teoría, para lo cual había tenido que admitir dos hipótesis arbitrarias y recargar el aparato matemático.

Las nuevas ecuaciones concernían a la rama de las matemáticas en la que Sokolov estaba más fuerte y Shtrum le pidió ayuda aduciendo que en aquel campo no se sentía demasiado seguro.

Sokolov, en efecto, logró en poco tiempo deducir nuevas ecuaciones para la teoría ampliada.

El problema parecía resuelto: los datos experimentales no contradecían la teoría. Shtrum estaba contento por el éxito y felicitó a Sokolov. Éste a su vez felicitó a Shtrum, pero la inquietud y la insatisfacción persistían.

Pronto el abatimiento hizo mella en Shtrum, que confió a Sokolov:

– He notado, Piotr Lavréntievich, que el humor se me agria todas las tardes que veo a mi mujer remendar las medias. Me hace pensar en nosotros, que hemos remendado una teoría: un trabajo burdo, con hilos de otros colores, una verdadera chapuza.

Las dudas de Shtrum eran cada vez más acuciantes. Por suerte, no sabía mentirse a sí mismo e instintivamente intuía que el autoconsuelo le conduciría a la derrota.

En aquella ampliación de la teoría no había nada bueno. Una vez remendada había perdido su armonía interna, las hipótesis introducidas le habían restado fuerza y autonomía, y las ecuaciones se habían vuelto demasiado engorrosas para operar con ellas. Tenía algo rígido, anémico, talmúdico. Estaba como privada de una musculatura viva.

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