– Espera, vuelvo enseguida…
Y, echándose el abrigo sobre los hombros, salía a mirar a la calle, no fuera a ser que hubiera un piloto en el patio preguntando dónde vivía la familia Spiridónov.
Nunca, ni siquiera un instante, se le había pasado por la cabeza que él hubiera podido olvidarla. Estaba segura de que Víktorov pensaba en ella noche y día con la misma intensidad y perseverancia.
La central era atacada por la artillería alemana casi a diario. Los alemanes le habían tomado la medida y no erraban el blanco: los obuses caían sobre los talleres, el estruendo de las explosiones hacía temblar el suelo a cada momento. A menudo bombarderos solitarios sobrevolaban la central y lanzaban bombas. Los Messerschmitts volaban casi a ras de suelo y cuando estaban encima de la central disparaban ráfagas de ametralladora. A veces, a lo lejos, se perfilaban sobre las colinas tanques alemanes, se oía claramente el rápido traqueteo de sus armas.
Stepán Fiódorovich se había acostumbrado a los disparos y a las bombas, igual que el resto de los trabajadores de la central, pero todos lo vivían con sus últimas reservas de fuerza. A veces Spiridónov sentía que le vencía el agotamiento, sólo deseaba acostarse, enrollarse la cabeza con el abrigo y permanecer así, inmóvil, con los ojos cerrados. A veces se emborrachaba. A veces tenía ganas de correr hasta la orilla del Volga, ir a Tumak y adentrarse en la estepa de la orilla izquierda, sin volverse ni una vez a mirar la central, dispuesto a aceptar la deshonra de la deserción con tal de no oír el terrorífico aullido de los bombarderos alemanes. Cuando Stepán Fiódorovich telefoneaba a Moscú, a través del Estado Mayor destacado muy cerca del 64° Ejército, el responsable militar y adjunto del comisario del pueblo le decía: «Camarada Spiridónov, transmita nuestros saludos al heroico colectivo que está bajo su mando». Y Stepán Fiódorovich se sentía avergonzado: ¿dónde estaba aquel heroísmo? Además corría la voz de que los alemanes se disponían a efectuar un ataque aéreo en masa contra la central, que tenían el propósito de arrasar con bombas gigantescas y monstruosas. Estos rumores les helaban la sangre. Durante el día no dejaban de mirar de reojo el cielo gris, al acecho de las eventuales patrullas enemigas. Por la noche se sobresaltaba, le parecía oír constantemente aproximarse el sordo zumbido de las hordas aéreas. Del miedo, la espalda y el pecho se le empapaban de sudor.
Evidentemente no era el único que tenía los nervios de punta. Kamishov, el ingeniero jefe, una vez le había confesado a Spiridónov: «Siento que me fallan las fuerzas, me parece ver el infierno, miro la carretera y pienso: ¡ojalá pudiera largarme!».
El secretario de organización del Comité Central, Nikoláyev, una tarde que pasó a verle le pidió:
– Sírvame un vasito de vodka, Stepán Fiódorovich. Se me ha acabado el mío y últimamente no puedo dormirme sin ese antídoto contra las bombas.
Mientras le servía el vodka, Stepán Fiódorovich le dijo:
– A la cama no te irás sin saber una cosa más. Debería haber escogido un oficio cuyo material pudiera evacuarse fácilmente; en cambio, como ves, las turbinas no se pueden mover y no tenemos otro remedio que quedarnos con ellas. Los de las otras fábricas ya hace tiempo que se pasean por Sverdlovsk.
Mientras trataba de convencer una vez más a Vera de que partiera, le dijo:
– Francamente, me dejas pasmado. Cada día viene a verme gente pidiéndome que les deje marcharse de aquí con cualquier pretexto; a ti, en cambio, te lo pido encarecidamente, y ni caso. Si yo tuviera elección, no me quedaría ni un minuto más aquí.
– Me quedo aquí por ti -respondió bruscamente Vera-. Sin mí te darías definitivamente a la bebida.
Era obvio que Stepán Fiódorovich no se limitaba únicamente a temblar bajo el fuego enemigo. En la central existía también el coraje, el trabajo constante, la risa y las bromas, la percepción omnipresente de un destino despiadado.
Vera no dejaba de atormentarse por su futuro bebé. Tenía miedo de que naciera enfermo, que fuera nocivo para él que su madre viviera en aquel sótano asfixiante y lleno de humo cuyo suelo temblaba a diario bajo los bombardeos. En los últimos tiempos a menudo sentía náuseas, la cabeza le daba vueltas. Qué triste y asustadizo sería el bebé que daría a luz si los ojos de su madre no hacían más que ver ruinas, fuego y tierra torturada, el cielo gris lleno de aviones con cruces negras. Tal vez el niño incluso oía el rugido de las explosiones; tal vez su cuerpecito acurrucado se quedaba petrificado ante el aullido de las bombas y hundía su pequeña cabeza entre los hombros. Pasaban por su lado hombres con abrigos sucios de grasa, ceñidos a la cintura con cinturones militares de lona impermeabilizada, la saludaban con la mano a su paso, le sonreían y gritaban:
– ¿Qué tal, Vera? Vera, ¿piensas en mí?
Sí, podía sentir la ternura con que se dirigían a ella, una futura madre. Quizá su pequeño también sentía aquella ternura, y su corazón sería puro y bueno.
A veces se asomaba por el taller donde reparaban los carros de combate. Allí trabajaba Víktorov antes de la guerra, y Vera trataba de adivinar cuál era su máquina. Se esforzaba por imaginárselo en su mono de trabajo o en su uniforme de aviador; sin embargo se le aparecía obsesivamente la visión de él en bata de hospital.
En el taller no sólo la conocían los trabajadores de la central, sino también los tanquistas de la base. Prácticamente era imposible distinguirlos: los trabajadores civiles de la fábrica y los militares se parecían mucho con sus chaquetas acolchadas grasientas, sus gorros arrugados y sus manos negras.
Vera se hallaba absorta en sus pensamientos sobre Víktorov y el hijo de ambos, que sentía vivir en su interior día y noche; la zozobra por su abuela, la tía Zhenia, Seriozha y Tolia había abandonado su corazón, sólo experimentaba pena cuando pensaba en ellos.
Por la noche echaba de menos a su madre, la llamaba, se lamentaba, le pedía ayuda, murmuraba: «Querida mamá, ayúdame».
En esos momentos se sentía débil, impotente, nada que ver con aquella que decía tranquilamente a su padre:
– No insistas, de aquí no me voy.
Evidentemente no era el único que tenía los nervios de punta. Kamishov, el ingeniero jefe, una vez le había confesado a Spiridónov: «Siento que me fallan las fuerzas, me parece ver el infierno, miro la carretera y pienso: ¡ojalá pudiera largarme!».
El secretario de organización del Comité Central, Nikoláyev, una tarde que pasó a verle le pidió:
– Sírvame un vasito de vodka, Stepán Fiódorovich. Se me ha acabado el mío y últimamente no puedo dormirme sin ese antídoto contra las bombas.
Mientras le servía el vodka, Stepán Fiódorovich le dijo:
– A la cama no te irás sin saber una cosa más. Debería haber escogido un oficio cuyo material pudiera evacuarse fácilmente; en cambio, como ves, las turbinas no se pueden mover y no tenemos otro remedio que quedarnos con ellas. Los de las otras fábricas ya hace tiempo que se pasean por Sverdlovsk.
Mientras trataba de convencer una vez más a Vera de que partiera, le dijo:
– Francamente, me dejas pasmado. Cada día viene a verme gente pidiéndome que les deje marcharse de aquí con cualquier pretexto; a ti, en cambio, te lo pido encarecidamente, y ni caso. Si yo tuviera elección, no me quedaría ni un minuto más aquí.
– Me quedo aquí por ti -respondió bruscamente Vera-. Sin mí te darías definitivamente a la bebida.
Era obvio que Stepán Fiódorovich no se limitaba únicamente a temblar bajo el fuego enemigo. En la central existía también el coraje, el trabajo constante, la risa y las bromas, la percepción omnipresente de un destino despiadado.
Vera no dejaba de atormentarse por su futuro bebé. Tenía miedo de que naciera enfermo, que fuera nocivo para él que su madre viviera en aquel sótano asfixiante y lleno de humo cuyo suelo temblaba a diario bajo los bombardeos. En los últimos tiempos a menudo sentía náuseas, la cabeza le daba vueltas. Qué triste y asustadizo sería el bebé que daría a luz si los ojos de su madre no hacían más que ver ruinas, fuego y tierra torturada, el cielo gris lleno de aviones con cruces negras. Tal vez el niño incluso oía el rugido de las explosiones; tal vez su cuerpecito acurrucado se quedaba petrificado ante el aullido de las bombas y hundía su pequeña cabeza entre los hombros. Pasaban por su lado hombres con abrigos sucios de grasa, ceñidos a la cintura con cinturones militares de lona impermeabilizada, la saludaban con la mano a su paso, le sonreían y gritaban: