Liudmila Nikoláyevna asomó la cabeza por la puerta.
– Mamá no ha vuelto todavía -dijo-. Estoy preocupada.
– ¿Ah, sí?, quién sabe dónde andará -respondió Shtrum, distraído; y cuando Liudmila Nikoláyevna cerró la puerta, preguntó por segunda vez-: ¿Qué dice su teniente sobre los judíos?
– Vio cómo se llevaban a una familia judía, una vieja y dos chicas, para ser fusiladas.
– ¡Dios mío! -exclamó Shtrum.
– Sí, además oyó hablar de unos campos en Polonia adonde transportan a los judíos; los matan y luego descuartizan sus cuerpos como en un matadero. Pero estoy seguro de que no son más que fantasías. Me he informado en especial sobre los judíos porque sabía que le interesaría.
«¿Por qué sólo a mí? -pensó Shtrum-. ¿Acaso no interesa también a los demás?»
Karímov se quedó absorto un instante y luego dijo:
– Ah, sí, lo olvidaba; me ha contado que los alemanes ordenan llevar a la Kommandantur a los bebés judíos, a los que untan los labios con un compuesto incoloro que les hace morir al instante.
– ¿Bebés? -repitió Shtrum.
– Creo que es una invención, como la historia de los campos donde descuartizan cadáveres.
Shtrum comenzó a dar vueltas por la habitación y dijo:
– Cuando uno piensa que en nuestros días se mata a los recién nacidos, todos los esfuerzos de la cultura parecen inútiles. ¿Qué nos han enseñado Goethe, Bach? ¡Están matando a recién nacidos!
– Sí, es terrible -dijo Karímov.
Shtrum sentía el pesar y la compasión en Karímov, pero también se daba cuenta de su alegría: el relato del teniente había fortalecido sus esperanzas de encontrar a su mujer, mientras que Shtrum sabía de sobra que, después de la victoria, nunca más vería a su madre.
Karímov se disponía a volver a casa. Víktor no tenía ganas de despedirse, así que decidió acompañarle parte del camino.
– ¿Sabe una cosa? -dijo de repente Shtrum-. Nosotros, los científicos soviéticos, somos muy afortunados. ¿Qué deben de sentir los físicos y químicos alemanes honrados sabiendo que sus descubrimientos van en provecho de Hitler? Imagínese a un físico judío cuya familia es asesinada como si fueran perros rabiosos. Es feliz porque ha hecho un descubrimiento, pero éste, contra su voluntad, confiere potencia militar al fascismo. El lo ve todo, lo comprende todo, y sin embargo, no puede evitar alegrarse por su descubrimiento… ¡Es horrible!
– Sí, sí -ratificó Karímov-, un hombre que siempre ha pensado no puede obligarse a dejar de pensar.
Salieron a la calle.
– Me da reparo que quiera acompañarme con este tiempo de perros -dijo Karímov-. Hacía poco que estaba en casa y ahora ha tenido que salir otra vez.
– No importa -respondió Shtrum-. Sólo le acompañaré hasta la esquina.
Miró a la cara de su compañero y añadió:
– Me complace pasear con usted por la calle, a pesar de este tiempo desapacible.
Karímov caminaba en silencio y Shtrum tuvo la impresión de que estaba absorto en sus pensamientos y no le escuchaba. Al llegar a la esquina, Shtrum se detuvo.
– Bueno -dijo-, despidámonos aquí.
Karímov le apretó la mano con fuerza y, alargando las palabras, dijo:
– Pronto regresará a Moscú y tendremos que separarnos. Nuestros encuentros han significado mucho para mí.
– Créame, a mí también me da pena -dijo Shtrum. Cuando Shtrum caminaba de regreso a casa alguien lo llamó, pero él no se dio cuenta. Luego vio los ojos oscuros de Madiárov, mirándole fijamente. Llevaba levantado el cuello del abrigo.
– ¿Qué ha pasado? -le preguntó-. ¿Se han acabado nuestras reuniones? Piotr Lavréntievich está enfadado conmigo.
– Sí, claro, es una lástima -respondió Shtrum-. Pero en el calor de la discusión hemos dicho una sarta de tonterías.
– ¿Quién da importancia a las palabras dichas en caliente? -replicó Madiárov.
Madiárov acercó la cara a Shtrum, y sus ojos grandes, amplios, llenos de tristeza, se tornaron aún más tristes.
– En cierta manera no está mal que se hayan interrumpido nuestros encuentros.
– ¿Por qué? -quiso saber Shtrum.
– Tengo que decírselo -dijo Madiárov, casi jadeando-.
Creo que el viejo Karímov colabora. ¿Me entiende? Y usted, me parece, lo ha visto a menudo.
– ¡Tonterías! No me creo ni una sola palabra -dijo Shtrum.
– ¿No se ha dado cuenta? Todos sus amigos y los amigos de sus amigos han sido reducidos a polvo, todo su entorno ha desaparecido sin dejar huella. Sólo él ha sobrevivido, y bien que ha prosperado: lo han hecho académico.
– ¿Y qué? Yo también soy académico, y usted.
– Reflexione un poco sobre esa suerte extraordinaria. Ya no es usted un niño, señor mío.
10
– Vitia, mamá acaba de llegar -dijo Liudmila.
Aleksandra Vladímirovna estaba sentada a la mesa con un chal sobre los hombros. Se llevó una taza de té a los labios y tras dejarla a un lado dijo:
– Bueno, he hablado con una persona que vio a Mitia [73] justo antes de que estallara la guerra.
Con una calma deliberada y midiendo el tono de su voz a causa de la excitación, les explicó que los vecinos de una compañera suya del trabajo, ayudante de laboratorio, habían recibido la visita de un paisano. Su compañera había pronunciado por casualidad, en presencia del invitado, el apellido de Aleksandra Vladímirovna, a lo que éste preguntó si aquella Sháposhnikova no tendría algún pariente llamado Dmitri. Después del trabajo, Aleksandra Vladímirovna se había dirigido a casa de la ayudante de laboratorio. Allí se enteró de que el visitante, corrector de profesión, acababa de ser liberado de un campo penitenciario, donde había pasado siete años por haber dejado escapar una errata en el editorial del periódico: en el apellido del camarada Stalin los tipógrafos se habían equivocado en una letra. Antes de la guerra lo habían trasladado de un campo en la República Autónoma de Komi a otro más severo en el Extremo Oriente por infringir la disciplina, y allí, entre sus compañeros de barracón figuraba Sháposhnikov.
– Desde la primera palabra comprendí que se trataba de Mitia. Aquel hombre me dijo: «Se tumbaba en las literas y silbaba: Chízhyk-Pízhik, gdie ti bil» [74]. Poco antes de que le arrestaran, Mitia vino a verme y respondió a todas mis preguntas sonriendo y silbando Chízhyk-Pízhik… Esta noche el hombre se marcha en un camión a Laishevo, donde vive toda su familia. Según dice, Mitia está enfermo de escorbuto y del corazón. No cree que salga en libertad. Le había hablado de mí y de Seriozha. Dice que trabaja en la cocina, que tiene un buen puesto.
– Sí -dijo Shtrum-, para eso se sacó dos títulos.
– No podemos fiarnos de ese hombre; ¿y si fuese un provocateur mandado intencionadamente? -preguntó Liudmila.
– ¿Por qué iba a perder el tiempo un provocateur con una vieja como yo?
– Pues bien que se interesa cierta organización por Víktor.
– Pero qué tonterías dices, Liudmila -replicó Víktor, irritado.
– ¿Y por qué está él en libertad? ¿Te lo ha explicado? -preguntó Nadia.
– Lo que me ha contado es increíble. Parece un mundo diferente, o más bien una pesadilla. Se diría que viene de otro país, con sus propias costumbres, su historia medieval y su historia moderna, sus proverbios… Le pregunté por qué le habían puesto en libertad. Él pareció bastante sorprendido:
«¿No lo sabe? Me han dado la baja por invalidez». Por lo que he entendido, a veces liberan a los dojodiaga, es decir a los moribundos. Dentro del campo tienen una jerga especial para las diversas categorías de prisioneros: los trabajadores [75], los enchufados, los perros… Le pregunté acerca de esa extraña condena de diez años sin derecho a correspondencia que habían dictado contra miles de personas en 1917. Me contestó que no había conocido a ningún prisionero que estuviera cumpliendo aquella pena, y eso que había estado en decenas de campos. «Entonces ¿qué le ha pasado a esa gente?», pregunté. «No lo sé», respondió él. «Desde luego en los campos no están.»