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Aunque toda su vida había llevado la contraria a todo el mundo, ahora no discutía con nadie. Antes bastaba con que alguien explicara cómo se llegaba a la estación para que Liudmila se agitara hasta el punto de ponerse furiosa, afirmando que eran otras calles y otros trolebuses los que había que tomar.

Un día, Víktor Pávlovich le preguntó:

– Liudmila, ¿a quién hablas por las noches?

Y ella respondió:

– No lo sé. Tal vez esté soñando.

Víktor no ahondó más en las preguntas, pero le confió a la suegra que casi todas las noches Liudmila abría unas maletas, extendía una manta sobre el sofá que había en el rincón y hablaba en voz baja, con tono febril.

– Tengo la sensación, Aleksandra Vladímirovna, de que durante el día ya sea conmigo, con Nadia o con usted, Liudmila está como en un sueño, mientras que por las noches su voz se vuelve más animada, como antes de la guerra -dijo Víktor Pávlovich-. Me parece que está enferma, que se ha convertido en otra persona.

– No sé -respondió Aleksandra Vladímirovna-. Todos sufrimos. Todos con la misma intensidad y cada uno a su manera.

Alguien que llamaba a la puerta interrumpió la conversación. Víktor Pávlovich se levantó. Pero Liudmila Nikoláyevna le gritó desde la cocina:

– Abro yo.

La familia no lograba entender qué significaba, pero habían notado que después de su regreso de Sarátov Liudmila Nikoláyevna comprobaba varias veces al día si había correo en el buzón.

Cuando alguien llamaba a la puerta, se apresuraba en ser ella quien abriera. También ahora, al oír sus pasos apresurados, casi a la carrera, Víktor Pávlovich y Aleksandra Vladímirovna intercambiaron una mirada.

Luego oyeron la voz irritada de Liudmila:

– No hay nada, no tengo nada para usted hoy, y no venga tan a menudo. ¡Le di medio kilo de pan hace dos días!

35

El teniente Víktorov fue llamado al puesto de mando por el mayor Zakabluka, el comandante de un regimiento de cazas acantonado en reserva. Velikánov, el oficial de servicio del Estado Mayor, le anunció que el mayor se había dirigido con un U-2 al mando aéreo cerca de Kalinin y que no regresaría hasta la noche. Cuando Víktorov le preguntó a Velikánov el motivo de la convocatoria, éste le guiñó un ojo y le dijo que, probablemente, tenía que ver con la borrachera y el escándalo que se había armado en la cantina.

Víktorov echó una ojeada detrás de la cortina fabricada con una tela impermeable y un edredón. Oyó el tecleo de una máquina de escribir. Al ver a Víktorov, Volkonski, el jefe de la oficina, se anticipó a su pregunta:

– No, no hay cartas, camarada teniente.

La mecanógrafa, la asalariada Lénochka, se volvió hacia el teniente, luego miró a un espejito alemán tomado como trofeo de un avión derribado -regalo del difunto piloto Demídov-, se ajustó el gorro, desplazó la regla sobre el documento que estaba copiando y reanudó el repiqueteo de la máquina.

Aquel teniente de cara alargada que siempre hacía la misma monótona pregunta al jefe deprimía a Lénochka.

Víktorov, de regreso al aeródromo, se desvió por el lindero del bosque.

Hacía un mes que su regimiento se había retirado del frente a fin de completar los rangos que los pilotos caídos en batalla habían dejado sin efecto.

Un mes antes aquel territorio del norte que Víktorov no conocía se le había antojado inquietante. La vida del bosque, el joven río que serpenteaba ágilmente entre las abruptas colinas, el olor a putrefacción, a setas, el ulular de los árboles, le ponían en estado de alarma día y noche.

Durante las incursiones aéreas parecía que los olores de la tierra llegaban hasta la cabina del piloto. Del bosque y los lagos llegaba el aliento de la vieja Rusia que Víktorov sólo conocía por los libros que había leído antes de la guerra. Allí, a través de los lagos y los bosques discurrían antiguos senderos, y con la leña de aquellos bosques se habían construido casas, iglesias, se habían tallado mástiles de barcos. El tiempo se había demorado aquí y todavía corría el lobo gris y Aliónushka lloraba en la pequeña orilla por la que ahora Víktorov se dirigía a la cantina. Tenía la impresión de que aquel tiempo pasado era ingenuo, sencillo, joven, y no sólo las muchachas que vivían en las teremá [34], sino también los comerciantes con barbas grises, los diáconos y los patriarcas, parecían miles de años más jóvenes respecto a sus compañeros rebosantes de experiencia: los aviadores procedentes del mundo de la velocidad, los cañones automáticos, los motores diésel, el cine y la radio, llegados a aquellos bosques con el escuadrón del mayor Zakabluka. El mismo Volga, rápido, delgaducho, corriendo entre las escarpadas orillas multicolores, a través del verde del bosque, entre los bordados azul celeste y rojo de las flores, era un símbolo de aquella juventud que se marchitaba.

¿Cuántos tenientes, sargentos, y también soldados rasos anónimos, recorren la senda de la guerra? Fuman el número de cigarrillos que les han asignado, golpean con la cuchara blanca la escudilla de hojalata, juegan con naipes en los trenes, en las ciudades saborean helados de palito, tosen mientras beben su pequeña dosis de cien gramos de alcohol, escriben el número establecido de cartas, gritan por el teléfono de campaña, disparan, algunos con un cañón de pequeño calibre, otros con artillería pesada, chillan algo mientras presionan el acelerador de un T-34…

La tierra bajo sus botas era como un viejo colchón chirriante y elástico: encima una capa de hojas ligeras, frágiles, diferentes entre sí también en la muerte; y, debajo, otra de hojas disecadas, viejas, de hace años, que se habían macerado y constituían una única masa marrón; polvo de la vida que un día había brotado en capullos, susurrado en el viento de una tormenta, brillado al sol después de una lluvia.

La maleza, casi reducida a polvo, ligera, se desmenuzaba bajo sus pies. La luz suave, tamizada por la pantalla de los árboles, llegaba hasta la tierra del bosque. El aire era espeso, denso, y los pilotos de los cazas, acostumbrados a los torbellinos de aire, lo notaban de modo particular. Los árboles, calientes y sudorientos, desprendían el característico olor a frescura húmeda de la madera. Pero el olor a hojas muertas y maleza predominaba sobre la fragancia de aquel bosque vivo. Allí, donde se erguían los abetos, aquel olor quedaba interrumpido por otro, el de la nota aguda y estridente de la esencia de trementina. El álamo temblón emanaba un aroma empalagosamente dulce; el aliso desprendía un olor amargo. El bosque vivía al margen del resto del mundo, y Víktorov tenía la impresión de entrar en una casa donde todo era diferente al exterior: los olores, la luz a través de las cortinas bajadas, los sonidos tenían otras resonancias entre aquellas paredes. Hasta que no saliera del bosque se sentiría extraño, como acompañado de personas poco conocidas. Era como si estuviera en el fondo de las aguas de un estanque mirando hacia arriba a través de la capa gruesa de aire de bosque, como si las hojas chapotearan, como si los hilos de una telaraña que se habían enredado en la estrellita verde de su gorra fueran algas suspendidas en la superficie. Las moscas veloces con grandes cabezas, los mosquitos indolentes, y el urogallo abriéndose paso entre las ramas, como una gallina, parecían agitar sus alas, pero nunca se elevarían en lo alto del bosque, así como los peces nunca se elevarán más allá de la superficie del agua; y si una urraca consigue levantar el vuelo hasta la copa de un álamo temblón inmediatamente después volverá a sumergirse en las ramas, así como un pez que por un instante ha hecho brillar su flanco plateado al sol se sumergirá rápidamente en el agua. Y qué extraño parece el musgo entre las gotas de rocío, azules, verdes, que se apagan en las profundidades tenebrosas del bosque.

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[34] Terem (teremá, en plural). Dependencias de una mansión destinadas a las mujeres en la Rusia moscovita. La práctica de aislar a las mujeres por parte de la élite moscovita alcanzó su apogeo en el siglo XVII.

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