– Brdzola, Brdzola -repetía enfadado Víktor Pávlovich-. ¿Qué hay de Zheliábov, Plejánov y Kropotkin? ¿Qué hay de los decembristas? Ahora sólo se oye hablar de Brdzola, Brdzola…
Durante mil años, Rusia había sido el país de la autocracia y el despotismo ilimitado, el país de los zares y sus favoritos. Pero en esos mil años de historia rusa nunca había existido un poder comparable al de Stalin.
Sim embargo ese día Shtrum no estaba ni enfadado ni horrorizado. Cuanto más grandioso era el poder de Stalin y más ensordecedores eran los himnos y los timbales, más inmensa era la nube de incienso que humeaba a los pies del ídolo viviente y más intensa era la alegría de Shtrum.
Caía la noche y no tenía miedo.
¡Stalin había hablado con él! Stalin le había dicho: «Le deseo éxito en su trabajo».
Cuando se hizo completamente de noche, Víktor Pávlovich salió a la calle,
En aquella oscura velada ya no se sentía impotente ni irremediablemente perdido. Estaba tranquilo. Sabía que la gente que dictaba las órdenes estaba ya al corriente de todo.
Resultaba extraño pensar en Krímov, Dmitri, Abarchuk, Madiárov, Chetverikov…
No compartían el mismo destino. Pensaba en ellos con tristeza y frialdad.
Se alegraba de su victoria: su fuerza de espíritu y su inteligencia habían triunfado. No le preocupaba que su felicidad fuera tan diferente a la que había experimentado el día de la farsa judicial, cuando le parecía que su madre estaba a su lado. Ahora le daba lo mismo si Madiárov había sido arrestado o si Krímov bacía declaraciones sobre él. Por primera vez en su vida no le aterraba recordar sus bromas sediciosas, sus comentarios imprudentes.
Entrada la noche, cuando Liudmila y Nadia ya estaban en la cama, sonó el teléfono.
– Hola -susurró una voz, y Shtrum fue presa de una agitación más virulenta que la que había sentido aquel día.
– Hola -respondió.
– No me resistía a oír su voz. Dígame algo -le pidió ella.
– Masha, Mashenka -balbuceó, y enmudeció.
– Víktor, querido mío -dijo ella-, no podía mentir a Piotr Lavréntievich.
Le he confesado que le amo a usted. Y le he prometido que nunca volveré a verle.
Por la mañana Liudmila Nikoláyevna entró en su habitación, le acarició los cabellos y le besó en la frente.
– En mis sueños me ha parecido oírte hablar por teléfono con alguien.
– Te lo ha parecido -respondió mirándola tranquilamente a los ojos.
– Recuerda que tienes que ir a ver al administrador de la casa.
43
La chaqueta del juez instructor causaba una impresión extraña para unos ojos acostumbrados al mundo de las guerreras y los uniformes militares.
El rostro, en cambio, le era familiar, una de esas caras pálidas amarillentas que abundan entre los comandantes empleados en las oficinas y los funcionarios políticos.
Responder a las primeras preguntas le resultó fácil, incluso agradable; le incitaba a creer que el resto sería igual de sencillo, tan evidente como su apellido, su nombre y su patronímico.
En las respuestas del detenido se hacía patente una disposición apresurada a ayudar al juez instructor. A fin de cuentas, el investigador no sabía nada de él. El escritorio que había entre los hombres no les separaba. Los dos pagaban las cuotas como miembros del Partido, habían visto la película Chapáyev, frecuentado los cursos del Comité Central y todos los primeros de mayo eran enviados a pronunciar conferencias a las fábricas.
Le formuló infinidad de preguntas preliminares que infundían tranquilidad de ánimo al arrestado. Pronto llegarían al fondo de la cuestión y tendría la oportunidad de explicar cómo había conducido a sus hombres fuera del cerco.
Al final se pondría en claro que la criatura sentada al otro lado de la mesa, sin afeitar, con el cuello abierto de la guerrera y los pantalones sin botones, tenía nombre, apellido y patronímico, que había, nacido un día de otoño, era de nacionalidad rusa, había participado en dos guerras mundiales y en una civil, no había pertenecido a ninguna facción, no había estado involucrado en ninguna causa judicial, era miembro del partido comunista de los bolcheviques desde hacía veinticinco años, había sido elegido delegado del Congreso del Komintern, así como del Congreso de los Sindicatos del Océano Pacífico, y no había recibido condecoraciones ni grados honoríficos.
La preocupación principal de Krímov estaba ligada con el periodo del cerco y con los hombres que le habían seguido a través de los pantanos de Bielorrusia y los campos ucranianos.
¿A quién de ellos habían arrestado? ¿Quién se había doblegado durante los interrogatorios y había perdido el decoro? Y de pronto, una pregunta inesperada que atañía a otros años, a un periodo lejano, sorprendió a Krímov:
– Dígame, ¿desde cuándo conoce a fritz Hacken?
Krímov permaneció callado un largo rato, luego dijo:
– Si no me equivoco lo conocí en el Consejo Central de los Sindicatos de la Unión Soviética, en el despacho de Tomski. Creo recordar que fue en la primavera de 1927.
El juez instructor asintió, como si estuviera al corriente de esa remota circunstancia.
Después suspiró, abrió una carpeta donde figuraba la leyenda «Conservar a perpetuidad», deshizo despacio los lazos blancos y se puso a hojear las páginas escritas. Krímov entrevió tintas de diferentes colores, páginas mecanografiadas a espacio sencillo o doble, con notas esporádicas y de caligrafía desgarbada escritas en color rojo, azul o a lápiz.
El juez instructor pasaba las hojas con calma, como un alumno sobresaliente hojea un libro de texto con la seguridad del que se sabe la asignatura de pe a pa.
De vez en cuando lanzaba una mirada a Krímov. Parecía un artista que cotejara el parecido de su dibujo con el natural: los rasgos físicos, el carácter y los ojos, espejo del alma…
Qué perversa se había vuelto su mirada… Su cara ordinaria (y después de 1937 Krímov se había encontrado a menudo con muchas como ésa en los raíkoms y los obkoms, en las milicias de distrito, en las bibliotecas y las editoriales) de repente perdió su vulgaridad. A Krímov le pareció compuesta de cubos separados, cubos que no formaban un todo, un hombre. En el primer cubo estaban los ojos, en el segundo las manos de gestos lentos, en el tercero la boca que hacía preguntas. Y estos cubos se habían mezclado, habían perdido sus proporciones: la boca era desmesuradamente grande, los ojos estaban encajados debajo de la boca, en la frente fruncida, que a su vez ocupaba el lugar donde debía estar la barbilla.
– Bueno, ésas tenemos -dijo el juez instructor, y su cara recobró la apariencia humana. Cerró la carpeta y los lazos enredados quedaron sin atar. «Como un zapato con los cordones desatados», pensó la criatura con los pantalones y los calzoncillos sin botones.
– La Internacional Comunista -enunció el juez instructor con voz lenta y majestuosa; luego continuó con su tono habitual-: Nikolái Krímov, funcionario del Komintern. -Y de nuevo con voz pausada y solemne pronunció-: La Tercera Internacional.
Después se quedó un largo rato absorto en sus pensamientos.
– Una mujer de armas tomar esa Muska Grinberg, ¿verdad?
– observó de repente el juez instructor con vivacidad y malicia; se lo digo de hombre a hombre, y Krímov se sintió confuso, desconcertado, se ruborizó violentamente.
¡Era cierto! Pero por mucho tiempo que hubiera pasado continuaba avergonzándose. Por lo que recordaba, en aquella época ya estaba enamorado de Zhenia. Al salir del trabajo había pasado a ver a un viejo amigo para saldar una deuda: quería devolverle un dinero que le había pedido prestado, creía recordar, para hacer un viaje. De lo que había ocurrido a continuación se acordaba bien. Su amigo Konstantín no estaba en casa. En realidad, ella nunca le había gustado: tenía una voz ronca porque fumaba sin parar, emitía juicios con arrogancia, era subsecretaría del comité del Partido en el Instituto de Filosofía. A decir verdad, era una mujer bonita; tenía, como se suele decir, muy buena planta. Así que… había manoseado a la mujer de Kostia sobre el diván, y luego se habían visto un par de veces más.