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Una hora antes había creído que el juez instructor no sabía nada de él, que era un hombre de provincias al que acababan de promocionar… Pero el tiempo iba pasando, y el funcionario continuaba interrogándole, sobre comunistas extranjeros, amigos de Nikolái Grigórievich; conocía sus nombres de pila, cómo los apodaban en broma, el nombre de sus mujeres y sus amantes. Había algo siniestro en la extensión de sus conocimientos. Incluso suponiendo que Nikolái Grigórievich hubiera sido un gran hombre cada una de cuyas palabras tuviera una dimensión histórica, no habría hecho falta reunir en aquel enorme expediente tantas nimiedades y reliquias.

Sin embargo nada se consideraba una fruslería.

Allí por donde había pasado había dejado huellas; un séquito a sus espaldas había registrado toda su vida.

Una observación maliciosa sobre un camarada, una broma sobre un libro leído, un brindis burlón en un cumpleaños, una conversación telefónica de tres minutos, una nota malintencionada que había dirigido al presídium durante una asamblea: todo estaba recopilado en aquella carpeta con lazos.

Sus palabras y sus intervenciones, desecadas, componían un voluminoso herbolario. Unos dedos pérfidos habían recogido con diligencia maleza, ortigas, cardos, zarzas…

El gran Estado se interesaba por su aventura con Muska Grinberg. Palabritas insignificantes y bagatelas se entrelazaban con su fe; su amor hacia Yevguenia Nikoláyevna no significaba nada, sólo contaban algunas relaciones fortuitas y triviales, y él ya no conseguía distinguir lo esencial de lo banal. Una frase irrespetuosa pronunciada a propósito de las nociones filosóficas de Stalin parecía contar más que diez años de trabajo insomne en el seno del Partido. ¿De veras había dicho en 1932, cuando conversaba en el despacho de Lozovski con un camarada llegado de Alemania, que el movimiento sindical soviético era demasiado estatal y poco proletario? Y ahora resultaba que aquel camarada había dado el chivatazo.

¡Dios mío, qué sarta de mentiras! Una telaraña crujiente, viscosa, le llenaba la boca y las ventanas de la nariz.

– Por favor, comprenda, camarada juez instructor.

– Ciudadano juez instructor.

– Sí, sí, ciudadano. Todo esto no son más que patrañas, una artimaña. Soy miembro del Partido desde hace más de veinticinco años. Fui yo quien levantó a los soldados en 1917. Estuve cuatro años en China. Trabajé noche y día. Me conocen cientos de personas… En esta guerra me presenté como voluntario para ir al frente. Incluso en los peores momentos los hombres han tenido confianza en mí, me han seguido. Yo…

– ¿Es que ha venido a recibir un diploma de honor? -preguntó el investigador-. ¿Está rellenando la solicitud de un diploma?

En efecto, no estaba allí para recibir un diploma.

El juez instructor sacudió la cabeza.

– Y encima se queja de que su mujer no le trae paquetes! ¡Menudo marido!

Esas eran las palabras que había confiado a Bogoleyev en la celda. ¡Dios mío! Katsenelenbogen le había dicho en broma: «Un griego sentenció: "Todo fluye", y nosotros afirmamos: "Todos se chivan"».

Dentro de esa carpeta con lacitos, su vida había perdido su consistencia, su duración, su proporción… Todo se disolvía en una pasta gris, pegajosa, y él mismo ya no sabía qué era más importante: cuatro años de trabajo clandestino incesante en el calor bochornoso de Shanghai, la misión de Stalingrado, la fe revolucionaria o algunas palabras ¡airadas sobre la pobreza de los periódicos soviéticos que le había dicho, en el sanatorio Los Pinos, a un periodista que apenas conocía.

El juez instructor le preguntó afablemente, en tono cordial y suave:

– Y ahora cuénteme cómo el fascista Hacken le arrastró al espionaje y al sabotaje.

– ¿No lo estará diciendo en serio? -Déjese de tonterías, Krímov. Ya ve que conocemos todos los pasos de su vida. -Pues claro, por eso…

– No insista, Krímov. No logrará engañar a los órganos de seguridad.

– ¡Sí, pero todo esto no es más que una farsa!

– El problema, Krímov, es que tenemos las confesiones de Hacken. Cuando se arrepintió de su crimen, nos proporcionó información sobre el vínculo criminal que les unía.

– ¡Muéstreme diez declaraciones de Hacken, sí quiere, y yo continuaré repitiendo que es mentira! ¡Puro delirio! Si es cierto que Hacken ha confesado, ¿por qué me han confiado el cargo de comisario militar y la misión de conducir hombres al combate precisamente a mí, un saboteador y un espía? ¿Dónde estaban ustedes? ¿Hacia dónde miraban?

– ¿Acaso ha venido a darnos lecciones? ¿Viene a supervisar el trabajo de los órganos de seguridad?

– Pero de qué habla… ¡Dar lecciones, supervisar! Es una cuestión de lógica. Conozco a Hacken. No es posible que haya declarado haberme reclutado. ¡Es imposible!

– ¿Por qué es imposible?

– Es un comunista, un combatiente de la Revolución.

– ¿Siempre ha estado seguro de eso? -preguntó el juez instructor.

– Sí -respondió Krímov-, siempre.

El juez instructor asintió con la cabeza, hojeó el expediente y repitió casi turbado-.

– Bueno, eso es otra cosa, es otra cosa…

– Extendió a Krímov una hoja de papel, y cubriendo una parte con la palma de la mano, le dijo:

– Lea.

Krímov leyó lo que había escrito y se encogió de hombros.

– Despreciable -sentenció, dejando a un lado la hoja,

– ¿Por qué?

– Porque este individuo no tiene el valor de declarar abiertamente que Hacken es un comunista honrado, pero le falta vileza para acusarle, así que tergiversa.

El juez instructor levantó la mano y enseñó a Krímov su propia firma y la fecha: febrero de 1938.

Los dos hombres callaron. Luego, el juez instructor le preguntó con severidad:

– ¿Acaso le golpearon y se vio obligado a escribir esta declaración?

– No, nadie me golpeó.

La cara del juez instructor volvió a dividirse en cubos, y mientras sus ojos furiosos le miraban con repugnancia, la boca decía:

– Muy bien, durante el tiempo que estuvieron cercados, usted abandonó durante dos días su destacamento. Un avión militar le transportó al Estado Mayor del grupo de ejércitos alemán y usted pasó información importante y recibió nuevas instrucciones.

– Eso es un auténtico delirio -musitó la criatura con el cuello de la guerrera desabrochado.

Pero el juez instructor no se detuvo ahí. Ahora Krímov ya no estaba seguro de ser un hombre de principios elevados, fuerte, con las ideas claras, dispuesto a morir por la Revolución. Se sentía un ser débil, indeciso, charlatán, que había repetido rumores absurdos, se había permitido ironizar sobre el sentimiento que el pueblo soviético tenía hacia el camarada Stalin. No había sido selectivo con sus amistades, entre sus amigos había muchos represaliados. En sus puntos de vista teóricos reinaba la confusión. Había dormido con la mujer de un amigo. Había hecho unas declaraciones ambiguas y cobardes sobre Hacken.

¿Acaso era él quien estaba aquí sentado? ¿De veras le estaba pasando todo aquello? Era un sueño, el sueño de una noche de verano…

– Y antes de la guerra usted transmitía al centro trotskista con sede en el extranjero informaciones sobre cómo y qué pensaban los principales dirigentes del movimiento revolucionario internacional.

No había que ser un idiota ni un canalla para sospechar de la traición de una criatura tan sucia y miserable. Si Krímov hubiera estado en la piel del juez instructor no habría confiado en una criatura semejante. Conocía a aquel nuevo tipo de funcionarios del Partido, sustitutos de los miembros liquidados, destituidos o arrinconados en 1937. Era gente con una mentalidad diferente. Leían otros libros y los leían de otra manera; para ser más exactos, los «trabajaban» con esmero. Amaban y apreciaban los bienes materiales de la vida; el sacrificio revolucionario les era ajeno o sencillamente no era un rasgo esencial de su carácter. No conocían lenguas extranjeras, amaban sus raíces rusas, pero hablaban mal la propia lengua y decían: «procentaje», «un chaqueta», «Berlín», y hablaban de «prominentes activistas». Entre ellos había personas inteligentes, pero parecía que el gran motor del trabajo no estuviera en la idea, o en la razón, sino en una actitud de trabajo, en la astucia, en la sensatez pequeñoburguesa.

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