– Sí, llego tarde.
Se acercó a la mujer, se llevó su mano a los labios.
Ella le acarició la nuca, despeinándole ligeramente el pelo.
– Ya ves qué importante e interesante se ha vuelto Masha -dijo despacio Liudmila, y sonriendo con tristeza, añadió-: La misma Masha que no sabe distinguir a Balzac de Flaubert.
Shtrum la miró: tenía los ojos húmedos y le pareció que los labios le temblaban.
Impotente, se encogió de hombros, y cuando llegó a la puerta se volvió a mirarla.
Le dejó estupefacto la expresión de su cara. Bajaba las escaleras y pensaba que si se separaba de Liudmila y no volvía a verla, esa expresión de su cara impotente, conmovedora, extenuada, llena de vergüenza por él y por ella, no le abandonaría hasta el día de su muerte. Comprendía que en esos momentos había sucedido algo muy importante: su mujer le había dado a entender que percibía su amor por María Ivánovna, y él se lo había confirmado…
Una cosa era cierta: si veía a Masha era feliz, si pensaba que no la volvería a ver le costaba respirar.
Cuando el coche de Shtrum se acercaba al instituto, el automóvil de Shishakov se puso a su altura, y los dos vehículos se detuvieron casi al mismo tiempo en la entrada.
Caminaban el uno al lado del otro por el pasillo, así como poco antes sus respectivos vehículos circulaban juntos.
Alekséi Alekséyevich tomó a Shtrum del brazo y le preguntó:
– Entonces, ¿se va pronto?
– Parece que sí -respondió Shtrum.
– Dentro de poco usted y yo nos despediremos para siempre. Usted será el amo y señor -dijo en broma Alekséi Alekséyevich.
Shtrum pensó de repente: «¿Qué diría si le preguntara si ha amado alguna vez a la mujer de otro?».
– Víktor Pávlovich-dijo Shishakov-, ¿le va bien pasarse por mi despacho sobre las dos?
– A las dos estoy libre. Con mucho gusto.
Aquel día tenía pocas ganas de trabajar.
En el laboratorio, Márkov, sin chaqueta y con la camisa arremangada, fue al encuentro de Shtrum y le dijo animadamente.
– Si me lo permite, Víktor Pávlovich, pasaré un poco más tarde a verle. Tengo algo interesante que explicarle, charlaremos un rato.
– A las dos he quedado con Shishakov -respondió Shtrum-. Venga luego. Yo también tengo algo que contarle.
– ¿A las dos con Alekséi Alekséyevich? -repitió Márkov y por un instante se sumió en sus pensamientos-. Creo que sé lo que quiere pedirle.
55
Shishakov, al ver a Shtrum, le dijo:
– Iba a llamarle para recordarle nuestra cita.
Shtrum miró el reloj,
– Me parece que no llego tarde.
Alekséi Alekséyevich se erguía ante él, con su gran cabeza plateada, enorme, ataviado con un elegante traje gris. Pero a Shtrum sus ojos ahora no le parecían fríos y arrogantes, sino más bien los ojos de un niño, apasionado lector de Dumas y Mayne Reid.
– Mi querido Víktor Pávlovich, tengo que contarle algo importante -le anunció con una sonrisa Alekséi Alekséyevich y, cogiéndolo del brazo, le condujo hacia un sillón.-. La cuestión es seria, no demasiado agradable.
– Bueno, ya estamos acostumbrados -dijo Shtrum, y con gesto aburrido echó una ojeada en tomo al estudio del oponente académico-. Vayamos al grano…
– Lo que pasa -comenzó Shishakov- es que en el extranjero, sobre todo en Inglaterra, se ha lanzado una campaña repugnante. A pesar de que nosotros soportamos casi todo el peso de la guerra a nuestras espaldas, algunos científicos ingleses, en vez de exigir la apertura de un segundo frente, han orquestado una campaña más bien extraña, fomentando sentimientos hostiles hacia la Unión Soviética.
Miró a Shtrum a los ojos. Víktor Pávlovich conocía aquella mirada franca, honesta, propia de las personas que están a punto de cometer una bajeza.
– Claro, claro -dijo Shtrum-. Pero, exactamente, ¿en qué consiste esa campaña?
– Una campaña de difamaciones -insistió Shishakov-. Han publicado una lista de científicos y escritores soviéticos que supuestamente habrían sido fusilados; se habla de un número increíble de individuos condenados por motivos políticos. Con un fervor incomprensible, incluso diría que sospechoso, tratan de refutar los crímenes del doctor Pletniov y Levin, los asesinos de Maksim Gorki, delitos corroborados en la instrucción del caso y por el tribunal. Todo esto ha sido publicado en un periódico próximo a los círculos gubernamentales.
– Claro, claro, claro -repitió tres veces Shtrum-. ¿Y qué más?
– En esencia, esto es todo más o menos. También hablan del genetista Chetverikov; han creado un comité para su defensa.
– Pero mi querido Alekséi Alekséyevich, Chetverikov ha sido arrestado.
Shishakov se encogió de hombros.
– Como usted bien sabe, Víktor Pávlovich, no estoy al corriente del trabajo de los órganos de seguridad. Pero si, en efecto, le han arrestado, será porque ha cometido algún delito. Usted y yo no hemos sido arrestados, ¿verdad?
En aquel momento entraron Badin y Kovchenko. Shtrum comprendió que Shishakov les estaba esperando, que había quedado con ellos. Alekséi Alekséyevich ni siquiera se tomó la molestia de poner en antecedentes a los recién llegados sobre el tema del que estaban hablando.
– Por favor, enmaradas, siéntense, siéntense… -y continuó dirigiéndose a Shtrum-: Víktor Pávlovich, estas patrañas han llegado hasta América y han sido publicadas en las páginas del New York Times, suscitando naturalmente la indignación de la intelligentsia soviética.
– Claro, no es para menos -recalcó Kovchenko, observando a Shtrum con una mirada cálida y penetrante.
La mirada de sus ojos castaños era tan amistosa que Víktor Pávlovich no expresó en voz alta el pensamiento que le vino a la cabeza: «¿Cómo ha podido indignarse la intelligentsia soviética si no han visto un ejemplar del New York Times en su vida?».
Shtrum se encogió de hombros y masculló algo, actitud que podía indicar que estaba mostrando su acuerdo con Shishakov y Kovchenko.
– Naturalmente -retomó el hilo Shishakov-, en nuestro círculo ha surgido el deseo de desmentir toda esa sarta de mentiras, así que hemos redactado un documento.
«¿Hemos redactado? Tú no has redactado nada, lo han escrito por ti», pensó Shtrum.
Shishakov continuó:
– El documento está escrito en forma de carta.
Entonces Badin intervino en voz baja;
– Yo lo he leído. Está bien escrito y dice todo lo que hay que decir. Ahora sólo necesitamos que lo suscriban por un selecto grupo de científicos eminentes de nuestro país, personas que gozan de reputación en Europa y a nivel mundial.
Desde las primeras palabras de Shishakov, Shtrum había comprendido adonde iría a parar aquella conversación. Lo único que no sabía era qué le pediría Alekséi Alekséyevich, si una intervención en el Consejo Científico, un artículo o su apoyo en una votación. Ahora lo había entendido; querían su firma al pie de la carta.
Sintió náuseas. De nuevo, como antes de la reunión en la que habían pretendido que se arrepintiera públicamente se sintió endeble, percibió su miserable debilidad.
Una vez más, millones de toneladas de granito estaban a punto de caer sobre sus espaldas…
¡El profesor Pletníov!
Shtrum recordó de repente un artículo publicado en Pravda, donde una histérica volcaba acusaciones descabelladas contra el viejo médico. Como siempre, todo lo que se publica parece verdad. A todas luces, la lectura de Gógol, Tolstoi, Chéjov y Korolenko había inculcado en los rusos una veneración casi religiosa a la letra impresa. Al final, no obstante, Shtrum había comprendido que los periódicos mentían, que el profesor Pletniov había sido difamado.
Poco después de la aparición del artículo, Pletniov y Levin, un famoso médico del hospital del Kremlin, fueron arrestados. Los dos confesaron haber asesinado a Maksim Gorki.
Los tres hombres miraban a Shtrum. Sus ojos eran amistosos, afables, tranquilizadores. Shtrum era uno de los suyos. Shishakov había reconocido fraternalmente Ja enorme valía de su trabajo. Kovchenko le miraba con respeto. Los ojos de Badin decían: «Sí, todo lo que hacías me parecía extraño. Pero me equivocaba, no comprendía. El Partido me ha hecho ver mi error».