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¿Qué camino seguiría Nadia, inteligente, buena y también mala? ¿Y Vera? ¿Sucumbiría a la soledad, las necesidades, las estrecheces diarias? ¿Qué ocurrirá con Yevguenia? ¿Seguiría a Krímov a Siberia, iría a parar a un campo, moriría como ha muerto Dmitri? ¿El Estado perdonaría a Seriozha ser hijo de un padre y una madre muertos en un campo, a pesar de ser inocentes?

¿Por qué su vida era tan enmarañada, tan confusa? Y aquellos que habían muerto, asesinados, ejecutados, mantenían su relación con los vivos. Aleksandra Vladímirovna recordaba sus sonrisas, sus bromas, su risa, sus ojos tristes y desconcertados, su desesperación y su esperanza. Mitia, abrazándola, le había dicho: «No pasa nada, mamá, sobre todo no te preocupes por mí, también en el campo hay buena gente». Sofía Levinton, su pelo negro, el labio superior cubierto de vello, joven, combativa y alegre, declama versos. Ania Shtrum, pálida, siempre triste, inteligente y bromísta. Tolia comía de mala manera, con gula, los macarrones con queso rallado, le irritaba oírle comer ruidosamente; nunca quería echarle una mano a Liudmila: «¿Es mucho pedir que vayas por un vaso de agua…?». «Vale, vale, te lo traigo, pero ¿por qué no se lo pides a Nadia?» ¿Y mi pequeña Marusia? Zhenia siempre se burlaba de tus sermones de maestra, enseñaste, enseñaste a Stepán a ser un hombre recto… Te ahogaste en el Volga con el pequeño Slava Beriozkin, con la vieja Várvara Aleksándrovna. «Explíqueme, Mijaíl Sídorovich.» Dios mío, ¿qué puede explicarme ahora…?

Caóticos, siempre llenos de penas, sufrimientos secretos, dudas, esperaban la felicidad. Algunos iban a verla, otros le escribían cartas, y en ella persistía siempre un extraño sentimiento: la familia era grande y estaba unida, pero en un rincón de su corazón anidaba la sensación de su propia soledad.

Y ahí estaba, una mujer vieja ahora; vive esperando el bien, cree, teme el mal, llena de angustia por los que viven y también por los que están muertos; ahí está, mirando las ruinas de su casa, admirando el cielo de primavera sin saber que lo está admirando, preguntándose por qué el futuro de los que ama es Can oscuro y sus vidas están tan llenas de errores, sin darse cuenta de que precisamente esa confusión, esa niebla y ese dolor aportan la respuesta, la claridad, la esperanza, sin darse cuenta de que en lo más profundo de su alma ya conoce el significado de la vida que le ha tocado vivir, a ella y a los suyos. Y aunque ninguno de ellos pueda decir qué les espera, aunque sepan que en una época tan terrible el ser humano no es ya forjador de su propia felicidad y que sólo el destino tiene el poder de indultar y castigar, de ensalzar en la gloria y hundir en la miseria, de convertir a un hombre en polvo de un campo penitenciario, sin embargo ni el destino ni la historia ni la ira del Estado ni la gloria o la infamia de la batalla tienen poder para transformar a los que llevan por nombre seres humanos. Fuera lo que fuese lo que les deparara el futuro -la fama por su trabajo o la soledad, la miseria y la desesperación, la muerte y la ejecución-, ellos vivirán como seres humanos y morirán como seres humanos, y lo mismo para aquellos que ya han muerto; y sólo en eso consiste la victoria amarga y eterna del hombre sobre las fuerzas grandiosas e inhumanas que hubo y habrá en el mundo.

62

Aquel día la cabeza no sólo le daba vueltas a Stepán Fiódorovich, que se había puesto a beber desde la mañana. Aleksandra Vladímirovna y Vera se encontraban en un estado de nerviosismo febril antes de la partida. Los obreros pasaban continuamente y preguntaban por Spiridónov, pero él estaba arreglando algunos asuntos pendientes, había ido al raikom a buscar su nuevo destino, telefoneaba a sus amigos, puso en orden sus documentos en la comisaría militar, iba a los talleres charlando, bromeando, y cuando se quedó solo, en la sala de turbinas, pegó la mejilla al volante frío, inmóvil y, cansado, cerró los ojos.

Entretanto Vera empaquetaba sus pertenencias, secaba los pañales sobre la estufa, preparaba para Mitia los biberones con leche hervida, metía el pan en una bolsa. Estaba a punto de separarse para siempre de Víktorov y de su madrc. Se quedarían solos; nadie aquí pensaría ni se preocuparía de ellos.

Le consolaba el pensamiento de que ahora era la mayor de la familia. Ahora era la más tranquila, la que mejor aceptaba las dificultades de la vida.

Aieksandra Vladímirovna mirando los ojos de su nieta, irritados por la falta de sueño, le dijo:

– Así es la vida. Vera. No hay nada más difícil que abandonar la casa donde se ha sufrido tanto.

Natasha se puso a cocinar unas empanadas a los Spiridónov para el viaje. Salió por la mañana, cargada de leña y provisiones, a casa de una conocida que tema una estufa rusa; preparó el relleno y extendió la masa. Su cara, enrojecida por el trabajo en el horno, había rejuvenecido y embellecido. Se miraba al espejo riendo, se empolvaba la nariz y las mejillas de harina, pero cuando su conocida salía de la habitación, Natalia lloraba y las lágrimas caían sobre la pasta.

Al final su amiga se dio cuenta de que estaba llorando y le preguntó:

– ¿Qué tienes, Natasha? ¿Por qué lloras? -Me había acostumbrado a ellos. La vieja es buena, Vera me da pena, y también el huérfano.

La mujer escuchó con atención sus explicaciones y dijo:

– Mientes, Natasha, tú no lloras por la vieja.

– Sí, sí, es verdad -admitió Natasha. El nuevo director prometió dejar marchar a Andréyev, pero le exigió que se quedara en la central eléctrica otros cinco días más. Natalia anunció que se quedaría esos cinco días y que luego se reuniría con su hijo en Leninsk.

– Y una vez allí -dijo-, ya veremos dónde vamos a parar.

– ¿Qué es lo que verás? -preguntó su suegro. Natasha no respondió. Lo más probable es que había llorado porque no veía nada.

Pável Andréyevich no quería que su nuera se preocupara por él; y Natasha tenía la sensación de que su suegro recordaba las discusiones que había tenido con su mujer, Várvara Aleksándrovna, que la juzgaba, que no la perdonaba.

A la hora de comer, Stepán Fiódorovich volvió a casa y contó cómo se habían despedido de él los obreros en la sala de máquinas.

– Por aquí durante toda la mañana también ha habido un ir y venir de gente que preguntaba por usted -dijo Aieksandra Vladímirovna-. Al menos han venido cinco o seis personas que querían verle.

– Bueno, ¿está todo listo? El camión llegará a las cinco en punto -Y sonrió-. Hay que darle las gracias a Batrov por ello.

Todos sus asuntos estaban en orden, el equipaje preparado, pero Spiridónov todavía se sentía nervioso, excitado, embriagado. Comenzó a cambiar de sitio las maletas, repasó los nudos de los fardos, como si estuviera impaciente por partir.

Luego Andréyev regresó de la oficina, y Stepán Fiódorovich le preguntó:

– ¿Cómo va todo por ahí? ¿Ha llegado el telegrama de Moscú a propósito de los cables?

– No, no ha llegado ningún telegrama.

– ¡Hijos de perra! Sabotean todo el trabajo. Las construcciones de primer orden habrían podido estar listas para las fiestas de mayo.

Andréyev dijo a Aieksandra Vladímirovna:

– Está loca, ¿cómo le ha dado por embarcarse en este viaje?

– No se preocupe, soy una mujer resistente. Además, ¿qué voy a hacer, sino? ¿Volver a mi piso de la calle Gógoí? Y aquí los pintores ya han pasado a ver los trabajos que hay que hacer para el nuevo director.

– ¿No podría esperarse un día al menos, ese descarado? -observó Vera.

– ¿Por qué descarado? -dijo Aieksandra Vladímirovna-. La vida continúa.

Stepán Fiódorovich preguntó:

– ¿Está preparada la comida? ¿A qué esperamos?

– A Natasha con las empanadas.

– Sí, sí, esperando las empanadas, perderemos el tren -dijo Stepán Fiódorovich.

No tenía apetito, pero había reservado vodka para la comida de despedida, y tenía muchas ganas de beber.

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