Pero cuando los historiadores declaran que la actividad del director ha establecido los principios de la metalurgia, de la electrotécnica, del análisis radiológico del metal, la mente de aquel que estudia la historia de la fábrica empieza a disentir: los rayos X no fueron descubiertos por nuestro director, sino por Röntgen… y los altos hornos existían antes de nuestro director.
Los verdaderos descubrimientos científicos hacen a los hombres más sabios que la naturaleza. La naturaleza aprende a conocerse en estos descubrimientos, a través de ellos. La gloria del hombre reside en las innovaciones de Galileo, Newton, Einstein, en el conocimiento del espacio, el tiempo, la materia y la energía. Con estos descubrimientos el hombre ha creado una profundidad y una altura superiores a las existentes en la naturaleza y de este modo ha contribuido a un mejor conocimiento de la naturaleza misma, a su enriquecimiento.
Se pueden considerar menos importantes, de segunda categoría, aquellos descubrimientos donde los principios existentes, tangibles, visibles, formulados por la naturaleza, son reproducidos por el hombre.
El vuelo de los pájaros, el movimiento de los peces, la oscilación del cardo corredor y el giro de los cantos rodados, la fuerza del viento que hace balancear los árboles y mece sus ramas, la retropropulsión de las holoturias: todo esto es expresión de una ley tangible y clara. El hombre extrae el principio de un fenómeno, lo extrapola a su esfera y lo desarrolla conforme a sus posibilidades y exigencias.
Esas actividades son de una importancia capital para la existencia de aviones, turbinas, motores de reacción, misiles. No obstante, la humanidad debe su creación a su talento, no a su genio.
Los descubrimientos que utilizan principios descubiertos, cristalizados por los hombres, y no por la naturaleza -el principio de los campos electromagnéticos, por ejemplo-, que encuentran su aplicación y su desarrollo en la radio, la televisión, los radares, forman parte de los descubrimientos de segunda categoría. Lo mismo sucede con la liberación de la energía atómica. Fermi, el descubridor de la pila atómica de uranio, no puede aspirar al título de genio, aunque su descubrimiento haya inaugurado una nueva era en la historia mundial.
En los descubrimientos aún menores, de tercera categoría, el hombre aplica aquello que ya existe en su esfera de actividad; por ejemplo, instala un nuevo motor en una aeronave, sustituye el motor de vapor de un barco por uno eléctrico, o el eléctrico por uno atómico.
Es ahí, en esta tercera categoría, donde hay que situar la actividad humana en la esfera del arte militar, donde nuevas condiciones técnicas interactúan con viejos principios. Sería absurdo negar la importancia de un general cuando se libra una batalla. Sin embargo, no sería justo atribuirle la calificación de genio, un apelativo que resultaría estúpido en relación con un ingeniero de fábrica, pero que aplicado a un general se convierte además en dañino y peligroso.
8
Dos martillos, uno al norte y otro al sur, cada uno compuesto por millones de toneladas de metal y de sangre humana, aguardaban la señal.
Las primeras en lanzar la ofensiva fueron las fuerzas dispuestas al noroeste de Stalingrado. El 19 de noviembre de 1941 a las 7.30 de la mañana, comenzó un bombardeo masivo de artillería a lo largo de los frentes del suroeste y del Don que duró alrededor de ochenta minutos. Un diluvio de fuego llovió sobre las posiciones ocupadas por las unidades del 3.er Ejército rumano.
A las 8.50 entraron en combate la infantería y los tanques. La moral de los soldados soviéticos era insólitamente alta. La 76ª División de Infantería marchó al ataque al son de una marcha.
Al mediodía habían roto la primera línea de defensa enemiga. El combate se desplegó sobre un territorio inmenso. El 4° Cuerpo del ejército rumano fue derrotado. La I ª División de Caballería rumana había sido separada y aislada de las demás unidades del 3.er Ejército en la zona de Kráinaya.
El 5° Ejército de Tanques soviético inició la ofensiva desde las colinas, a treinta kilómetros al suroeste de Serafímovich, rompió las posiciones del 2° Cuerpo del ejército rumano y, tras un veloz repliegue hacia el sur, ya a mediodía, tomó las posiciones elevadas al norte de Perelazovski. Los cuerpos de tanques y caballería soviéticos conquistaron al atardecer Gusinki y Kalmikov, penetrando sesenta kilómetros en la retaguardia del ejército rumano.
Veinticuatro horas más tarde del inicio de la ofensiva, al alba del 20 de noviembre, les llegó el turno de atacar a las fuerzas concentradas en las estepas calmucas, al sur de Stalingrado.
9
Nóvikov se despertó mucho antes del amanecer, pero estaba tan angustiado que no se dio ni cuenta.
– ¿Quiere té, camarada comandante del regimiento? -preguntó Vershkov con una voz solemne y discreta a la vez.
– Sí, dígale al cocinero que me prepare unos huevos,
– ¿Cómo los quiere, camarada coronel?
Nóvikov guardó silencio, se quedó pensativo y Vershkov creyó que el coronel estaba absorto en sus pensamientos y no había oído su pregunta.
– Al plato -respondió al fin Nóvikov, y miró el reloj-. Vaya a ver si Guétmanov se ha levantado; en media hora partimos.
Parecía no ser consciente de que dentro de una hora y media comenzaría el bombardeo, que cientos de motores de aviones de asalto y bombarderos invadirían el cielo con sus zumbidos, que los zapadores se deslizarían para cortar los alambres y barrer los campos de minas, y la infantería, arrastrando las ametralladoras, correría por las colinas sumergidas en la niebla, tantas veces observadas a lo lejos con los binóculos. Parecía que, en aquella hora, no se sintiera unido a Belov, Makárov y Kárpov. Parecía haber olvidado que el día antes, los tanques soviéticos habían penetrado en la brecha abierta por la artillería y la infantería en el frente alemán y habían avanzado decididamente en dirección a Kalach, y que dentro de unas horas sus tanques se moverían desde el sur al encuentro de los que procedían del norte para cercar el ejército de Paulus.
No pensaba en el comandante del frente ni en la posibilidad de que Stalin mencionara su nombre en la orden del día siguiente. No pensaba en Yevguenia Nikoláyevna, no recordaba el amanecer en Brest-Litovsk, cuando corría hacia el aeropuerto y en el cielo brillaban los primeros fuegos de la guerra. No pensaba en ello, pero todo aquello estaba en él.
Dudaba si calzarse las botas nuevas o las gastadas, no quería olvidarse la pitillera, pensaba que aquel hijo de perra le había traído otra vez el té frío. Comía los huevos y con un trozo de pan rebañaba con esmero la mantequilla derretida en la sartén.
– He cumplido sus órdenes -informó Vershkov, y luego, en tono confidencial, añadió-: Le pregunté al soldado si el comisario estaba allí y me contestó: «¿Y dónde iba a estar? Duerme con su hembra».
El soldado había utilizado una palabra más fuerte que «hembra», pero Vershkov no consideró oportuno repetírsela al comandante del cuerpo.
Nóvikov guardaba silencio y con la yema del dedo recogía las migas de pan sobre la mesa.
Poco después entró Guétmanov.
– ¿Una taza de té? -le propuso Nóvikov.
Con la voz entrecortada Guétmanov dijo:
– Es hora de partir, Piotr Pávlovich. Ya hemos tenido suficiente té y azúcar; hay que combatir a los alemanes. «Vaya, un tipo duro», pensó Vershkov. Nóvikov entró en la parte de la casa que albergaba el Estado Mayor, habló con Neudóbnov sobre las comunicaciones y la transmisión de las órdenes, y examinó el mapa.
La engañosa quietud de la noche le recordó a Nóvikov su infancia transcurrida en el Donbass. Pocos minutos antes de que el aire se llenara del sonido de sirenas y bocinas y que la gente se encaminara a la entrada de las minas y las fábricas, todo parecía sumido en el sueño. Pero el pequeño Peria Nóvicov, que se despertaba antes de que sonara la sirena, sabía que cientos de manos buscaban a tientas las botas en la oscuridad, mientras las mujeres con los pies descalzos se deslizaban por el suelo y hacían Tintinear la vajilla sobre los hornos de hierro fundido.