– ¿Para qué? No presento informes, no recibo raciones de la intendencia. Vivimos de patatas y agua podridas.
– ¿Hay mujeres en la casa?
– Dígame, camarada comisario, ¿me está sometiendo a un interrogatorio?
– ¿Alguno de sus hombres ha sido hecho prisionero?
– No.
– Bueno, ¿dónde está la radiotelegrafista?
Grékov se mordió el labio, enarcó las cejas.
– Aquella chica resultó ser una espía alemana. Intentó reclutarme. Luego la violé y la maté.
Estiró el cuello y le preguntó con sarcasmo:
– ¿Es el tipo de respuesta que espera de mí? Veo que el asunto empieza a oler a batallón disciplinario. No es así ¿camarada comisario?
Krímov le miró unos instantes sin decir nada.
– Grékov, está llevando las cosas demasiado lejos. Yo también he estado sitiado. Y a mí también me han interrogado.
Tras una pausa prosiguió:
– He recibido la orden de que, en caso de necesidad debo destituirlo y asumir yo el mando. ¿Por qué me pone en este brete y me obliga a escoger ese camino?
Grékov estaba callado, pensaba, escuchaba, y al final observó:
– Llega la calma, los alemanes se han apaciguado.
21
– Bien -dijo Krímov-. Vamos a sentarnos nosotros dos y a decidir la próxima acción.
– ¿Por qué tenemos que sentarnos los dos? -replicó Grékov-. Aquí combatimos todos juntos y las acciones sucesivas las precisaremos todos juntos.
A Krímov le gustaba la insolencia de Grékov, pero al mismo tiempo le irritaba. Le entraban ganas de contarle el cerco al que había estado sometido en Ucrania, de hablarle de su vida antes de la guerra, para que Grékov no lo tomara por un burócrata. Pero intuía que si le dijera todo eso, pondría al descubierto su debilidad. Y él había ido a esa casa a mostrar su fuerza, no su debilidad.
Él no era un funcionario de la sección política, sino un comisario militar.
«No pasa nada -se dijo a sí mismo-. El comisario sabe lo que tiene que hacer.»
Ahora que había un momento de calma, los hombres estaban sentados o medio acostados sobre los montones de ladrillos. Grékov se volvió a Krímov.
– Los alemanes ya no avanzarán más hoy. ¿Qué tal si comemos, camarada comisario?
Krímov se sentó al lado de Grékov, entre los hombres que descansaban.
– Mientras os miro a todos vosotros -dijo Krímov-, no dejo de pensar en ese viejo dicho: «Los rusos siempre han ganado a los prusianos».
Una voz indolente confirmó en un leve susurro:
– Ya lo creo.
Y ese «ya lo creo» expresaba tal ironía condescendiente hacia las frases hechas que provocó la risa generalizada de todos los presentes. Aquellos hombres conocían la fuerza que encerraban los rusos igual de bien que el hombre que en primer lugar había recordado que los rusos siempre han ganado a los prusianos. Por otra parte, ellos eran la expresión más directa de esa fuerza. Pero sabían y comprendían que los prusianos habían llegado hasta el Volga y Stalingrado porque los rusos no siempre habían ganado.
Krímov se sentía confuso. Por regla general no le gustaba que los instructores políticos alabaran a los jefes militares de tiempos pasados; las alusiones a Dragomírov en la Estrella Roja [83] herían su alma de revolucionario; encontraba inútil la introducción de las órdenes de Suvórov, Kutúzov, Bogdán, Jmelnitski. La revolución era la revolución, y su ejército no necesitaba más que una sola bandera: la roja.
En otro tiempo, cuando trabajaba en el seno del Comité Revolucionario de Odessa, había participado en la manifestación de estibadores y de los jóvenes comunistas venidos para bajar del pedestal la estatua de bronce del gran jefe del ejército que había encabezado la marcha de las tropas siervas rusas hasta Italia [84].
Y fue precisamente allí, en la casa 6/1, donde Krímov, tras pronunciar las palabras de Suvórov por primera vez en su vida, percibió la gloria, idéntica a lo largo de los siglos, del pueblo ruso en la batalla. Le daba la impresión de que sentía de una manera totalmente nueva no sólo el tema de sus conferencias sino también su vida entera. Pero ¿por qué precisamente hoy, cuando había recobrado el espíritu de la Revolución y de Lenin, tenían que apoderarse de él semejantes reflexiones y sentimientos?
Aquel indolente y burlón «ya lo creo» lanzado por uno de los soldados le había herido.
– Bueno, camaradas, no hace falta enseñaros a combatir -profirió Krímov-. Sois vosotros los que podéis dar clases a cualquiera. Pero ¿por qué el mando ha estimado necesario enviarme entre vosotros? En definitiva, ¿por qué estoy aquí?
– ¿Por la sopa? -preguntó una voz tímida, sin malicia.
Pero la risa con que la compañía acogió esta proposición timorata fue cualquier cosa menos contenida. Krímov miró al gerente de la casa.
Grékov se reía como el que más.
– Camaradas -gritó Krímov, rojo de ira-. Pongámonos serios un momento; he sido enviado por el Partido.
¿Qué era todo aquello? ¿Un humor pasajero o una sedición? Las pocas ganas que aquellos hombres tenían de oír al comisario, ¿estaban generadas por la percepción de sus propias fuerzas, de su experiencia…? Tal vez la alegría de los soldados no contenía en sí nada subversivo, sino que nacía simplemente de la sensación de igualdad, tan fuerte en Stalingrado.
Pero ¿por que esa sensación de igualdad, que antes encantaba a Krímov, ahora sólo le suscitaba un sentimiento de rabia, el deseo de sofocarla y reprimirla?
Si la relación de Krímov con los soldados no cuajaba no era debido a que éstos estuvieran abatidos, preocupados o atemorizados. Allí los hombres conocían su propia fuerza, y ¿cómo era posible que ese sentimiento de fuerza que había surgido en ellos hubiera acabado por debilitar la relación con el comisario Krímov, que provocara extrañamiento y hostilidad de una y otra parte?
El viejo que había cocinado los buñuelos dijo:
– Hay algo que hace tiempo que quiero preguntar a algún miembro del Partido. Se dice, camarada comisario, que con el comunismo todo el mundo recibirá según sus necesidades, pero si la necesidad de todos es emborracharse desde la mañana, ¿cómo lo haremos? Todo el mundo estará borracho, ¿no?
Al girarse hacia el viejo, Krímov vio una preocupación no fingida en su rostro. Grékov, en cambio, se reía; reían sus ojos y las anchas ventanas de la nariz se le ensancharon todavía más.
Un zapador con la cabeza envuelta en una venda sucia y ensangrentada le preguntó:
– A propósito de los koljoses, camarada comisario. Estaría bien que los suprimieran después de la guerra.
– No estaría mal que nos diera una pequeña charla sobre el tema -dijo Grékov.
– No me han enviado para dar conferencias -dijo Krímov-. Soy un comisario militar y he venido a acabar con ciertas actitudes de partisano inaceptables que han arraigado en este edificio.
– Acabe con ellas -dijo Grékov-. Pero ¿quién acabará con los alemanes?
– No se preocupe, encontraremos la manera. No he venido aquí por la sopa, como alguno de vosotros ha dicho sino para daros a probar la cocina bolchevique.
– Adelante, acabe con las maniobras y prepare su cocina bolchevique.
Krímov, medio en broma pero al mismo tiempo serio, le interrumpió:
– Y si es necesario, camarada Grékov, le comeremos también a usted.
Ahora Nikolái Grigórievich se sentía tranquilo y seguro de sí mismo. Las dudas sobre cuál era la decisión más oportuna que tomar se habían disipado. Había que destituir al comandante Grékov.
Era evidente que Grékov constituía un elemento ajeno y hostil al poder soviético. Todo el heroísmo que se percibía en la casa sitiada no podía disminuir el hecho ni sofocarlo. Krímov sabía que acabaría con él.
Al caer la noche Krímov se acercó de nuevo a él y le dijo: