Poco después Krímov comprendió que el patio junto al muro del taller era un lugar tranquilo.
Tuvieron que correr, tirarse boca abajo, luego volver a correr y de nuevo echarse cuerpo a tierra. Dos veces se vieron obligados a saltar a las trincheras ocupadas por la infantería, corrieron a través de los edificios en llamas donde en lugar de haber gente sólo silbaba el hierro…
– Al menos no hay bombarderos lanzándose en picado -dijo el soldado para reconfortar a Krímov. Y añadió-: Vamos, camarada comisario, metámonos en aquel cráter.
Krímov se dejó caer en el fondo de aquella fosa producida por una bomba, y miró hacia arriba: el cielo azul seguía estando sobre su cabeza y su cabeza estaba todavía sobre sus hombros. Causaba una extraña impresión sentir la presencia humana sólo a través de la muerte que los hombres enviaban desde todas partes, que aullaba y cantaba sobre su cabeza.
Y no resultaba menos extraño sentirse tan protegido en un cráter que había sido excavado precisamente por la pala de la muerte.
El soldado, sin darle tiempo a recobrar el aliento, le ordenó:
– ¡Sígame!
– Y se arrastró a través de un pasadizo oscuro que apareció en el fondo de la fosa. Krímov se metió con dificultad detrás de él. Enseguida el estrecho pasadizo se ensanchó, el techo se hizo más alto y penetraron en un túnel. Bajo tierra aún se oía el rumor sordo de la tormenta que se desencadenaba en la superficie, el techo tembló y se oyeron repetidos estruendos en el túnel. Allí, donde se apiñaban tubos de hierro fundido y se ramificaban cables oscuros del grosor de un brazo humano, alguien había escrito con letras rojas sobre la pared: «Majov es un burro». El soldado encendió la linterna un momento y dijo:
– Los alemanes están justo encima de nosotros.
Enseguida se desviaron por un pasadizo estrecho y se abrieron paso hacia una mancha gris pálido apenas perceptible. La mancha se hizo cada vez más clara y luminosa al fondo del pasadizo al mismo tiempo que las ráfagas de las metralletas y el rugido de las explosiones se volvía más fiero.
Por un instante a Krímov le pareció que estaba a punto de subir al patíbulo. Pero de pronto salieron a la superficie y lo primero que vio fue el rostro de varios hombres que estaban divinamente tranquilos.
Experimentó un sentimiento indescriptible, una mezcla de felicidad y alivio. Y ya no percibió aquella guerra furiosa como una frontera fatal entre la vida y la muerte, sino como un aguacero que caía lleno de fuerza y de vida sobre la cabeza de un joven viajero.
Tuvo la certeza lúcida y penetrante de que su destino estaba dando un nuevo y feliz viraje. Era como si viese su futuro a la clara luz del día: volvería a vivir con toda la fuerza de la mente, de la voluntad y de su ardor bolchevique.
La sensación de juventud y seguridad se mezclaba con la tristeza que le causaba el abandono de su mujer, la infinitamente dulce Yevguenia. Pero ahora no le parecía que la hubiera perdido para siempre. Volvería, al igual que habían vuelto su fuerza y su vida anterior. ¡La seguiría!
Un viejo con un gorro calado hasta las orejas estaba sentado frente a un fuego encendido en el suelo y con una bayoneta daba vueltas a los buñuelos de patatas que freía en una lámina de chapa; los que ya estaban cocinados los iba metiendo en un casco de metal. Cuando vio al agente de enlace que acompañaba a Krímov, el viejo soldado preguntó:
– ¿Está Seriozha con vosotros?
– Acompaño a un superior -dijo el agente de enlace en tono arrogante.
– ¿Cuántos años tiene, padre?-preguntó Krímov.
– Sesenta -respondió el viejo, y explicó-: Soy de la milicia obrera.
De nuevo miró al soldado.
– ¿Está Seriozha con vosotros?
– En el regimiento no está, han debido de enviarle con el vecino.
– Lástima -dijo el viejo, enojado-. ¿Quién sabe qué será de él?
Krímov saludó a los soldados, se volvió a mirar y examinó las estancias del subterráneo con sus particiones de madera medio desmanteladas. En un rincón había un cañón de campaña apuntando a través de una tronera practicada en la pared.
– Como en un acorazado -dijo Krímov.
– Sí, sólo que aquí no hay mucha agua -replicó un soldado.
Un poco más a lo lejos, los morteros estaban dispuestos en las aberturas y agujeros de los muros.
En el suelo había algunos obuses. En el mismo lugar, todavía más lejos, un acordeón estaba colocado cuidadosamente sobre una tela alquitranada.
– Aquí está la casa 6/1, que resiste y no se rinde a los fascistas -pronunció Krímov en voz alta-. Todo el mundo, millones de hombres, tiene los ojos puestos en vosotros y se alegra.
Nadie respondió.
El viejo Poliakov le tendió el casco metálico lleno de buñuelos.
– ¿Y nadie escribe sobre cómo prepara Poliakov los buñuelos?
– Está de broma -dijo Poliakov-. Entretanto han echado de aquí a nuestro Seriozha.
– ¿No han abierto todavía el segundo frente? -preguntó un operador de mortero-. ¿Se sabe algo?
– De momento no -respondió Krímov.
– Un día en que la artillería pesada abrió fuego desde el otro lado del Volga -explicó un hombre en camiseta con la chaqueta desabotonada-, Koloméitsev cayó derribado por la onda expansiva. Luego se levantó y dijo: «Bien, muchachos, se ha abierto el segundo frente».
– No digas tonterías -dijo un joven de cabellos oscuros-. Si no hubiera artillería no estaríamos aquí. Los alemanes nos habrían engullido hace tiempo.
– ¿Dónde está vuestro comandante? -preguntó Krímov.
– Ahí lo tiene, se ha puesto en primera línea.
Grékov yacía sobre una montaña alta de ladrillos y miraba a través de los prismáticos. Cuando Krímov le llamó, volvió la cara con desgana y maliciosamente hizo una señal de advertencia llevándose un dedo a los labios; después volvió a concentrarse en sus prismáticos. Unos instantes después le comenzaron a temblar los hombros: se estaba riendo. Se deslizó y dijo sonriendo:
– Peor que en el ajedrez -y, después de observar los distintivos verdes y la estrella de comisario en la guerrera de Krímov, añadió-: Bienvenido a nuestra casa, camarada comisario de batallón. -Luego se presentó-: Grékov, el gerente de la casa. ¿Ha venido por nuestro pasadizo?
Todo en él -su mirada, sus movimientos rápidos y las ventanas anchas de su nariz chata- tenía algo insolente; el gerente de la casa era la insolencia en persona.
«No importa, ya te bajaré los humos», pensó Krímov.
Krímov comenzó a interrogarle. Grékov respondía perezoso, con gesto ausente, bostezando y mirando alrededor, como si las preguntas de Krímov le impidieran recordar algo verdaderamente serio e importante.
– ¿Le gustaría ser relevado? -preguntó Krímov.
– No se moleste -respondió Grékov-. Mándenos sólo tabaco. Bueno, por supuesto, necesitamos bombas de mortero, granadas de mano y, si no es mucho pedir, un poco de vodka y manduca para un kukurúznik… [82]
Mientras enumeraba, contaba con los dedos de la mano.
– ¿Así que no tiene intención de marcharse? -preguntó Krímov irritado pero admirando, muy a su pesar, la fea cara de Grékov.
Guardaron silencio y en aquel breve instante en que permanecieron callados, Krímov se sobrepuso al sentimiento de ser moralmente inferior a los hombres de la casa sitiada.
– ¿Lleva un diario de las operaciones? -preguntó.
– No tengo papel -respondió Grékov- No tengo donde escribir, no hay tiempo, y de todas maneras no sirve para nada.
– Ahora se encuentra bajo el mando del comandante del 176° Regimiento de Fusileros -dijo Krímov.
– A sus órdenes, camarada comisario del batallón -respondió Grékov y añadió con aire burlón-: Cuando los alemanes cortaron este sector, yo reuní en este edificio hombres y armas, rechacé treinta ataques e incendié ocho carros, y por encima de mí no había ningún comandante. -A fecha de hoy, ¿conoce el número exacto de soldados que están bajo su mando? ¿Lo tiene controlado?