A veces a Krímov le asaltaban las dudas. ¿Por qué se indignaba, se inflamaba, mientras escribía sus cartas a Stalin, para cubrirse después de un sudor helado? El Moro había hecho su obra. Pero todo aquello ya le habla pasado en 1937 a decenas de miles de miembros del Partido parecidos a él, incluso mejores. El Moro había hecho su obra. ¿Por qué encontraba tan repugnante la palabra «denuncia»? ¿Solo porque le habían arrestado por la denuncia de alguien? Sin embargo, él solía recibir las denuncias políticas de los informadores de diversas unidades. Un procedimiento normal, las denuncias de siempre. El soldado Riaboshtan lleva una cruz, llama ateos a los comunistas. ¿Cuánto tiempo sobrevivió el soldado Riaboshtan cuando le enviaron a un batallón disciplinario?
El soldado Gordéyev ha declarado que no cree en la fuerza del armamento soviético, que la victoria de Hitler es inevitable. ¿Cuánto tiempo sobrevivió el soldado Gordéyev en el batallón disciplinario? El soldado Markóvich ha declarado: «Todos los comunistas son ladrones, pero llegará el día en que los liquidaremos a golpe de bayoneta y el pueblo, finalmente, será libre». El tribunal condenó a Markóvich a la pena capital.
Después de todo, él también había sido un delator: había denunciado a Grékov ante la dirección política del frente y si éste no hubiera muerto a causa de una bomba alemana, le habrían enviado ante un pelotón de fusilamiento. ¿Qué sentían, qué pensaban estos hombres cuando eran enviados a los batallones disciplinarios, cuando eran juzgados por tribunales y les interrogaban en las secciones especiales?
Y ¿cuántas veces antes de la guerra se había visto involucrado en asuntos de ese tipo, cuántas veces había escuchado tranquilamente mientras un amigo le decía: «He informado de mi conversación con Piotr al comité del Partido»; «Ha revelado honestamente en la reunión del Partido el contenido de la carta de Iván»; «Lo han convocado y él, como verdadero comunista, ha tenido que contarlo todo, desde los ánimos de los camaradas hasta la carta de Volodia»?
Sí, sí, todo eso había ocurrido.
Y al fin y al cabo, con qué finalidad… Todas esas explicaciones que él había dado de viva voz y por escrito no habían ayudado a nadie a salir de la cárcel. Sólo tenían un verdadero sentido: impedir su propia caída en terreno pantanoso, salvarle.
Había defendido mal, muy mal a sus amigos porque esas historias no le gustaban, las temía y las evitaba por todos los medios. ¿Por qué a veces sentía calor y otras frío? ¿Que quería? ¿Que el guardia de turno en la Lubianka conociera su soledad, que los jueces instructores se deshicieran en suspiros porque la mujer que amaba le había abandonado, que tuvieran en cuenta que por las noches llamaba a Zhenia, que se mordía la mano y que su madre seguía llamándole Nikolenka?
Una noche Krímov se despertó, abrió los ojos y vio a Dreling junto al catre de Katsenelenbogen. La rabiosa luz de la lámpara iluminaba la espalda del viejo prisionero de los campos. También Bogoleyev se despertó y se sentó sobre el catre con la manta sobre las piernas.
Dreling se precipitó hacia la puerta y la golpeó con su puño huesudo, gritando con una voz también huesuda:
– ¡En, guardia! ¡Que venga un médico, rápido! Un detenido ha sufrido un ataque al corazón.
– ¡Silencio! ¡Cállese! -gritó el guardia, que había corrido a mirar por la mirilla.
– ¿Cómo que silencio? ¡Un hombre se está muriendo! -chilló Krímov y, tras saltar de su cama, corrió hacia la puerta y comenzó a golpearla con el puño junto a Dreling.
Se dio cuenta de que Bogoleyev se había vuelto a acostar y se había cubierto con una manta, como si temiera mezclarse en aquel episodio nocturno.
Enseguida se abrió la puerta y en la celda irrumpieron varios hombres.
Katsenelenbogen yacía sin conocimiento. A los guardias les llevó un largo rato instalar su enorme cuerpo en la camilla.
Al día siguiente por la mañana Dreling preguntó de improviso a Krímov:
– Dígame, ¿se ha encontrado usted a menudo, en su calidad de comisario político, con manifestaciones de descontento en el frente?
– ¿De qué descontento habla? -le replicó Krímov-. ¿Por qué?
– Me refiero al descontento respecto a la política bolchevique de los koljoses, a la dirección general de la guerra; en definitiva, a cualquier manifestación de descontento político.
– Ni una sola vez. Nunca me he encontrado con el menor indicio de una actitud semejante -afirmó Krímov.
– Ah, ya entiendo, me lo imaginaba -concluyó Dreling, y asintió satisfecho.
7
La idea de cercar a los alemanes en Stalingrado se consideraba un golpe de genialidad.
La concentración secreta de tropas en los flancos de los ejércitos de Paulus repetía un principio nacido en los tiempos en que los primeros hombres, con los pies desnudos, la frente baja, la mandíbula prominente, se deslizaban a través de los arbustos y rodeaban las cuevas que habían usurpado los forasteros venidos de los bosques. ¿Qué era lo sorprendente? ¿La diferencia entre el garrote y la artillería de largo alcance? ¿O la inmutabilidad de ese principio a lo largo de los siglos?
Pero ni la desesperación ni el asombro han logrado hacer comprender que el movimiento en espiral de la humanidad, aunque alargue sus giros, mantiene un eje invariable.
En cualquier caso, si bien el principio del cerco, que constituía la esencia del plan de Stalingrado, no era nuevo, es indiscutible el mérito de aquellos que idearon el ataque seleccionando con inteligencia las zonas donde se aplicaría el viejo método. Escogieron bien el momento de entrar en acción, instruyeron y dispusieron hábilmente los ejércitos. Otro de los méritos de los organizadores de la ofensiva fue la magistral interacción entre tres frentes: el del suroeste, el del Don y el de Stalingrado. Una de las tareas más arduas fue la concentración secreta de las tropas en la estepa desprovista de camuflajes naturales; Entretanto, fuerzas del norte y el sur se preparaban, deslizándose a lo largo de los flancos derecho e izquierdo de los alemanes, para coincidir en las inmediaciones de Kalach, cercar al enemigo, romper los huesos y oprimir el corazón y los pulmones del ejército de Paulus. Se invirtieron esfuerzos abrumadores en la elaboración de los detalles de la operación, en obtener información sobre el armamento, las tropas, las retaguardias y las líneas de comunicación del enemigo.
Sin embargo, en la base de este trabajo en el que participaban el comandante supremo, el mariscal Iósif Stalin; los generales Zhúlcov, Vasilievski, Vóronov, Yeremenko, Rokossovski y muchos oficiales de talento del Estado Mayor General, estaba el principio del cerco del enemigo, introducido en la práctica militar por los velludos hombres primitivos.
Se puede reservar la denominación de «genio» para aquellos que introducen en la vida ideas nuevas, ideas que se refieren a la sustancia y no al envoltorio, al eje y no a las espirales en torno al eje. Pero desde los tiempos de Alejandro Magno las innovaciones estratégicas y tácticas no tienen nada que ver con ese tipo de proezas divinas. Abrumada por el carácter monumental de las operaciones militares, la conciencia humana tiende a identificar las grandiosas batallas con las conquistas mentales de sus jefes militares.
La historia de las batallas muestra que los jefes militares no han introducido variantes significativas en las operaciones relacionadas con la ruptura de la defensa, el acoso, el cerco, la liquidación del enemigo: adoptan y ponen en práctica los principios que ya conocían los hombres de Neardenthal, aplicados, al fin y al cabo, por los lobos que cercan a las tropas y por las tropas que intentan defenderse de los lobos.
Un enérgico director de fábrica que conozca su oficio garantizará el aprovisionamiento necesario de materias primas y combustible, la intercomunicación entre los talleres, y respetará decenas de otras condiciones, pequeñas y grandes, indispensables para hacer que la fábrica sea productiva.