Dreling, en un tono de maestra de guardería infantil, explicó:
– Los iconos son necesarios para aquellos que quieren manipular a la clase obrera. Por ejemplo, en vuestros altares comunistas está el icono de Lenin y el del santo Stalin. Nekrásov no necesitaba iconos.
Parecía que no sólo la frente, el cráneo, las manos, la nariz estuvieran torneados por huesos blancos; también sus palabras sonaban como un repiqueteo de huesos.
«Oh, qué canalla», pensó Krímov.
Bogoleyev montó en cólera -Krímov nunca había visto a aquel hombre tímido y amable, siempre comedido, así de enfadado- y exclamó:
– Usted y sus ideas acerca de la poesía se quedaron estancados en Nekrásov. Pero después hemos tenido a Blok, Mandelshtam, Jlébnikov.
– Nunca he leído a Mandelshtam -confesó Dreling-pero Jlébnikov es la decadencia total, una ruina.
– ¡Váyase a paseo! -replicó bruscamente Bogoleyev, y por primera vez elevó el tono de voz-: Me dan náuseas usted y sus máximas de Plcjánov. En esta celda hay marxistas de diferentes tendencias, pero por lo que respecta a la poesía sois todos unos obtusos, no comprendéis nada en absoluto.
Era extraño. A Krímov le afligía en particular la idea de que a ojos de los centinelas, ya fueran los del turno de día o de la noche, él, un bolchevique, un comisario político del ejército, no se diferenciaba en nada del viejo Dreling.
En ese momento él, que detestaba el simbolismo, el decadentismo, que toda su vida había amado a Nekrásov, estaba dispuesto a apoyar a Bogoleyev.
Si el viejo saco de huesos hubiera dicho una sola palabra contra Yezhov, habría justificado sin titubear la ejecución de Bujarin, la deportación de las mujeres que se negaban a denunciar a sus maridos, las horribles condenas, los horribles interrogatorios.
Pero Dreling no dijo nada.
En ese instante entró un centinela para acompañar a éste al baño.
Katsenelenbogen dijo a Krímov:
– Durante cinco días estuvimos los dos solos en esta celda. Estaba más callado que un pez congelado. Una vez le dije: «Tiene gracia, ¿no? Dos judíos de cierta edad pasan juntos las veladas en el caserío de la Lubianka [110] y no intercambian ni una palabra». ¿Y qué hizo él? ¡Siguió callado! ¿A qué viene ese desprecio? ¿Por qué no quiere hablar conmigo? ¿Es una manera de vengarse? ¿Está haciendo teatro? ¿Con qué finalidad? Ya está crecidito para andarse con chiquilladas.
– ¡Es un enemigo! -sentenció Krímov.
Estaba claro que el interés del chequista hacia Dreling no era superficial.
– ¡Es increíble! -dijo-. No le han metido aquí por nada. A sus espaldas tiene el campo penitenciario y por delante la tumba, pero se muestra duro como una roca. ¡Le envidio! Le llaman para interrogarle: ¿quién tiene un nombre que empieza por D? Y se queda callado como un tarugo, no responde. Ha conseguido que le llamen por su nombre. Los superiores entran en la celda, pero aunque le dispararan, él no se levantaría.
Cuando Dreling volvió del baño, Krímov dijo a Katsenelenbogen:
– Ante el tribunal de la historia todo es insignificante. Incluso aquí, usted y yo continuamos odiando a los enemigos del comunismo.
Dreling lanzó a Krímov una mirada de curiosidad burlona.
– ¿Qué tribunal es ése? -preguntó sin dirigirse a nadie-. ¡Ésta es la justicia sumaria de la historia!
Katsenelenbogen se equivocaba al envidiar la fuerza del viejo huesudo, porque aquella fuerza no tenía nada de humano. Lo que calentaba su corazón desolado y vacío era el calor químico de un fanatismo ciego, animal.
Daba la impresión de que no le afectara la guerra que se estaba librando en Rusia, los acontecimientos ligados a ella: nunca pedía noticias del frente, de Stalingrado; no sabía que existían ciudades nuevas y una potente industria. Ya no vivía la vida de un hombre, sino que jugaba una perpetua y abstracta partida de damas que sólo le concernía a él.
Krímov estaba intrigado por Katsenelenbogen: entendía, sentía que era inteligente. Bromeaba, charlataneaba, hacía el tonto; pero sus ojos eran inteligentes, perezosos, estaban cansados. Tenía la mirada de alguien que está de vuelta de todo, que está cansado de vivir y no teme a la muerte.
– Una vez, refiriéndose a la construcción de la vía férrea a lo largo del litoral del océano Ártico, dijo a Krímov:
– Un proyecto increíblemente hermoso -y añadió-: Lo cierto es que llevarlo a cabo le ha costado la vida a decenas de miles de personas.
– ¡Qué horror! -respondió Krímov.
Katsenelenbogen se encogió de hombros.
– ¡Si hubiera visto cómo marchaban las columnas de prisioneros al trabajo! En un silencio sepulcral. El azul y el verde de la aurora boreal sobre sus cabezas, hielo y nieve alrededor, y el bramido del océano negro. ¡Es ahí donde se entiende qué es la potencia!
A veces daba consejos a Krímov:
– Hay que echar una mano al juez instructor. Es nuevo en el oficio y tiene dificultades para salir del paso… Si le ayudas, si le haces alguna sugerencia, te estarás ayudando a ti mismo: te salvarás de cientos de horas de interrogatorios en cadena. De todos modos el resultado será el mismo: la OSO te dará lo establecido.
Krímov intentó replicar, pero Katsenelenbogen contestó:
– La inocencia personal es un vestigio de la Edad Media, es alquimia. Tolstói decía que en el mundo no existen hombres culpables, pero nosotros, los chequistas, hemos elaborado una tesis superior: en el mundo no existen hombres inocentes, no existen individuos que no estén sujetos a jurisdicción. Culpable es todo aquel contra el cual hay una orden de arresto, y ésta se puede emitir contra cualquiera, incluso contra los que se han pasado la vida firmando órdenes contra otros. El Moro ha cumplido su obra, el Moro puede partir.
Katsenelenbogen conocía a muchos amigos de Krímov, algunos de ellos en calidad de procesados en los casos de 1937. Tenía una extraña manera de hablar de personas cuya instrucción había llevado, sin rabia ni emoción: «Un tipo interesante», «un excéntrico», «una persona simpatica».
A menudo mencionaba a Anatole France y la Duma sobre Opanás [111] de Bagritski, le gustaba citar al Benia Krik de Babel, llamaba por sus nombres y patronímicos a los cantantes y bailarinas del Bolshói.
Era un coleccionista de libros raros y, según le contó a Krímov, había adquirido un precioso volumen de Radíschev poco antes del arresto.
– Me gustaría que mi colección fuera donada a la Biblioteca Lenin -dijo una vez-. De lo contrario los libros acabarán desperdigados por culpa de tipos idiotas que no tienen ni la menor idea de su valor.
Estaba casado con una bailarina. Pero parecía que el destino del libro de Radíschev le inquietaba más que la suerte de su mujer, y cuando Krímov se lo hizo notar, el chequista respondió:
– Mi Angelina es una mujer inteligente. Sabe cómo arreglárselas.
Daba la impresión de que lo comprendía todo, pero que no sentía nada. Conceptos sencillos como separación, sufrimiento, libertad, amor, fidelidad conyugal, amargura eran un misterio para él.
En su voz aparecía un rastro de emoción cuando hablaba de sus primeros años de trabajo en la Cheká. «¡Qué tiempos, qué gente!», decía. Todo lo que había constituido la vida de Krímov, en cambio, no le parecía más que charlatanería propagandística.
De Stalin, afirmaba:
– Le admiro más que a Lenin. Es el único ser al que realmente amo.
Pero ¿por qué este hombre, que había participado en la instrucción de los procesos a los líderes de la oposición, que en tiempos de Beria había dirigido una gigantesca obra en un Gulag subantártico, mantenía una actitud tan tranquila y resignada ante el hecho de tener que asistir, en su propia casa, a los interrogatorios nocturnos, sujetándose bajo el abdomen los pantalones sin botones? ¿Por qué tenía una actitud ansiosa, morbosa, en relación con el menchevique Dreling, que lo castigaba con su silencio?