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El general observaba cómo los soldados abrían el envoltorio de celofán, hizo una seña al teniente para que se acercara y le susurró algunas palabras incomprensibles; luego Bach anunció en voz alta:

– El general me ha ordenado que les comunique que este regalo navideño enviado desde Alemania ha sido traído por un piloto que resultó mortalmente herido mientras sobrevolaba Stalingrado. Cuando le sacaron de la cabina después del aterrizaje ya estaba muerto.

37

Los hombres sostenían en la palma de la mano los pequeños abetos, que en aquel ambiente sofocante se habían cubierto de un ligero vapor, y enseguida el subterráneo se impregnó de una fragancia a pino que solapaba el pesado olor de morgue y herrería, típico de la primera línea. Daba la impresión de que el aroma a Navidad procediera de la cabeza canosa del viejo que estaba sentado al lado de la estufa.

El corazón sensible de Bach percibió toda la tristeza y el encanto de aquel instante. Los soldados que desafiaban a la artillería pesada rusa, endurecidos, sanguinarios, extenuados por el hambre y los piojos, abrumados por la escasez de municiones, comprendieron sin decir nada que no eran vendas, pan o cartuchos lo que necesitaban, sino aquellas ramas de abeto envueltas con inútiles cintas brillantes, aquellos juguetes para huérfanos.

Los soldados hicieron un círculo alrededor del viejo sentado sobre la caja. Era él quien en verano había guiado a la división de infantería motorizada hasta el Volga. Durante toda su vida, bajo cualquier circunstancia, había sido actor. No sólo representaba un papel delante de las tropas y en las conversaciones con el comandante del ejército. Era actor también en casa, con su mujer, cuando paseaba por el jardín, con la nuera y el nieto. Era un actor cuando por la noche, solo, yacía en la cama y allí al lado, en el sillón, descansaban sus pantalones de general. Y, por supuesto, era actor delante de los soldados, cuando les preguntaba sobre sus madres, cuando fruncía el ceño, cuando bromeaba de manera grosera sobre los pasatiempos amorosos de los soldados, cuando se interesaba por el contenido de sus escudillas y degustaba la sopa con exagerada gravedad, y cuando inclinaba la cabeza con expresión austera ante las tumbas abiertas de los soldados o pronunciaba palabras excesivamente amables y paternales ante una hilera de reclutas.

Esa teatralidad no procedía del exterior, sino de dentro; estaba disuelta en sus pensamientos, en lo más recóndito de su ser. Él no era consciente, pero era impensable separar de él aquella ficción, como no se puede separar la sal del agua marina. Esa comedia acababa de penetrar con él en el refugio de la compañía, en el modo que tenia de desabrocharse el abrigo, de sentarse en la caja ante la estufa, en aquella mirada triste a la par que tranquila que había lanzado a los soldados para felicitarles. El viejo nunca se había dado cuenta de que interpretaba un personaje, pero de repente lo comprendió: la teatralidad le abandonó, huyó de su ser, como la sal del agua helada. Le invadió la ternura, la piedad hacia aquellos hombres hambrientos y torturados. Un hombre anciano, impotente y débil, estaba sentado entre impotentes e infelices.

Uno de los soldados entonó en voz queda una canción:

O Tannenbaum, o Tannenbaum,
wie grün sind deine Blätter…

Dos o tres voces se unieron a él. El olor a resina daba vértigo; las palabras de la canción infantil resonaban como las trompetas divinas:

O Tannenbaum, o Tannenbaum…

Y como desde el fondo del mar, de las frías tinieblas emergieron a la superficie sentimientos olvidados, abandonados; se liberaron pensamientos largo tiempo aparcados… Éstos no aportaban ni felicidad ni ligereza, pero su fuerza era la fuerza humana, la fuerza más grande del mundo.

Una después de otra retumbaron las explosiones sordas de los cañones soviéticos de grueso calibre. Los ivanes estaban descontentos, tal vez habían intuido que los fritzes estaban celebrando la Navidad. Nadie prestaba atención a los cascotes que caían del techo ni a la estufa que expulsaba una nube de chispas rojas.

El redoble de los tambores de hierro martilleaba la tierra y la tierra gritaba. Los ivanes estaban jugando con sus queridos lanzacohetes. Y enseguida comenzaron a rechinar las ametralladoras pesadas.

El viejo estaba sentado con la cabeza inclinada: tenía la postura que suelen adoptar las personas fatigadas por una larga vida. Se apagaban las luces de la escena y los hombres sin maquillaje aparecían bajo la luz gris del día. Ahora todos parecían iguales: el legendario general, el jefe de las operaciones relámpago con blindados, el insignificante suboficial y el soldado Schmidt, sospechoso de concebir ideas subversivas contra el Estado… Bach pensó de repente en Lenard. Un hombre como él no sucumbiría a la belleza de ese momento; en él no podría darse la transformación de alemán consagrado únicamente al Estado a simple ser humano.

Volvió la cabeza hacía la puerta y vio a Lenard.

38

Stumpfe, el mejor soldado de la compañía, que en cierto tiempo atraía las miradas tímidas y entusiastas de los reclutas, estaba irreconocible. Su enorme cara de ojos claros había adelgazado. El uniforme y el capote habían quedado reducidos a unos viejos harapos arrugados que apenas le protegían el cuerpo del viento y el frío rusos. Había dejado de hablar de manera inteligente y sus bromas ya no divertían.

Sufría por el hambre más que los otros; dada su enorme estatura necesitaba una gran cantidad de comida.

Esa hambre constante le obligaba a partir cada mañana en busca de un botín; cavaba, hurgaba entre las ruinas, mendigaba, recogía migajas y siempre estaba al acecho cerca de la cocina. Bach se había acostumbrado a ver su cara atenta, tensa. Stumpfe pensaba sin interrupción en la comida; la buscaba no sólo durante el tiempo libre, sino también en combate.

Cuando se dirigía al sótano, Bach descubrió la espalda grande y los hombros anchos del soldado siempre hambriento. Estaba inspeccionando un terreno abandonado donde antes del cerco estaban las cocinas y el almacén de víveres del regimiento. Encontraba hojas de col, descubría patatas heladas, minúsculas, del tamaño de una bellota, que en su momento, por sus míseras dimensiones, no habían acabado en la olla. De detrás de un muro de piedra salió una vieja alta con un abrigo de hombre hecho jirones, un cordel a guisa de cinturón y unos zapatos también de hombre, sin tacones. Caminaba al encuentro del soldado, mirando fijamente el suelo; removía la nieve con un gancho hecho de alambre grueso.

Se vieron sin levantar la cabeza, porque sus sombras chocaron en la nieve.

El gigantesco alemán levantó la mirada hacia la vieja y, sosteniendo con confianza una hoja de col agujereada y dura como una piedra, dijo despacio, con solemnidad:

– Buenos días, señora.

La vieja se apartó con calma el pañuelo que le caía sobre la frente, le observó con unos ojos oscuros llenos de bondad e inteligencia, y respondió despacio, majestuosamente:

– Buenos días, señor.

Era un encuentro al más alto nivel de los representantes de dos grandes pueblos. Nadie, excepto Bach, fue testigo de ese encuentro; el soldado y la vieja lo olvidaron al instante.

A medida que el tiempo se suavizaba, grandes copos de nieve caían sobre la tierra, sobre el polvo rojo de los ladrillos, sobre los brazos de las cruces sepulcrales, sobre las frentes de los tanques muertos, sobre las orejas de los cadáveres todavía sin enterrar.

La niebla nevosa y cálida parecía de un color gris azulado. La nieve llenó el espacio aéreo, calmó el viento, apagó el fuego y confundió el cielo y la tierra en una unidad ondulante, difusa, suave, gris.

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[115] «Oh, abeto, oh, abeto, qué verdes son tus agujas…»

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